Eugenio Coseriu

La evolución de la lengua española

The evolution of the Spanish language

Edición realizada1 por Johannes Kabatek, kabatek@rom.uzh.ch, Cristina Bleorțu, cristina.bleortu@uzh.ch y Yoselin Henriques Pestana yoselin.henriquespestana@uzh.ch

Nota preliminar

La historia de la lengua española es un tema del que Eugenio Coseriu se ocupó en diferentes ocasiones a lo largo de su vida. Desde de su llegada a Montevideo en 1950 hasta sus últimos años de enseñanza en Tubinga, el tema aparece con una cierta regularidad. Fue presentado no tanto como un tema de investigación, sino más bien como un punto central en sus clases.

Evolución de la lengua española se basa en un manuscrito mecanografiado del Archivo Coseriu de Tubinga2, que data de 1952 y consta de 226 páginas. Su relevancia para la investigación actual es en gran medida más bien de carácter historiográfico, y, en general, el texto presenta un grado de originalidad menor en comparación con los manuscritos inéditos de teoría del lenguaje de la misma época. Además, algunas de las partes más originales —como el extenso apartado sobre latín vulgar—, fueron publicadas en otro contexto.

La presentación de esta obra ahora en una edición digital se debe a que contribuye a completar la imagen del polifacético y prolífero Coseriu de los años 1950. Además, el texto contiene, como cualquier obra coseriana, ideas originales aún dignas de ser tomadas en consideración. Es cierto que una gran parte del texto está basada en Lapesa y en Menéndez Pidal, y es más resumen que contribución original. También es cierto que el texto tiene más de 70 años y sus referencias han sido a veces superadas por la historia. Por ejemplo, se menciona Yugoslavia y la URSS, que ya no existen en la actualidad. Asimismo, considera el gallego dialecto del portugués, lo cual es inconcebible después del proceso de normalización y de

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elaboración del gallego moderno. Pero al mismo tiempo es importante destacar que el texto también contiene aspectos innovadores. Toda la concepción del latín vulgar como lengua de diferentes dimensiones de variación sigue vigente. Además, si leemos la crítica hacia una concepción nacionalista y eurocéntrica de la historia de la lengua, y la preferencia por una visión más bien pluricéntrica, pareciera que nos trasladamos a la actualidad y reconocemos el carácter visionario de lo escrito en aquel lejano Uruguay de los años 50. En este sentido, en medio de un texto envejecido, también encontramos a un Coseriu moderno y actual.

En nuestra labor de editores, hemos tratado de mantenernos al margen y seguir el manuscrito con la máxima fidelidad. Aun así, hemos añadido algunas notas aclaratorias de los editores a pie de página (indicadas mediante corchetes). También hemos elaborado y titulado los esquemas y las tablas. En cuanto a los ejemplos lingüísticos en la edición, se ha unificado la forma de citarlos. También se ha intentado seguir las normas de la Nueva Ortografía.

Zúrich, 17.07.2023   &nbsp   &nbsp   &nbsp   &nbsp   &nbsp   &nbspJohannes Kabatek

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1. Introducción

Posición del español frente a los demás idiomas romances y frente a los demás idiomas de cultura; su situación en la península ibérica y en el mundo. Extensión territorial y número de hablantes. El español común y los dialectos. Variedades del español fuera de España.


Todas las historias de la lengua española se guían por un criterio que podría en cierto sentido decirse “nacionalista”: es decir que empiezan con las lenguas de los antiguos pueblos ibéricos, que, de cierta manera, se consideran como los “antepasados” de los actuales españoles. Nosotros seguiremos un criterio puramente lingüístico y comenzaremos con el latín, porque el español es una derivación de este, mejor dicho, una de las formas actuales de ese idioma. Nos imaginamos el latín como un gran río que, en un momento dado, en Iberia, recibe, en parte, el afluente de las lenguas ibéricas y no viceversa.

En la primera parte del curso, estudiaremos la “historia exterior” de este río, consideraremos los territorios que atraviesa, los afluentes que recibe, examinaremos sus saltos, sus meandros, su división en más brazos (los dialectos), el enriquecimiento de las aguas o de su corriente principal (el castellano).

En la segunda parte haremos Gramática Histórica, que correspondería al análisis comparativo de los estados sucesivos de las aguas de ese gran río, de su composición, su combinación, etc. Además, una tercera parte del curso será destinada a los problemas particulares del español en América.

¿Cuál es el objeto de nuestro estudio histórico? La lengua española, que presenta características particulares que la distinguen de las demás lenguas romances y le asignan un lugar particular entre las lenguas del mundo.

En primer término, el español es sumamente importante por ser una de las lenguas más habladas del mundo, además de tener una gran importancia cultural, por las obras literarias de que fue y es vehículo. Esta importancia del español, por lo que concierne al número de hablantes, se relaciona en la historia política de España. Si consideramos las demás lenguas romances, vemos que el francés tuvo quizás un destino cultural más alto que el español, igual que el italiano, pero ni el francés ni el italiano llegaron a tener un número de hablantes tan grande, porque Francia e Italia nunca alcanzaron una posición hegemónica tan extendida como España. En este sentido, el idioma español se puede comparar solamente con el inglés, y el paralelismo con el inglés no debe parecer una paradoja, porque se verifica también bajo otros aspectos.

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En segundo lugar, la lengua española es una de las grandes lenguas de colonización. En este sentido, es la más importante en el mundo, después del inglés, y, naturalmente, la primera entre las lenguas romances, por la enorme extensión territorial que abarca.

Si consideramos las demás lenguas romances bajo este aspecto, vemos que el francés no fue nunca una lengua de efectiva colonización y solamente llegó a conquistar lingüísticamente algunas colonias como Haití y una que otra isla de las Antillas. También en este sentido el español solo puede compararse con el inglés. (Entre otras lenguas de colonización están el ruso, que tiene expansión solo alrededor de su propio territorio, y el árabe, que se extendió solamente en el norte de África y en Asia Menor como lengua de colonización, mientras que en otras regiones es una lengua superficial, de cultura).

Desde el punto de vista de la colonización, el español ocupa, como dijimos, el primer lugar entre las lenguas neolatinas; el segundo lugar lo ocupa otra lengua, también ibérica: el portugués. El hecho de la colonización española es importante porque ocurrió en una época en que el territorio latino disminuía. Desde el siglo III d. C., el territorio ocupado por las lenguas latinas comenzó a disminuir y siguió haciéndolo hasta la colonización española. El latín perdió Inglaterra, Alemania, Iliria, Tracia y África del Norte. La colonización española, estableció nuevamente el equilibrio entre las lenguas latinas y las germánicas; equilibrio que, después de la Edad Media, es una de las características fundamentales de la civilización occidental. La colonización española ocurrió simultáneamente con la portuguesa, pero ambas son diferentes: la portuguesa no es continental sino más bien —sobre todo durante los primeros siglos— una colonización talasocrática (talasocracia: ‘reino de los mares’), ocupando islas, costas y puertos (Cabo Verde, Guinea, Santo Tomé, Damán, Diu, Goa, Ceilán, Malaca, Macao, Ternate, Tidore, Ángela, Mozambique, etc.), sin preocuparse los navegantes y comerciantes portugueses del interior de los países dominados desde la costa. Por eso, la colonización portuguesa casi desapareció de África y Asia, y hasta en el caso del Brasil, la colonización portuguesa tuvo durante mucho tiempo el mismo carácter.

La gran expansión española empieza en 1492, el mismo año en que termina la reconquista; pero ya antes de esa fecha se habían notado síntomas de expansión: la ocupación de las Canarias data de 1402. También antes de 1492 hubo otra expansión española, pero mediterránea, hacia oriente: la ocupación aragonesa de Nápoles y Sicilia y la ocupación de Peloponeso.

En América la colonización española pasó sobre casi todo el continente. El límite de los países de habla española es ahora el Río Grande, pero al norte de este aún se habla español en Nuevo Méjico y Arizona. En Florida no hace mucho que el español se abandonó por el inglés,

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como ocurrió también en casi todo el territorio al Norte del Río Grande. (Sin embargo, han quedado a través de todo el territorio estadounidense nombres españoles de regiones, ciudades, ríos, etc., tales como: Nevada, California, Texas, Oregón, Florida, San Francisco, Santa Fe, Sacramento, Los Ángeles, Colorado, Río Grande, etc., llegando estos nombres hasta el Canadá y la frontera de Alaska). Al sur del Río Grande el español ocupa prácticamente todo el continente, menos Brasil y las tres Guayanas (inglesa, francesa, holandesa). Solo perdió algunas de las Antillas en el siglo XVIII, cuando las tuvo que ceder a Francia e Inglaterra.

En esta colonización radical se puede observar otro paralelismo con el inglés: como en el caso del inglés, que, a pesar de su enorme expansión fuera de su territorio, ha dejado vivir a su lado en la misma Inglaterra otras lenguas (lenguas célticas), el español convive en su territorio primitivo con otros idiomas: el vascuence, el catalán y el portugués.

El vascuence cuenta con más de medio millón de hablantes, de los cuales más de 400 000 viven en España y más o menos 100 000 en Francia (Pirineos). Los límites del territorio ocupado por el vascuence son en la costa, Bayona, en Francia, y Bilbao, en España. Hay en este territorio un adelanto progresivo del español, pero muy lento.

Bilbao hace sesenta años era ciudad vascongada y ahora no lo es; se calcula que en esa misma época el vascuence perdió unos 70 000 hablantes. Actualmente este idioma ocupa enteramente las provincias de Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra y parte de la provincia de Álava. Las ciudades más importantes del territorio vascuence son San Sebastián y Pamplona.

El catalán supera, igual que el vascuence, los límites de España, porque ocupa en Francia el Rosellón, cuyo centro es la ciudad de Perpiñán. Ocupa también la república de Andorra, y, en España, Cataluña, las islas Baleares y la costa de Valencia. El catalán se había expandido en la Edad Media a Sicilia, Cerdeña y Nápoles; pero de esta expansión queda la ciudad de Alguero en Cerdeña. Actualmente hablan catalán cerca de cinco millones y medio de individuos, incluidos también los 10 000 de Alguero y los 100 000 de América, que hablan todavía catalán en la vida privada. En el Rosellón el catalán convive con el francés, que es la lengua cultural y común, y en España por lo menos las personas cultas catalanas son bilingües, es decir que hablan también el castellano. Los centros principales del catalán son: Barcelona, Gerona, Lérida, Tarragona, Valencia, Alcira, Játiva, Denia, Alicante (que es el límite meridional del catalán), Tortosa, Castellón, Sagunto y Palma de Mallorca.

El portugués, mejor dicho, el gallegoportugués, además de Portugal, ocupa una región que políticamente depende de España: Galicia y una pequeña parte de Asturias y de León. Se habla portugués en Portugal, en Madeira y las Azores por siete millones de individuos, y el gallego (que es un dialecto portugués) por más de dos millones. La línea divisoria entre el

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gallego y los dialectos españoles va de Puerto de Vega hasta el Miño y hasta Padornelo, en la frontera hispanoportuguesa, al norte de Braganza. Las ciudades principales de la región gallega son: La Coruña, Santiago, Lugo, Pontevedra, Vigo y Orense. En las colonias portuguesas de África y Asia viven nueve millones de individuos, pero de estos solo muy pocos saben portugués. En Angola y Mozambique hay seis millones y medio, pero solo los funcionarios del gobierno y algunos comerciantes saben portugués. En cambio, hay más de 1 000 000 de individuos que hablan portugués en Asia, en India (puertos de Diu, Damán y Goa), China (Macao) y la mitad de la isla Timor. Hablan portugués 43 millones de individuos en Brasil; de estos habría que descontar un número relativamente pequeño de indios y otro número de inmigrantes que todavía no saben portugués (alemanes e italianos, en la zona de San Pablo). En el mundo, en total, hablan portugués cerca de 53 millones de individuos3.

El español es hablado como lengua materna en España y en las Canarias por 17 millones de individuos y los 8 millones que quedan saben el español por lo menos como segunda lengua (estos últimos son los catalanes, gallegos y vascos). En las colonias españolas de África, que, comprenden el Rif (con: Tetuán, Ceuta, Melilla, Alhucemas); el Ifni, Río de Oro, Adrar, la Guinea Española (Río Muni) y algunas islas del Golfo de Guinea (Fernando Poo, Annobón, Corisco, Elobey) viven cerca de un millón de individuos, pero de estos pocos hablan español.

En Estados Unidos debería haber todavía de 150 000 a 250 000 hablantes españoles. El número de hablantes españoles es de 22 millones en Méjico y América Central; en Puerto Rico, Santo Domingo y Cuba; 6 millones y medio; en Bolivia, Colombia, Ecuador, Venezuela y Perú, 24 millones; en Chile 4 millones y medio; y entre Argentina y Uruguay, 15 millones. De estas cifras hay que reducir el número de los que hablan idiomas indígenas y los que, aun no ignorando totalmente el español, lo hablan solo como segunda lengua (en México, Guatemala, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Paraguay).

Haciendo un cálculo general bastante incierto, deben hablar comúnmente y como lengua materna el español, en el momento actual, unos 85 millones de individuos. Con los bilingües y los pueblos que hablan otros idiomas, pero que son gobernados por España, o por el español, se llega a unos 100 millones. En los 85 millones que hablan español como lengua materna se cuentan los judíos de habla española que viven en el norte de África, en Constantinopla, en Salónica y en alguna ciudad del sur de Yugoslavia4, come Skopje y Bitola (c. Manastir).

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También están incluidos los individuos de habla española de Las Filipinas: más o menos 600 000 individuos. Pero en Las Filipinas el inglés está ganando continuamente terreno, hasta como lengua oficial de la república.

Pasamos ahora a considerar cuáles son los resultados lingüísticos de la posición que el español ocupa en el mundo.

La gran difusión territorial del español implica su contacto con un gran número de lenguas de origen distinto, ya sean lenguas de substrato o adstrato. Esto probablemente existe con menor intensidad en los otros idiomas romances, en los cuales, el problema del substrato se reduce solo a la época en que el latín se sobrepuso a las lenguas indígenas de las respectivas regiones. En el español, en cambio, este problema se presenta dos veces: primero, en la península ibérica y segundo, en el caso del español en América. Aquí se podría establecer, como lo hizo Wagner, el paralelismo entre el español en América y el latín popular. (Esto problema del ‘substrato casi’ no existe para el inglés en el Norte de América porque allí la población indígena era muy limitada).

La segunda consecuencia que trae la difusión territorial del español es su gran variedad dialectal y esto a pesar de haberse difundido por el mundo no bajo forma de dialectos sino de lengua común.

Por la misma razón tenemos una gran variedad léxica en el español común de los cuatro continentes en que se habla: seguramente, no hay otro idioma en el mundo en el cual haya que introducir miles de voces nuevas entre una edición y otra del diccionario de la Academia (y, voces que no corresponden a nuevas formas generales de vida y no son simplemente vocablos derivados).

1.1. Posición del español entre las lenguas romances

Las lenguas romances, las formas bajo las cuales se presenta actualmente el latín, se dividen en varios grupos dialectales, en una serie de sistemas de isoglosas representados casi en cada caso por una lengua literaria de cultura.

Distinguimos ante todo dos grupos de sistemas: a) el oriental y b) el occidental. Esta distinción se hace en base a las modificaciones que los romances han introducido en el sistema gramatical latino.

Entre estos dos grupos el sardo ocupa una posición intermedia, porque tiene fenómenos fonéticos y de vocabulario que lo acercan al grupo oriental, pero tiene, como el grupo occidental, el plural en -s. Además, el sardo se distingue de todos los demás dialectos romances,

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tanto orientales como occidentales, por tener como artículo no el demostrativo ille, illa, sino ipse, ipsa).

a) Los dialectos orientales conservan (por lo que concierne al plural) solo dos declinaciones latinas: la primera y la segunda, es decir, tienen solo palabras del tipo casa y toro (los sustantivos y adjetivos en -e, que pertenecían a la tercera declinación latina, tienen el plural en -i, lo mismo que los temas en -o). También por lo que concierne al plural, se conserva en estos dialectos el nominativo latino, es decir: casa, casae, y taurus, tauri. Pertenecen a este grupo los dialectos italianos, rumanos y el dalmático, este último desaparecido en 1898, con la muerte de Antonio Udina (Toni Udaina) en la isla de Veglia5. El grupo oriental presenta también algunas características fonéticas que le son propias; la más importante es la pérdida total de la s final. Otras son: la conservación de las oclusivas sordas intervocálicas (ital. sapere, potere frente a esp. saber, poder) y la conservación de una fase relativamente antigua en los grupos latinos ce, ci, que se conservan en italiano y rumano bajo la forma palatalizada če, či. (El sardo loguderés conserva los mismos grupos bajo la forma clásica ke, ki; así también el dalmático meridional, mientras el dalmático septentrional, de Veglia, palataliza solo delante de i, pero no delante de e: p. ej., placere > plakar; cena > kaina). También es característico de los idiomas orientales el cambio cl, gl > ki, gi (p. ej., clavem > chiave, glaciem > ghiaccio). Otra característica de los mismos dialectos es el desarrollo consonántico del grupo ct, con conservación del sonido t (p. ej., lat. octo > ital. otto; rum. opt). Hay que notar, sin embargo, que la línea de demarcación no es neta y que los dialectos italianos septentrionales (llamados, también galoitálicos)6 representan una especie de puente de pasaje entre los dialectos orientales y los occidentales. Una posición intermedia ocupan también los dialectos réticos.

b) Los dialectos occidentales, que comprenden los de Galia e Iberia (y, por ciertos aspectos, Recia) conservan, en la oposición entre singular y plural, la tercera declinación latina. Es decir que tienen tres clases de palabras: los tipos casa, toro y luz (pl. -as, -os, -es). Conservan, además, en el plural, no el nominativo sino el acusativo latino y por tanto tienen el plural en -s (casas, toros, luces).

Por lo que concierne a la fonética, el grupo occidental no solo conserva sino reintegra la s final latina; sonoriza las oclusivas sordas intervocálicas y presenta en los grupos ce, ci, fases, más recientes (fricativas). Los grupos cl, gl o se mantienen, como en Galia, o se modifican profundamente, como en Iberia (en particular el primero).

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En el caso del grupo ct tenemos la fricativización y después la vocalización de la k (bajo la forma it), con varias fases sucesivas que llevan a la desaparición de la t. El francés conserva todavía en la escritura la forma antigua it (huit, fait, nuit) donde, sin embargo, la t ya no se pronuncia; el portugués se quedó en la fase it (feito, leite), el español modificó mucho más, llegando a la forma č (octo > oito > 'otyo > ocho).

Dentro del grupo occidental, el español presenta las siguientes características: a) Conserva bastante bien, y no solo en posición tónica, el vocalismo del siglo IV del latín popular (a pesar de no tener más la distinción neta entre vocales abiertas y cerradas), acercándose en esto al italiano (que es, bajo el aspecto fónico, la lengua neolatina más conservadora). No tiene, como el portugués la nasalización que es característica del vocalismo del mismo.

b) Modifica profundamente por lo que concierne al lugar y modo de articulación. Son característicos del español los sonidos fricativos ɓ, ð, que existen también en los demás idiomas ibéricos, pero no en la medida en que se dan en español, y no existen. Además, es importante observar que el español ha continuado modificando su consonantismo hasta los siglos XVI-XVII; por eso el judeoespañol, que conserva el consonantismo del siglo XV, aparece distinto del español actual. Así, p.ej., conserva š, ž, donde el español tiene x (p. ej., kaša, hižocaja, hijo).

Por lo que concierne a la morfología, son características del español: a) la ya nombrada conservación de las tres primeras declinaciones en singular y plural (como en los demás dialectos occidentales).

b) la conservación del neutro en les pronombres y adjetivos, por ejemplo, esto distinto de este, esta; lo bueno, lo malo distinto de el bueno, el malo, la buena, la mala.

c) sus varias formas de subjuntivo. El número de estas formas es característico del español frente a las demás lenguas romances (tuviera, tuviese, tuviere).

En el vocabulario el español está con los demás idiomas romances del grupo occidental y con el italiano por lo que concierne al elemento germánico (blanco, rico, etc.), que falta, en cambio, en rumano. También está el español con el francés y el italiano por lo que concierne al elemento céltico. En efecto, la mayoría de los elementos célticos del español son comunes también al francés y al norte de Italia. (Hay sin embargo algunos elementos que son característicos de España; p. ej., berro, alosa).

Estas características léxicas son, como vemos, comunes a los idiomas romances del grupo occidental. Pero hay otras que distinguen el español de los idiomas del grupo:

a) por lo que concierne al fondo latino, el español conserva muchos elementos antiguos, por constituir Iberia un área lateral y un área serior (p. ej., miedo, orilla, comer, hermoso, yegua,

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etc.). Estos elementos pertenecen a la época clásica y en francés y en italiano se han sustituido por palabras más recientes (p. ej., manducare > manger, mangiare; pavor > peur, paura; bellus > beau, belle, etc.).

b) por lo que concierne al elemento no latino, tenemos en el vocabulario español un elemento prerromance característico, es decir, palabras procedentes de un substrato o de adstratos específicos ibéricos, que lo distinguen de los demás idiomas romances (p. ej., balsa, manteca, izquierda, pizarra, zorro, sarna, páramo, vega, becerro, coscojo, etc.).Desde el mismo punto de vista no latino, es característico el número enorme de elementos árabes que tiene el español: no solo son los que existen también en los demás idiomas romances (como azul, azúcar) y —no solo elementos de cultura específica (como → cero, cifra, álgebra), sino muchísimas otras, como aldea, alcalde, albañil, alcaucil, acelga, acequia, albacea, arrabal, ataúd, aceite, alféizar, almohada, res (cabeza – ‘cabeza de ganado’), alcaide, alcázar, etc. Este influjo árabe llega hasta las interjecciones (como ¡ojalá!), lo cual quiere decir que es bastante profundo.

c) finalmente se caracteriza el vocabulario español por el elemento indígena americano, es decir, por las varias palabras caribes, mayas, quechuas, araucanas, guaraníes, etc., que ha acogido en su seno (hamaca, huracán, maíz, tabaco, tomate, chocolate, cóndor, jaguar, vicuña, pampa, papa, además de las regionales, como poncho, chala, choclo, etc.). De muchas de estas palabras el español ha sido vehículo para su traslado a otras lenguas europeas.

Examinamos finalmente la posición del español frente a las lenguas que le son más cercanas, es decir, frente a los demás dialectos romances de la península ibérica.

Ante todo, el fonetismo español, desde el punto de vista diacrónico, se presenta más evolucionado que las otras lenguas iberorromances (catalán y portugués), que conservan bajo muchos aspectos formas más antiguas. Desde el punto de vista sincrónico, el español presenta un mayor equilibrio entre vocales y consonantes, mientras que en portugués dominan las vocales y en catalán las consonantes. Bajo este y bajo otros aspectos, el español, que ocupa en la Península una posición central, se ha separado bastante profundamente, en un primer tiempo, según parece, del catalán, y luego también del portugués. Por lo que concierne al vocabulario, los elementos árabes son característicos del español, sobre todo, siendo mucho menos numerosos en las otras lenguas romances de Iberia.

Entre las lenguas romances de Iberia hay evidentemente una convivencia; un contacto mutuo perdura desde hace muchos siglos. Hay también un sustrato común y elementos históricos que las unen, como las dominaciones visigoda y árabe. A pesar de esto, existen entre estos idiomas diferencias notables.

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El catalán mira más bien hacia oriente y se acerca al provenzal; tanto es así que algunos lingüistas (como Meyer-Lübke) pensaron quo se debería sacar al catalán del grupo iberorromance o incluso al lado del provenzal, en el galorromance. El portugués mira más bien hacia occidente; tuvo, quizás ya desde la época romana, una historia muy distinta y, desde el punto de vista sincrónico presenta un tipo de vocalismo muy característico y complejo y es un idioma más unitario que el español, por ser prácticamente la continuación de un único dialecto iberorromance antiguo.

Algunos lingüistas han tratado de caracterizar el español también desde otro punto de vista, es decir, bajo el aspecto estilístico-psicológico, como ya hiciera Jespersen7 por el inglés. Se ha tratado de encontrar en el español determinados caracteres como: realismo, cortesía, estoicismo, imaginación, impulsividad, etc. Se cita a este propósito el estilo cortés de los siglos XVI y XVII. Pero estas caracterizaciones son muy difíciles y se dejan influir generalmente por el concepto que tenemos de la literatura y cultura españolas más bien que basarse en características objetivas y específicas de la lengua. En efecto, es interesante notar que dichas características son casi las mismas que encontró el romanticismo alemán al estudiar la literatura y la cultura españolas.

Hemos considerado hasta aquí el español desde el punto de vista exclusivamente lingüístico, es decir, como sistema de isoglosas o sistema de dialectos. Veamos ahora la posición que el español ocupa entre las lenguas romances desde el punto de vista de la antigüedad de la documentación y del desarrollo de las lenguas literarias.

La lengua romance más antiguamente documentada como tal es el francés. El documento más antiguo es el llamado Juramento de Estrasburgo (14 de febrero de 842). Se trata de un acuerdo entre los nietos hijos de Carlomagno, Luis el Germánico y Carlos el Calvo. En esta ocasión juraron Carlos el Calvo en germánico y Luis el Germánico en francés, para ser entendido cada uno de ellos por los soldados del otro, mientras los soldados de los dos bandos juraron en los respectivos idiomas nacionales.

En la literatura, el francés empieza en el siglo XI con la Chanson de Roland (alrededor de 1100). Pero en Galia no tenemos una sola lengua literaria sino dos, o, mejor, dos tipos de lenguas literarias, durante toda la Edad Media: le langue d’oil, correspondiente al grupo de los dialectos septentrionales o franceses propiamente dichos, y le langue d’oc, correspondiente a los dialectos meridionales u occitánicos (llamados también, pero nunca propiamente, provenzales).

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El tercer grupo dialectal de Galia, que es el francoprovenzal, no ha creado una lengua literaria.

El provenzal, que es el representante más importante de los dialectos galorromances meridionales, está documentado desde el comienzo como lengua literaria por Lo Poema de Boecis (257 versos decasílabos) que se remonta quizás al siglo X o, más bien, al siglo XI.

Ambas lenguas literarias de Galia tienen dos períodos de florecimiento: uno en la Edad Media y otro en la Edad Moderna. Es decir, cada uno bajo forma de dos lenguas: el francés antiguo y el francés moderno (prácticamente la lengua de París), el provenzal antiguo y el provenzal moderno. Después de la Edad Media, el francés tiene su mayor florecimiento literario en el siglo XVII. El provenzal de Mistral8 tuvo un renacimiento literario muy notable en el siglo pasado, sobre todo con y con el Félibrige; pero este renacimiento no ha tenido consecuencias profundas.

El italiano aparece documentado en sus comienzos con una adivinanza (Indovinello veronese), cuya fecha no conocemos; probablemente es del siglo VIII o IX. El más antiguo documento italiano fechado, la Carta Capuana, data de 960. La literatura italiana empieza en la segunda mitad del siglo XII y se desarrolla luego en la primera del siglo XIII, con la Escuela Siciliana, pero muy pronto el centro literario de la Península se traslada a Toscana (Florencia), que es la cuna del italiano literario y común. El italiano literario (en sus orígenes, el dialecto toscano) se desarrolla notablemente en la segunda mitad del siglo XIII y tiene un período de extraordinario florecimiento en el XIV, con los grandes escritores Dante, Petrarca y Bocaccio.

Los dialectos réticos, que todavía no han producido una lengua literaria única ni una lengua común, están documentados desde el siglo XII, por la versión de un sermón “pseudoagustiniano” (es decir, atribuido a San Agustín), encontrada en el monasterio de Einsiedeln (Schwyz).

El rumano es la última lengua romance por lo que concierne a la fecha de la documentación. El texto más antiguo es el Codicele Voronețean, que se remonta al siglo XV o a los primeros años del siglo XVI y el primer documento fechado es la carta de Neacșu de 1521 (una carta que un noble Neacșu, de Câmpulung, envía a un personaje importante de Brașov, Hans Begner).

Pasando a las lenguas de la península ibérica, el catalán está documentado desde el siglo XIII. El documento más antiguo es una traducción del latín titulada Costums de Catalunya, que se conserva en el museo de Vic. Se trata de una versión catalana del De consuetudinibus

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Cathaloniae de Pere Albert de Barcelona. En el mismo siglo XIII empieza la literatura catalana que llega a su apogeo en el XV con el poeta Ausiàs March (1397–1459).

El portugués está documentado por un acto de división de 1192, que procede del monasterio de Vairão y se conserva actualmente en el Archivo Nacional de Lisboa. En el siglo siguiente empieza la literatura portuguesa con los distintos cancioneros. (De fines del siglo XIII es el Cancioneiro Geral de Alfonso el Sabio). La literatura portuguesa llega a su apogeo en el siglo XVI con Camões.

El español, dentro de esto panorama, se presenta como signo.

Este documentado más tarde que el francés y el italiano, por lo menos seguramente más tarde que el francés. Como lengua literaria llega a su apogeo también más tarde que la italiana, la francesa, la provenzal y la catalana. Los primeros documentos son una serie de glosas que se remontan al siglo X. Son las Glosas de San Millán, que proceden del monasterio de San Millán de Cogolla y se conservan actualmente en la Academia de la Historia de Madrid, y las Glosas de Silos, procedentes del monasterio de Santo Domingo de Silos, que actualmente se conservan en el Museo Británico de Londres. El primer documento español con fecha son los documentos latino-españoles de San Juan de la Peña de 1062 y 1063. Se conservan actualmente en Huesca, en el archivo de la Catedral.

La literatura española empieza, como la italiana, en el siglo XII. El monumento más antiguo es el Poema o Cantar de Mío Cid, que, según los cálculos de R. Menéndez Pidal, ha de haber sido compuesto alrededor de 1140. Del mismo siglo es el Auto de los Reyes Magos. El apogeo de la lengua literaria española (que es en su origen la lengua de Castilla la Vieja, pero desarrollada sucesivamente en Castilla la Nueva) se alcanza mucho más tarde, en el siglo XVI y la primera mitad del XVII.

1.2. Variedades del español actual

Dentro del español propiamente dicho hablado en la Península Ibérica, se distinguen tres grupos dialectales:

a) el grupo asturianoleonés, con características propias bien definidas particularmente en las zonas occidentales de Asturias y León y que en algunos aspectos se acerca al portugués; comprende el asturiano y el leonés, con el mirandés (dialecto de Miranda do Douro, en Portugal);

b) el grupo navarroaragonés, con características propias bien definidas particularmente en el Alto Aragón y que en algunos aspectos se acerca al catalán.

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c) el castellano. Son subdivisiones del castellano los dialectos de Burgos, de Álava, el soriano, el riojano y el andaluz (con el canario). Este último, como también el extremeño meridional y el murciano, se distinguen, entre otras cosas, por conservar formas más antiguas del castellano. También hay que considerar como subdialectos castellanos, a pesar de contener también elementos de otros dialectos, los hablados fuera de España, es decir, el español de América, el judeoespañol y los varios españoles criollos (el “papiamento” de Curazao, el tagaloespañol de las Filipinas).

El extremeño septentrional (prov. de Cáceres) se acerca más al grupo asturianoleonés que al castellano propiamente dicho. El extremeño meridional, como se ha visto, pertenece a los subdialectos meridionales.

El aranés, hablado en el valle de Arán (prov. de Lérida), aun perteneciendo políticamente a España, lingüísticamente pertenece más bien al galorromance y precisamente al grupo dialectal occitánico (gascón).

Por lo que nos interesa en la historia de la lengua, nos ocuparemos en primer lugar del castellano, es decir, del dialecto que dio origen al idioma español literario y común, aun sin ignorar los aspectos más característicos de los demás dialectos.

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2. El latín

Su posición en el dominio indoeuropeo. Principales características de su estructura y líneas esenciales de su evolución.


La historia del español empieza para nosotros en Roma, donde empieza también la historia de los demás idiomas que justamente son un término derivado de Roma, se llaman romances. Este concepto de romance tenemos que aclararlo. El adjetivo romance procede de un adverbio latino de la edad imperial, románico derivado del adjetivo romanicus, que significaba “romanamente”. Este adverbio se asociaba comúnmente al verbo loqui (‘hablar’), pues se oponía comúnmente la expresión romanice loqui (‘hablar romano’) a barbarice loqui (‘hablar “bárbaro”’). En el comienzo nuestro adverbio se refería a la lengua latina hablada y solo más tarde se opuso el hablar romanice al latín literario, por lo cual en la Edad Media romance empezó a significar algo distinto del latín. Se comienza a llamar romance a la lengua latina hablada corrientemente y latín a la lengua literaria y la diferenciación aumenta a medida que pasa el tiempo, por la transformación cada vez más rápida de la lengua hablada, tanto que en determinada época el término romance ya no designa una lengua única y más o menos unitaria, sino varias lenguas, o son las distintas formas adquiridas por el latín hablado en los varios países románicos.

Hemos visto que el adverbio románico se deriva del adjetivo romanicus; este procede a su vez del adjetivo romanus (

En el comienzo se llamaban romani solamente los habitantes de Roma, pero poco a poco romanus empezó a significar súbdito del Imperio Romano. El nombre se afirmó sobre todo en Italia, donde el pueblo no latino prefería ese término, que se refería a la capital, al vocablo latinus, que implicaba un concepto de nacionalidad. Esta situación que el nombre romani logra paso a paso queda consagrada por el Edicto del emperador Caracalla que otorga ciudadanía romana a todos los súbditos del Imperio: “In orbe Romano qui sunt ex constitutione Imperatoris Antonini cives Romani effecti sunt” (Ulpiano).

El nombre de romani se conserva luego hasta la Edad carolingia y hasta la restauración del Imperio Romano de Occidente por Carlomagno. Sobre la base del adjetivo romanus se forma un término nuevo para designar el territorio habitado o dominado por los romanos, según el modelo de Britannia, Gallia, Graecia; así como de galli se forma Gallia y de graeci se forma Graecia, de romani se forma Romania, para indicar todo el Imperio Romano, como dominio opuesto al territorio de los bárbaros. Luego, cuando, en el año 330 d. C., la capital del Imperio

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se traslada a Constantinopla, también los griegos aceptan este nombre, llamándose el Imperio de Oriente, Romanía (con acento griego, en vez de Romania, que es la forma con acentuación latina).

Durante varios siglos, la lengua latina hablada, en vez de llamarse latín (latina lingua), se llama Romana lingua. Solo después de Carlomagno y la división del Imperio entre sus hijos, el nombre de romano pierde su fuerza y se puede decir que en el mundo de occidente solo hay pueblos que se llaman con nombres regionales: no hay más romanos, sino solo franceses, lombardos, catalanes, provenzales, etc. El nombre de romano se conserva solo en algunas pocas regiones del Imperio, como la región del Adriático que se llama hasta hoy Romagna (pero este nombre, a pesar de su acento latino, más bien que coincidir con el latín Romania, reproduce el nombre griego de Romanía dado a esa región en la época gótica, para significar que pertenecía a los romanos, o sea, al Imperio Romano de Oriente). Conservan, además, el nombre los rumanos y su país, Rumanía, y una parte de la población romanizada de Suiza que llama su lengua romauntsch. En todo el resto del territorio romano el nombre desaparece.

2.1. Límites actuales del territorio romance

El territorio “latino”, es decir, habitado por poblaciones de lengua romance, comprende actualmente.


1) la antigua Iberia con exclusión de la zona vascuence.

2) casi toda la antigua Galia, menos la región de los vascos franceses de los Pirineos, la Bretaña, una zona del actual departamento de Estrecho de Calais, alrededor de Dunquerque, donde viven flamencos, y una gran parte de Alsacia y Lorena, donde viven un millón de alemanes (entre las ciudades principales de estas regiones, Metz es francesa y Estrasburgo alemana).

3) en Bélgica el territorio romance comprende la zona llamada Valonia, cuyas ciudades principales son Lieja, Namur y Charleroi. El resto de Bélgica es flamenco. El francés es, sin embargo, una de las dos lenguas nacionales de Bélgica.

4) en Suiza el territorio romance comprende los cantones de lengua francesa, con las ciudades de Ginebra, Lausana, Neuchâtel (y también parte de los cantones de Friburgo y Berna), así como el cantón Ticino (de habla italiana) y algunos valles en la antigua Recia, donde hay poblaciones que hablan retorromance.

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5) en Italia el territorio romance ocupa, prácticamente, todo el país, menos algunas islas alógenas griegas y albanesas en Sicilia, Calabria y Apulia, algunos pueblos de lengua croata en la misma Apulia, el Alto Adigio o Trentino, donde gran parte do la población habla alemán, y gran parte de Istria y de la zona de Trieste, donde viven eslovenos y croatas.

6) en Rumanía el territorio romance ocupa casi todo el país, menos una zona central de Transilvania, habitada por húngaros y alemanes, y algunas otras islas alógenas (húngaras, alemanas, búlgaras, turcas).

7) en la U.R.S.S.9 el territorio romance abarca la mayor parte de la República Moldava, de habla rumana.

8) en la Península Balcánica el territorio romance abarca las varias zonas de habla rumana que se encuentran en Yugoslavia10, Bulgaria, Grecia y Albania (particularmente en Macedonia, donde una parte de la población es constituida por los macedorrumanos, es decir, rumanos de Macedonia).

El territorio romance comprende además las islas de lengua francesa cerca de Normandía, que pertenecen a Inglaterra (Jersey y Guernesey) y también las zonas donde viven judíos españoles (en Constantinopla, Salónica, etc.).

Fuera de Europa, el territorio romance comprende todos los países de lengua española o portuguesa (con excepción de las zonas habitadas exclusivamente por indígenas unilingües), parte de las Filipinas, las colonias españolas y portuguesas, así como las colonias francesas en África y Asia, las islas francesas cerca del Labrador (Saint-Pierre y Miquelón), las Antillas Francesas (en particular la Martinica), la República de Haití y una parte de Canadá, en las zonas de Montreal y Quebec, donde el francés es lengua familiar y de cultura. En cambio, se ha perdido casi por completo la colonización francesa en Estados Unidos que tenía su centro en Baton Rouge (la Luisiana).

El territorio romance actual no corresponde al territorio del antiguo Imperio Romano, del que se han perdido por completo el África del Norte, donde solo más recientemente ha habido una colonización francesa (y también española e italiana), y otras zonas completamente romanizadas en la edad imperial, como el norte de los Balcanes (Yugoslavia y Bulgaria actuales11). De las zonas no completamente romanizadas, se han perdido Britania, Germania y Panonia (actual Hungría). En cambio, la romanidad ha adquirido todo el territorio romance

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fuera de Europa, sobre todo gracias a la colonización española y portuguesa y, en parte, también a la francesa, la cual sufrió un golpe muy duro después de la Guerra de siete años, en la que tuvo que ceder a Inglaterra el Canadá y las Indias.

En el resto del antiguo Imperio, han quedado apenas huellas del latín en el alemán y en el inglés (nombres de localidades que terminan en chester, de castrum, o comunes, como street, que procede del latín strata), como indicios de la perdida romanización. Grecia y el Oriente griego no fueron nunca romanizadas.

2.2. Los latinos y los pueblos de la antigua Italia

La conquista romana salió de una única ciudad: Roma. Si consideramos Italia alrededor del siglo 7 a. C., comprobamos que a 40 kms. al norte y sur de Roma, se hablaban otros idiomas, no latinos. Ese momento representa el punto más bajo de la latinidad, dado que más antiguamente los latinos ocupaban un territorio más vasto. Los latinos pertenecían a un grupo de tribus indoeuropeas que invadieron Italia antes del 1000 a. C., probablemente alrededor del 1300 a. C.

Las lenguas de esas tribus pertenecían al grupo llamado occidental de las lenguas indoeuropeas, es decir, que tenía más afinidad con el griego y el germánico que con las lenguas orientales, como el eslavo o el sánscrito, y dentro del grupo occidental tenía más afinidad con el céltico y sobre todo con los dialectos llamados itálicos.

Al invadir Italia, los latinos —o, mejor, los prelatinos— encontraron en la Península varias poblaciones autóctonas o que habían llegado antes que ellos. Todo el norte y el centro de Italia estaban ocupados por los etruscos, una población no indoeuropea, probablemente procedente del Asia Menor. La actual Liguria, las islas de Córcega, Cerdeña y Sicilia y una parte de la Italia meridional estaban ocupadas por poblaciones mediterráneas preindoeuropeas, quizás autóctonas, por lo menos en parte. Tal vez se encontraran ya en Italia también ciertas poblaciones indoeuropeas, como los vénetos (en el actual Véneto) y poblaciones ilíricas, como los iapigios y mesapios (en la actual Apulia).

Los prelatinos llegados a Italia se extendieron por toda la Península, llegando hasta Sicilia o sobreponiéndose a las poblaciones precedentes, pero en muchas zonas fueron rápidamente absorbidos por estas.

Particularmente en el norte, los prelatinos fueron rápidamente absorbidos por los etruscos y en el sur por las poblaciones mediterráneas.

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Un grupo pequeño de tribus prelatinas subsistió durante algún tiempo en Recia (Alpes). Otro grupo, que encontramos más tarde bajo el nombre de latinos y faliscos, resistió victoriosamente a la presión etrusca en la Italia central, en las orillas del Tíber (la zona que se llamaría más tarde Lacio). Finalmente, un tercer grupo (principalmente los sículos, pero también otras poblaciones, como los ausonios), subsistió durante varios siglos en Lucania, Calabria y, particularmente, Sicilia. Por esto se suele designar a esos prelatinos con el nombre de latino-sículos.

Algunos siglos más tarde, llegan a Italia otros pueblos, también indoeuropeos y parientes de los latinos ya desde la época de la comunidad indoeuropea. Estos pueblos, que son los que se llamarán itálicos, se extienden ellos también por toda la Península y, como los latinos, son absorbidos, en parte, por otros pueblos, pero ocupan sólidamente la Italia central y meridional. En la Italia central (actual Umbría y parte de la región llamada actualmente Las Marcas) encontramos en época histórica a los umbros, y al sur de ellos (Los Abruzos actualmente) a los sabinos y a otras poblaciones sabélicas (marsos, pelignios, marrucinos, vestinos, picenos, etc.), mientras inmediatamente al sur de Roma se encuentra un pueblo más cercano a los umbros que a los sabélicos: los volscos.

En la Italia del sur se establecen otras poblaciones itálicas, las llamadas poblaciones samníticas (oscos, frentanos, irpinos, campanos, etc.). En esta región los itálicos eliminan totalmente la precedente capa latino-sícula. La lengua de las poblaciones samníticas suele llamarse osco.

Estos pueblos itálicos, parientes de los latinos, son muy importantes porque dieron muchos elementos a la lengua latina, y la larga convivencia aumentó más todavía la afinidad de los dialectos latinos con los de estas poblaciones (dialectos osco-umbros), tanto que algunos lingüistas han pensado y piensan todavía que se tratara de poblaciones que habían llegado a Italia contemporáneamente con los latinos, con los cuales habían constituido un único pueblo, y que solo después sus lenguas se habrían diferenciado. Actualmente, sin embargo, parece más probable la tesis que hemos expuesto.

Los dialectos itálicos nos son conocidos imperfectamente: el osco por una serie de inscripciones breves y fragmentarias; el umbro por las famosas Tablas Eugubinas (Tabulae Iguvinae), descubiertas en 1444, en Gubbio (Umbría), que contienen el texto de un ritual sagrado.

Entre las otras poblaciones de la antigua Italia, hay que nombrar en primer término a los etruscos, acerca de cuyo origen se sabe muy poco. Hoy se acepta casi generalmente la tesis de los antiguos, según la cual los etruscos procedían del Asia Menor: en efecto, inscripciones

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parecidas a las etruscas se han encontrado en islas del Egeo. Se trataría, pues, de un pueblo asiánico o anatólico.

Esta tesis se admite hoy por la mayoría de los estudiosos, a pesar de que se le oponen varias objeciones, en primer lugar, la objeción de que los etruscos nunca fueron un pueblo de marineros (en Italia no tenían ningún puerto, si se exceptúa Populonia).

Los etruscos nos han dejado unas 7 000 inscripciones, que van del 500 a. C. a los primeros años del Imperio Romano. Son inscripciones muy breves y, aunque se conoce su alfabeto (derivado del griego) y a pesar de los esfuerzos que se han realizado, quedan en gran parte ininteligibles. (Es interesante observar que, si se conoce la estructura de la lengua, se puede llegar a descifrar un texto cuya escritura se ignora, mientras lo contrario resulta mucho más difícil). El texto más largo del etrusco es el que se llama Libro de Agram o Libro de lino de Zagreb. Es un texto escrito en un lienzo que envolvía una momia encontrada en Egipto y que actualmente se halla en el museo de Zagreb (Yugoslavia12 ). Ese texto ha dado lugar a toda clase de hipótesis e interpretaciones, pero no se puede decir que haya sido descifrado. Hasta que el desciframiento del etrusco —que no deja de progresar, aunque lentamente— no llegue a resultados más amplios y seguros, será difícil establecer con exactitud el influjo de los etruscos sobre la cultura y lengua latinas. Que ese influjo tuvo que ser notable parece fuera de duda. Es probable que los latinos hayan tomado de los etruscos muchas costumbres e instituciones, entre otras el teatro, como lo indicaría la palabra persona (‘máscara’, ‘personaje’) de origen etrusco. Así también, en el alfabeto latino hay que admitir por lo menos influencia etrusca, si se acepta que los latinos no lo tomaron de los etruscos sino directamente de los griegos de Cumas, de los cuales lo habían tomado también aquellos.

Se conoce muy poco acerca de las relaciones políticas y de todo orden de los etruscos con los latinos. Parece que alrededor de 800 a. C. los etruscos empezaron un movimiento de expansión, llegando de Italia central a Cerdeña y Córcega y a la Campania (Italia meridional). Así también, parece que alrededor de 600 a. C. los etruscos se hicieron dueños de Roma. Es probable que los últimos tres reyes legendarios de Roma fueran etruscos, particularmente los dos Tarquinios, cuyo nombre es etrusco. La expansión etrusca en Italia Meridional fue detenida y destruida por los griegos de la Magna Grecia el choque importante fue la batalla de Cumas (474 a. C.). Quedaron de esta manera los etruscos sobre todo en la Italia central, donde su nombre se conserva hasta hoy en el nombre de la región de Toscana.

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De todas maneras, al comienzo de la época histórica encontramos a los etruscos muy cerca de las puertas de Roma, a unos pocos kilómetros al norte de la ciudad.

En la Italia meridional, al sur de las poblaciones samníticas y en parte mezclados con ellas, encontramos al comienzo de la época histórica a los griegos de la Magna Grecia, que ocupan Sicilia, Calabria y parte de Apulia, la actual Lucania y parte de Campania y tienen centros muy importantes como Siracusa, Agrigento, Tarento, Crotona, Nápoles y Cumas. El griego que se hablaba en esas regiones tenía características dóricas y se llegó en la Magna Grecia a la formación de una verdadera koiné dórica. La colonización griega en Italia tiene orígenes muy antiguos: parece que empezó antes del año 1000 a. C. (la ciudad de Cumas había sido fundada en 1035 a. C.).

En la misma Italia meridional, y precisamente en Apulia, se encuentran en época histórica dos poblaciones ilíricas, los ya nombrados iapigios y mesapios, que nos han dejado unas cuantas inscripciones. Parece que también los ilirios tuvieron una difusión más amplia, particularmente en la zona centro-oriental de la Península (Piceno) y ciertas poblaciones ilirias habían llegado hasta Roma.

En la Italia septentrional (Véneto) encontramos en la época histórica a los Vénetos, otra población indoeuropea, que también nos ha dejado cierto número de inscripciones. Algunos estudiosos los consideran ilirios, pero parece más bien que se trata de un grupo autónomo dentro de las poblaciones indoeuropeas (su lengua es centum y no satem, como la de los ilirios). En los Alpes orientales vivían los recios, en los cuales también se ha querido ver una población ilírica: parece casi seguro hoy que se tratara de una población preindoeuropea, tal vez del mismo grupo de los ligures, o, de todos modos, de una población no indoeuropea, quizás pariente de los etruscos.

En Liguria encontramos, en los siglos protohistóricos y en el comienzo de la época histórica, a los ligures, una población mediterránea, quizás en parte indoeuropeizada. Son ligures las inscripciones llamadas leponcias. Otras poblaciones “mediterráneas” se encontraban en las islas, y particularmente en Cerdeña, donde parece que persisten hasta varios siglos d. C..

La Italia prehistórica y de los primeros siglos históricos se nos presenta, pues, como un mosaico de poblaciones y lenguas. Evidentemente, el latín, sobreponiéndose a ellas, no pudo dejar de sufrir su influencia. Por eso encontramos en latín elementos procedentes del substrato no indoeuropeo y de los varios adstratos (particularmente elementos dialectales oscoumbros) que tendrán luego su continuación en las lenguas romances.

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2.3. La conquista latina

En el siglo VI a. C. los latinos se encuentran solo en el Lacio, donde tienen la ciudad de Alba Longa y la nueva ciudad de Roma. En este mismo siglo, Roma unifica a los latinos, es decir, ocupa las demás ciudades latinas, en una época que queda más o menos en la leyenda. En el siglo V a. C. Roma empieza las guerras de conquista contra los pueblos itálicos (umbros y sabélicos), en primer lugar, contra los ecuos y volscos, ocupando la principal ciudad de estos últimos, Veyes. En la segunda mitad del siglo IV. a.C., se desarrollan las guerras samníticas (343–290 a.C.), con las cuales los romanos conquistan Campania y Apulia. En el siglo III a.C. Roma ocupa la Magna Grecia, después de las guerras contra Tarento y Siracusa (ocupación de Sicilia: 241 a.C.). La ocupación de Sicilia no fue, por otra parte, sino un episodio de las guerras contra Cartago, llamadas guerras púnicas (264–241 a. C., 218–201 a. C. y 149–146 a. C.), que terminan con la afirmación del predominio romano en el mundo antiguo: la segunda guerra púnica lleva a los romanos a Iberia y, a pesar de las derrotas que Aníbal inflige a los ejércitos romanos (en particular, Canas, 216), termina con la victoria romana de Zama (202 a. C.); la tercera termina con la destrucción de Cartago y la afirmación de la supremacía romana en África septentrional. Durante las mismas guerras púnicas y en período entre las últimas dos, los romanos ocupan Córcega y Cerdeña, la Italia septentrional, Iliria (167 a. C.) y Grecia (198–146 a. C.).

Por otro lado, las guerras púnicas producen un clima de inestabilidad en Italia: estimulados por las victorias de Aníbal, los pueblos itálicos se unen en una liga y se rebelan contra Roma (216). A pesar de las sucesivas victorias romanas, la total sumisión de los itálicos no se alcanzará sino con la guerra social y la destrucción de los samnitas por Sila (90–89 a. C.). (Durante la segunda guerra contra los itálicos ocurre un hecho muy importante también para la historia lingüística: la extensión de la ciudadanía romana a todos los itálicos que habían quedado fieles a Roma, por medio de la famosa Lex Iulia de civitate).

A fines del siglo III a. C., durante y después de la segunda guerra púnica, los romanos ocupan la Italia septentrional, donde encuentran a otro pueblo indoeuropeo: los celtas. Según Tito Livio, los celtas habían invadido Italia alrededor de 600 a. C., en tiempos de Tarquinio Prisco (616–570 a. C.); según otros autores, dos siglos más tarde. En 390 los celtas (galos) ocupan Roma, pero son rechazados luego hacia el norte de Italia, donde dominan durante casi dos siglos la llamada Galia Cisalpina, cuya conquista empiezan los romanos durante la segunda guerra púnica. En 222 a. C. los romanos ocupan el importante centro celta de Milán (Mediolanum) y en 191 a. C. toda la Galia Cisalpina es romana. El Véneto, aliado de Roma ya

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desde 225 a. C., es ocupado en 181 a. C. y la Liguria en 180 a. C., con lo cual los romanos terminan la ocupación de Italia.

También la ocupación de la península ibérica ocurre durante la segunda guerra púnica. Los romanos empiezan a intervenir en España en 226, como aliados de Sagunto contra los cartagineses. En 218 los romanos desembarcan en Ampurias y doce años más tarde, en 206, Escipión el Africano, con la conquista de Cades, establece oficialmente el dominio romano sobre toda la Península. En realidad, se trata de una conquista del litoral oriental y meridional, que continúa hacia el centro y el occidente de la Península durante casi todo el siglo sucesivo, con una lucha de varios decenios contra los lusitanos y los celtíberos, que culmina con el sitio y la destrucción de Numancia (133 a. C.). La resistencia de los cántabros y astures dura aún más, terminando solo bajo Augusto (24–19 a. C.). De todos modos, la conquista de buena parte de España es casi contemporánea a las últimas conquistas romanas en Italia (es decir, que la romanización de por lo menos ciertas zonas de España es casi contemporánea a la romanización de la Italia septentrional).

Solo más de medio siglo más tarde empieza la conquista de la Galia, con la ocupación de la Galia Narbonense (actual Provenza, nombre que la indica como la “provincia” por excelencia, por ser la primera provincia romana fuera de Italia). Un siglo más tarde, los romanos conquistan toda Galia con las guerras de César (59–51 a. C.) el cual, además, lleva las legiones romanas a Britania.

La expansión romana hacia oriente, empezada en el siglo II a. C., con la conquista de Iliria y Grecia, continúa con la ocupación de otras zonas grecizadas, que los romanos no conquistarán nunca lingüística y culturalmente, y, finalmente, con la conquista de Dacia (actual Rumanía, 105–107 d. C.).

En lo que respecta la romanización de esas regiones, hay que notar que Italia y gran parte de Iberia se terminan de romanizar casi contemporáneamente, a fines del siglo I a. C., mientras que, en otras regiones, como África, la romanización es completa solo en el siglo V d. C..

A pesar de la resistencia que las poblaciones ibéricas opusieron a la conquista romana, la romanización de Iberia fue bastante rápida y muy profunda. En el año 74 d. C., el emperador Vespasiano otorga la ciudadanía romana a los ibéricos y enseguida esas poblaciones empiezan a participar en la vida política y comercial del Imperio, ya como romanos. Son de origen ibérico emperadores como Trajano y Adriano y escritores como Séneca, Marcial, Lucano, Quintiliano y otros.

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La única región ibérica que queda no romanizada, por encontrarse fuera de las grandes vías de comunicación y protegida por las montañas, es la zona vascuence, que se ha romanizado muy poco y que sigue romanizando hasta los últimos tiempos.

2.4. El latín

Encontramos el latín en los primeros tiempos históricos en Roma y sus alrededores, y precisamente en la orilla izquierda del Tíber, en un territorio limitado por el curso inferior del río Aniene, los montes Sabinos y el mar. Del otro lado del Tíber encontramos un dialecto parecido, al latín: el falisco; este dialecto se extiende entre el Tíber y el monte Soratte.

El pueblo que habla el latín sin unidad: se trata de un grupo de tribus, y los antiguos, refiriéndose a ellas, hablan de triginta populi latini, es decir, treinta tribus, unidas vagamente por lazos político-religiosos en una especie de confederación, el centro de Alba Longa.

Lo que desde el comienzo determina el destino del latín es su posición central en Italia, cerca del mar, a orillas del Tíber, y además su posición intermedia entre los dos centros culturales más importantes de la antigua Italia: la Magna Grecia y Etruria. Allí, en el camino entre esas dos regiones, alrededor del puente del Tíber, se fundó Roma, según la leyenda, en el año 753. Un hecho que caracterizará al latín de que desde el comienzo Roma es una ciudad de población mixta: en la nueva ciudad habitan no solo latinos, sino también sabinos y etruscos.

El latín que nosotros conocemos mejor es el latín literario al que encontramos todavía en una fase de formación en los primeros tiempos de la literatura latina, bajo la forma del llamado latín arcaico de escritores como Plauto y Ennio. Este mismo latín es el que sigue desarrollándose como lengua literaria y de cultura, hasta llegar, en los últimos años de la República y los primeros del Imperio, a la forma llamada latín clásico, el latín de Cicerón, Virgilio, Horacio. Sucesivamente, el latín literario entra en una fase de decadencia, en los siglos sucesivos del Imperio, para terminar con el llamado bajo latín medieval.

2.4.1. El latín es una lengua indoeuropea del grupo llamado centum, es decir, del mismo grupo al que pertenecen el céltico, el germánico, el tocario y el hitita. Como lengua indoeuropea, el latín es una lengua marginal y, por tanto, según las normas areales, es de tipo arcaico. Es una

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lengua en gran parte conservadora. Así, por ej., en el campo-fónico conserva los fonemas labiovelares kw, gw, que en varias lenguas romances se conservan hasta la actualidad. También aparece conservador el latín en el vocabulario; es una de las lenguas que conservan mejor el léxico indoeuropeo común. No aparece tan conservador, en cambio, en la morfología, donde encontramos la reducción de los ocho casos indoeuropeos a seis; de los números, de tres a dos, y en la estructura (misma del verbo se sustituye el sistema de aspectos por el sistema temporal).

El latín aparece como una lengua de tipo rústico; sobre todo en sus comienzos, es una lengua pesada, más bien seca y árida. Le falta la expresión llena de imágenes y la agilidad que tiene el griego, esto último por la construcción muy complicada, por la tendencia al período hipotáctico. También es rústico el fondo lexical del latín. Muchas palabras latinas que actualmente son términos doctos tienen origen plebeyo: la palabra egregius, por ejemplo, es una imagen de la vida pastoril: etimológicamente quiere decir “animal que se aleja del rebaño”, y el mismo origen popular se encuentra en muchas palabras latinas. El latín se culturaliza de a poco y se vuelve más flexible, a través de los contactos con las lenguas mediterráneas, con el etrusco y sobre todo con el griego, y también por el mismo proceso cultural romano.

2.4.2. Por lo que concierne a la posición del latín entre las lenguas indoeuropeas occidentales, siguen constituyendo problemas las llamadas unidad italocéltica y unidad itálica, y no problemas de lingüística solamente sino también de prehistoria y arqueología.

La unidad lingüística italocéltica ha sido sostenida por muchos estudiosos en el siglo pasado y en el nuestro sobre todo por Meillet y por Ribezzo, que han señalado las numerosas isoglosas comunes italocélticas. Así, por ejemplo, la tendencia a labializar las consonantes labiovelares, que caracteriza los dialectos célticos de Inglaterra y el oscoumbro. (Pero las áreas periféricas, tanto del itálico como del céltico, es decir, el latín y el irlandés, no manifiestan esta tendencia; y la manifiestan muy limitadamente en los dialectos marginales, conservan formas más antiguas.)

Otra isoglosa es la del genitivo en -I en los temas en -o, es decir, en la llamada segunda declinación (lupus, lupi, desinencia que solo se encuentra en latín y en céltico; el genitivo indoeuropeo era también en este caso en -s, como se conserva en griego. Pero este fenómeno parece secundario, por lo menos en latín; es decir, no sabemos si podemos hacerlo remontar hasta una supuesta unidad italocéltica, porque en las inscripciones faliscas arcaicas se encuentra el genitivo en -sio.

Otra isoglosa es la del futuro en -bo, (bh(w)o), pero aquí también parece tratarse de un fenómeno secundario, porque el latín antiguo, el oscoumbro y el antiguo irlandés presentan el futuro en -so (latín ant. visō, faxōvidebo, faciam).

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Otra isoglosa es la desinencia de medio-pasiva -r (que encontramos en latín en las voces pasiva y deponente); pero esta desinencia no es solo italocéltica sino que es una característica arcaica tanto del latín como del céltico y se encuentra todavía, aunque esporádicamente, también en sánscrito, en tocario y en hitita.

En el estado actual de los estudios, parece que entre los dialectos itálicos y los célticos existe una afinidad por el carácter arcaico y marginal de ambos grupos. Pero las isoglosas indicadas no son suficientes para establecer una unidad lingüística italocéltica y menos aún una unidad étnica.

El problema, se conserva distinto por lo que concierne a la unidad itálica, es decir, a una antigua unidad entre el latino-sículo y el oscoumbro, que presentan toda una serie de caracteres comunes.

En el campo fónico, las principales isoglosas son: transformación de r, l (r, l sonantes) en or, ol, -tl int., kl; conservación de la final, como en iranio e indio (mientras en griego > a; cf. lat. patrem, gr. patéra); tendencia a la espirantización de las aspiradas (por ej., dh > f; ef. gr. thymos, lat. fumus). Otra característica importante es la debilitación de las vocales postónicas, que comprobamos en latín, por ejemplo, en los verbos compuestos con prefijo; el latín arcaico tenía el acento en la sílaba inicial y eso producía la debilitación de la vocal postónica (cf. facio, conficio).

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Más importantes todavía son las isoglosas itálicas en la morfología. Así, por ejemplo, la desinencia -od en el ablativo en los temas en , por ejemplo, lat. antiguo hortōd > lat. clásico hortō, y la extensión de la misma desinencia -d a los temas en -ā (p. ej., aquilād > aquilā); la desinencia del genitivo plural en -asum (que en latín se transforma luego en -arum); el instrumental en -is (eis, -ois), en los temas en -ō y su extensión a los temas en -ā (con función de dativo, ablativo y locativo, además de instrumental); el pronombre interrogativo indefinido kwo, kwl sustituye al relativo indoeuropeo *io, fenómeno que se observa también en otras lenguas indoeuropeas. En la estructura del verbo, es una isoglosa itálica la prevalencia del concepto de tiempo sobre el concepto de aspecto y la construcción de paradigmas paralelos sobre dos temas: uno para el infectum (tema del presente y del futuro) y otro para el perfectum.

También son importantes las isoglosas lexicales. Por ejemplo, un término tan característico como el nombre de la mano, que es distinto en varios de los idiomas indoeuropeos, en latín u oscoumbro es idéntico (lat. manus o man-; cf. también lat. cēna o kersnu o sesna; ārā o āsā; via o víú o via; etc.)

Pero hay también notables diferencias entre los dos grupos. Una de las más importantes es el distinto tratamiento de las labiovelares kw, gw, que en latín se conservan y en oscoumbro

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se labializan (gw > b, kw. > p); cf. lat. quis o pūs. Las aspiradas se pierden en los dos idiomas, pero de distinta manera en oscoumbro las aspiradas internas se vuelven espirantes y en latín se vuelven medias (cf. lat. mediā, oscoum. mefiái). La ā final se vuelve o, u en oscoumbro: p. ej., lat. viā o víú.

Diferencias más notables todavía encontramos en la morfología.

En el nominativo plural de los temas en -ō, el latín tiene la desinencia pi > ī, que se deriva de la declinación pronominal, mientras que en oscoumbro se conserva la desinencia antigua -os, la cual, exactamente al contrario de lo que ocurrió en latín. Se extiende también a los pronombres: p. ej., lat. qui o pūs. En la misma declinación de los temas en -ō, el latín tiene como innovación el genitivo en -ī; el osco-umbro, en cambio, conserva el genitivo en -s (-eis); en los temas en -i, el lat. extiende, en el genitivo, la desinencia de los temas en consonante (-is). En los verbos, una de las diferencias más notables es que el oscoumbro no conoce la forma aorística en -s (cf. lat. mansi) y la forma del antiguo perfecto en -w, que encontramos en latín (cf. amawi / amavi).

Finalmente, hay numerosas diferencias lexicales. Un verbo tan común como velle no es conocido por el oscoumbro, que tiene en cambio el verbo her, concordando con el griego y con el antiguo indio (cf. gr. klaíró a ind. háryati – ‘desea’. Otro término de los más comunes, el nombre del fuego, que es uno de los elementos más primitivos de la civilización, es en umbro pir (cf. gr. pŷr, arm. hur, toc. por, het. pehhur), mientras que en latín es ignis (cf. ant. ind. agni, lit. ugnis, ogīnī). Así también, para el latín civitas, el osco tienen touto, cuyas correspondencias encontramos en lituano y en gótico (lit. tautà, got. thiuda, ‘pueblo’, cf. thiudisk > deutsch; el latín populus en cambio, no tiene correspondiente indoeuropeo y es probablemente de origen mediterráneo).

Frente a estas diferencias se plantea el problema de si las coincidencias antes señaladas, y que son, sin embargo, notables, se deben a unidad genética o secundaria, es decir, de si el latín o el oscoumbro representan diferenciaciones dialectales de una única lengua más antigua o si, en cambio, se trata de dos lenguas distintas unificadas en parte por la influencia recíproca debida a la convivencia en Italia. Los estudiosos franceses sostienen en general la primera tesis; los alemanes la segunda; entre los italianos las opiniones están divididas; algunos, como Devoto y Pisani, sostienen que las diferencias entre latín y oscoumbro son antiguas y las semejanzas son recientes (y esta es la opinión que, según parece, está prevaleciendo); otros, como Pagliaro, sostienen que tal afirmación no es demostrable y que, por lo tanto, se puede considerar el latín y el oscoumbro como dos dialectos de la misma unidad.

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De todas maneras, hay que tener bien diferenciados los dos sistemas cuando se trata de reconocer en latín los elementos no latinos sino itálicos, es decir, oscoumbros, que son bastante numerosos. Algunos dialectos de la zona latina primitiva, como el falisco, aparecen profundamente influidos por el sabino, y el mismo latín propiamente dicho contiene elementos sabinos, es decir, oscoumbros: así, por ejemplo, palabras como lupus (que, si fuera latina debería ser *lucus) o bōs (que tendría que ser *vōs guōs); del mismo modo, la palabra asinus debe ser sabina, porque si fuera latina tendría que ser *arinus, ya que en latín la s intervocálica se vuelve r.

El problema de la llamada unidad itálica queda, pues, abierto, en parte también por el conocimiento insuficiente que tenemos de los antiguos dialectos itálicos. Las inscripciones oscas (en tres alfabetos distintos: el etrusco-campano, el griego y el latino) con solo unas doscientas y cubren más o menos cinco siglos; es decir que contienen una evolución lingüística desconocida del siglo IV a. C. al I d. C.

Un poco mejor se conoce el umbro por las famosas Tablas Eugubinas, ya nombradas. Son siete tablas de bronce y contienen un ritual religioso, están escritas en alfabeto umbro nacional y en alfabeto latino. Pero esas tampoco son de la misma época; las tablas VI y VII, son mucho más recientes que las primeras cinco. Menos todavía conocemos los dialectos de la unidad prelatina, es decir, latino-sícula. El sículo se conoce solo por algunas glosas que se encuentran en autores griegos de Italia meridional, por algunos términos que se encuentran en la comedia siciliana (palabras dichas por personajes campesinos) y por unas pocas inscripciones.

De los ausonios, pueblo del grupo prelatino de Italia meridional, no sabemos casi nada y solo nos damos cuenta que debían pertenecer a esa unidad por algunos topónimos.

De la zona latino-falisca (zona latina propiamente dicha), tampoco sabemos mucho. Del falisco (dialecto de Falesii, que más tarde se llamó Faleriiy es actualmente la ciudad de Civita Castellana, a 40 kms. de Roma), hay algunas inscripciones, pero indican una gran superposición de capas lingüísticas distintas, es decir latinas y no latinas: así, por ejemplo, junto con formas latinas como dueños (bonus), encontramos formas con características osco-umbras, como -pe (-que) o pipafo (bibam). En la inscripción de la Fíbula Prenestina, que data del siglo VI a. C. (MANIOS MED FHEFHAKED NVMASIOI, es decir, Manius me fecit Numerio, Manio me hizo para Numerio) una forma es latina (med), dos presentan características oscoumbras (fhefhaked, Numasioi) y una (Manios) puede ser tanto latina como oscoumbra.

Los documentos del latín de Roma son relativamente recientes y pobres. Una de las inscripciones más antiguas es la que se llama La Lapis niger, del Foro romano, pero aparece

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muy mutilada y por eso resulta incomprensible. Lo mismo podemos decir de la inscripción llamada del vaso de Dueno y de la de Tíbur (Tivoli).

Otros documentos latinos antiguos, como la Ley de las XII Tablas, el Carmen Saliare y el Carmen Fratrum Arvalium, nos son conocidos indirectamente, es decir, en redacciones más recientes. Lo mismo se puede decir de un breve carmen en prosa rítmica que se encuentra incluido en la obra De agri cultura de Catón. Más importantes, pero ya más recientes, son los documentos llamados Los Scipionum Elogia (inscripciones fúnebres de los Escipiones) que constituyen el más antiguo documento fechado del latín, pues datan del año 273 a. C. Otros documentos importantes son el Spoletino Lex, la inscripción de Luceria y las obras de los escritores más antiguos como Ennio, Livio Andrónico, Plauto.

Se puede decir que tenemos documentado el latín ya casi exclusivamente como lengua común; de sus formas dialectales tenemos muy poco.

pesar de esto, no se debe confundir este latín común con el latín clásico o literario, fijado en formas más o menos rígidas. El latín común, lengua móvil como toda lengua hablada, sufrió una evolución bastante notable de la época arcaica a la época clásica, evolución que se revela en las inscripciones o puede deducirse con la ayuda de la gramática histórica y de la gramática comparada:

a) El acentoA. El acento libre indoeuropeo se fija en la primera sílaba en una época muy antigua, probablemente por influencia del etrusco, y más tarde cambia nuevamente pasando a la penúltima o a la antepenúltima sílaba según la cantidad (larga o breve) de la penúltima.

b) Las vocales. La e breve acentuada (ě), delante de determinadas consonantes, se vuelve i; cf. las parejas decetdignus, leselignum.

La e breve (ě) delante de l seguida por a, o, e, u se vuelve ǒ (cf. velle, pres. ind. volo). La o breve (ǒ) delante de l más consonante se vuelve u (cf. stolidusstultus, volovult, vultis).

Durante casi toda la época de la República se siguió escribiendo o, por ejemplo, volpes, volgus, voltar, mientras ya se pronunciaba u.

c) Los diptongos. En el siglo II a. C. el diptongo ei se transformó en i ( deico > dico , inceido > incido ). En los comienzos del mismo siglo ai > ae ( quairo > quaero , Romai > Romae ) y luego, muy pronto, ae dio a ( a abierta). Varrón dice que en su tiempo los campesinos pronunciaban edus en lugar de haedus .

También en los comienzos del siglo II a. C., el diptongo oi se vuelve e y luego u: en las inscripciones más antiguas encontramos oinos; en Plauto, oenus, y finalmente, en lat. clásico unus; del mismo modo commoinis > communis, Poeni > Puni.

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A fines del siglo III a. C., el diptongo ou se vuelve ū (loucos > lūcus, louna > luna, noutrix > nūtrix). En el mismo siglo, el diptongo au se vuelve o, pero no generalmente, pues en la escritura se mantiene au (recuérdese la anécdota de Suetonio acerca del emperador Vespasiano que pronunciaba plostra en lugar de plaustra). En el mismo siglo, la ŏ atona se vuelve u, aun conservándose como o en la escritura hasta la época imperial: filios, virom, opos, dederont por filius, virum, opus, dederunt (y Augusto, con intención arcaizante, hasta pronunciaba domos en lugar de domus).

En los compuestos, las vocales postónicas se debilitan (y recuérdese que en lat. arcaico el acento estaba en la primera sílaba) cf. legocolligo, cadocecidi, locuillico, statusinstituo, factusinfectus, effectus, perfectus, aptusineptus, armainermis, habeoprohibeo, etc.

d) Las consonantes. En el siglo I a. C., muchas veces b se confunde con v (en las inscripciones se encuentra, por ejemplo, incomparavilis en lugar de incomparabilis y, por hipercorrectismo, beni, bixi en lugar de veni, vixi). Ya en lat. arcaico dw > b (duenos > bonus).

La d final precedida por vocal larga (por ejemplo, la d del ablativo) se pierde en los comienzos del siglo II: meritōd > meritō, praidād > prāeda, magistratūd > magistratū, datōd > datō, suntōd > suntō, etc. (Quintiliano desde un punto de vista, evidentemente, antihistórico, dice que, en estos casos, los antiguos “agregaban” una d).

La s intervocálica se vuelve r (Varrón cita forma más antiguas como foedesum, plusina, meliosem, asenam por las clásicas foederum, plurima, meliorem, arenam, y Cicerón informa que el dictador Lucio Papirio Cursor, 339 a. C., cambió su nombre de Papisius en Papirius; cf. también en la declinación: flos, floris, rus, ruris). Por analogía con los demás casos, la r se extiende al nominativo, sustituyendo la s final, por lo cual tenemos labor, arbor en lugar de labos, arbos. Las excepciones a esta ley fonética o no son palabras latinas, como, por ejemplo, pausa o basis (griegas), gaesum (céltica), asinus (¿sabina?), o tenían doble s, como caussa, cassus (causa, casus).

El sonido h desaparece en el siglo I a. C. La s final cae en el latín arcaico si precede vocal breve y sigue consonante; el latín clásico la restaura en todas las posiciones, por lo menos en la escritura.

La m final también cae ya en época arcaica. En las inscripciones antiguas encontramos oino en lugar de oinom, duonoro por duonorem. En latín clásico se restaura la m en la escritura pero en la pronunciación popular sigue la omisión. Aún en la pronunciación culta, la m final era apenas nasalización de la vocal precedente y no se pronunciaba más como fonema

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independiente; Quintiliano observa que no se elide, sino que “obscuratur et tantum in hoc aliqua inter duas vocales velut nota est, ne ipse coeant”.

Comprobamos, por consiguiente, que el latín es una lengua móvil, que evoluciona bastante rápidamente en los siglos anteriores a su fijación como lengua literaria, en parte también por influjos itálicos y griegos. Obsérvese que los primeros escritores latinos, cuando no son griegos, como Livio Andrónico, son oscos, como Ennio, Pacuvio, Lucilio.

La tradición literaria del latín clásico se formó por influencia griega y solo en los últimos años de la República se fijó la ortografía con un criterio de uniformidad morfológica, por el cual las formas mantienen siempre la misma grafía, a pesar de las variaciones en la pronunciación debidas a la fonética sintáctica (cf. el caso de la s final). Pero durante dos siglos, más o menos, las inscripciones presentan formas dialectales, donde sorprendemos un latín vivo, un latín en evolución; y podemos comprobar en ellas fenómenos que encontraremos luego en las lenguas romances, como el español, y que, en cambio, no se encuentran en latín literario.

2.4.3. Al hacer la gramática histórica de las lenguas, se estudian particularmente aquellos elementos que se encuentran en la primera fase estudiada y se conservan hasta la última. Pero esto no nos da elementos suficientes para construir un cuadro completo de una lengua, en nuestro caso el latín, porque, como en español, así también en latín han confluido elementos de distinto origen: palabras indoeuropeas heredadas, préstamos del substrato y del adstrato, derivaciones, composiciones y creaciones latinas.

De manera que, para seguir una serie de palabras —como las que constituyen el fondo latino del español— hasta su origen lejano, tenemos que llegar en algunos casos al indoeuropeo y en otros, hasta las lenguas de las cuales el latín pudo haber tomado palabras, o hasta la derivación o composición latina que dio origen a otras. Con esto indicamos también y separamos aquella parte del patrimonio lingüístico español que lo relaciona no solo con los demás idiomas romances sino también con los demás idiomas indoeuropeos.

Así como en español el fondo principal es latino, en latín el fondo principal es indoeuropeo, es decir que es patrimonio común de las lenguas indoeuropeas. En tal patrimonio común, Meillet distingue dos categorías de palabras:

a) palabras aristocráticas, pertenecientes a la aristocracia conquistadora que constituía el núcleo principal indoeuropeo; y

b) palabras populares.

Esta distinción quizá no sea tan terminante, sin embargo, puede adoptarse para una buena clasificación didáctica. Pertenecen al vocabulario de esa aristocracia los términos que se refieren a los animales, a la vida religiosa, a las relaciones familiares y en muchos casos su

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carácter aristocrático resulta evidente por tener dichos términos un valor abstracto, religioso, social y no afectivo. Así, por ejemplo, palabras como bos, ovis, sus, que indican al mismo tiempo al macho y a la hembra de los respectivos animales, no son, evidentemente, palabras populares, de quienes los crían y distinguen necesariamente su sexo. Una palabra como pater tampoco es de origen popular, puesto que tiene un sentido religioso y social (cf. Juppiter deus + pater; o el término patres que designa a los senadores, con un sentido religioso y político).

Pertenecen a esta categoría:

a) palabras que se refieren a la vida psíquica y física como: genus, nosco, esse, vivere, memini, videre, etc.

b) palabras que designan partes del cuerpo: os (‘boca’), dens (‘dientes’), pedes (‘pies’), cruor (‘sangre’), genu (‘rodilla’), cerebrum (‘seso’);

c) palabras que se refieren a la familia y habitación: mater, socer, pater, domus, frater, vicus (‘pueblo’);

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d) nombres de animales: equus, pecu, ovis, ursus;

e) palabras que se refieren a alimentación y vestuario: vestis, uro (‘freír’), edo (‘comer’), bibo, coquo (‘cocer’), lana, lingo.

f) términos que designan fenómenos de la naturaleza: lux (y sus derivados, lumen, luna), ventus, dies, hiems (‘invierno’), nix (‘nieve’), mensis;

g) los numerales de 2 a 10 y el numeral 100;

h) adjetivos: salvus, novus, medius, mollis (‘blando’), dexter;

i) pronombres como ego, tu, nos;

j) verbos fundamentales como: eo (‘ir’), venio (‘venir’), fero (‘llevar’), veho (‘llevar en un vehículo’), do (‘dar’), tego (‘cubrir’), sedeo (‘estar sentado’), sto (‘estar de pie’), orior (‘nacer’, ‘surgir’), linquo (‘dejar’), mulgeo, rumpo (‘romper’), texeo (‘tejer’), verto, sterno, scindo, etc.

La cepa popular se reconoce por el carácter técnico y afectivo que tienen las palabras que la integran. Así, en el caso de los animales, por ejemplo, se distingue el sexo (palabras técnicas). Así, también mientras pater y mater son términos aristocráticos, amma y atta (términos afectivos) son populares. Las palabras populares se reconocen además por su forma, por tres características: a) contienen consonantes dobles; b) contienen consonantes sordas aspiradas; c) contienen la vocal a breve en la raíz sin las alternancias que se registran en las palabras aristocráticas.

Por ejemplo, amma, atta, mamma, acca (‘madre’), pappa (‘alimento’), etc.pertenecen a esta capa popular palabras como bucca, guttur (‘garganta’), bracchium (‘brazo’), flaccus gibbus

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(‘joroba’), broccus, siccus (‘seco’), vacca, gallus, pullus, gluttio, battuo (‘pegar’), ago (‘hacer’), augeo, aevum, acies (‘ejército’, pero en su origen significaba ‘punta de la flecha’), puer, virus, cor, socius, obscurus, caecus (‘ciego’), balbus (‘tartamudo’), calvus, claudus (‘claudicante’), ager, sal, animus.

También son populares palabras de origen onomatopéyico o que contienen consonantes geminadas como cornix, grundio, murmur (‘murmullo’), garrio, ululo (‘aullar’), cella, follis (‘vejiga’), nassus (nasus), o las ya vistas amma, atta, siccus, etc.

Después de esta capa indoeuropea común, hay una segunda categoría de palabras también heredadas por el latín, pero que no son indoeuropeas comunes, sino que se encuentran solo en las lenguas indoeuropeas periféricas. Algunas pertenecen al latín y al sánscrito. Otras pertenecen al latín, al germánico y al lituano, como verbum, putare ‘considerar’, que en su origen significaba ‘cortar’, aqua, annus. Y otras pertenecen al latín y al griego, como lac (‘leche’), heres (‘heredero’), lego (‘escoger’, ‘leer’), fido (‘confiar’). Una tercera serie está constituida por los elementos occidentales, es decir, que son indoeuropeas, pero se encuentran solo en las lenguas occidentales, como el latín, el céltico, el germánico, el báltico y el eslavo, mientras no se encuentran en las lenguas orientales, como el griego. Entre ellas podemos citar: velle (‘querer’), vincere (‘vencer’), ferire (‘herir’), emere (‘comprar’), secare (‘cortar’), hostis (‘enemigo’), civis, sepes, vastus, faba (‘haba’), granum, rota (‘rueda’), vates (‘poeta’, ‘profeta’), caper (‘chivo’), quarcus (‘encina’), nux (‘nuez’), flos (‘flor’), piscis (‘pez’).

Algunos de estos elementos occidentales solo pertenecen al latín y al céltico, por ejemplo, alo (‘alimentar’), cano (‘cantar’), habeo, pectus (‘pecho’), saeculum (‘siglo’).

Finalmente, una cuarta categoría contiene palabras que son indoeuropeas sin localización geográfica precisa, como capio (‘tomar’, ‘asir’), fruor (‘gozar’), traho (‘traer’), frango (‘quebrar’), cado (‘caer’), lentus, serius (‘serio’), glaber (‘lampiño’, ‘sin pelo’), saxum (‘piedra’), hordeum (‘cebada’), haedus.

Estas palabras y otras se pueden seguir hasta sus orígenes indoeuropeos.

La segunda categoría de palabras latinas es la constituida mediante ampliaciones y derivaciones en latín: por consiguiente, tienen raíz indoeuropea pero no tendrán correspondencia en otras lenguas indoeuropeas. Así, de aveo (‘desear ardientemente’) se derivan, por un lado, avarus, avaritia, y, por otro, avidus (‘codicioso’), audeo (‘osar’), audax (‘audaz’); de capio (‘asir’), se derivan capesso (‘tratar de asir’) y capto (‘cazar’) y de este captivus (‘cautivo’); de speclo (‘mirar’), se derivan spectare, y de este spectatio, spectator, spectaculum, de opio se deriva optare.

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Muy difundidos son los iterativos y frecuentativos con la desinencia -tare, -itare (p. ej., cano - cantare).

Muy comunes son los diminutivos, formados con varios sufijos: -ulus (parvus - parvulus, porcus - porculus), -illus, -villa (ancilla); -illulus, -illula (ancillula), -iculus, -icula, (auricula, navicula), -icellus (avicellus), -ellus (porcellus), algunos de ellos mucho más difundidos todavía en el latín hablado que el latín literario. También es corriente la derivación de adjetivos; nombres abstractos, nombres de agente etc. mediante sufijos como: -bundus (tremobundus, moribundus), -monia (aegrimonia, acrimonia), -ities, -itia (pigrities, pigritia; avarities, avaritia), -tura (praefactura, mercatura, scriptura), -tor (imperator, viator), etc.

También es frecuente la derivación mediante prefijos, sobre todo en los verbos: cf. linguere, relinquere, derelinquere.

Dentro de la ampliación y derivación hay que considerar, además, las palabras surgidas por cruzamientos y contaminaciones (por ejemplo, grevis al lado de gravis, por contaminación con levis; grassus al lado de crassus por contaminación con grossus; sinexter al lado de sinister, según el modelo de dexter) y, como ampliación semántica, los eufemismos, como obire (enfrentarenfrentar la muerte, morir) scaevus (por laevus, “izquierdo”), etc.

La composición, en cambio, tiene poca entidad en latín y, en general, los compuestos latinos aparecen perfectamente soldados, no reconociéndose inmediatamente como tales. Así, por ej., es difícil reconocer los elementos que componen una palabra como mediocris (medius + ocris, vcerro), y más difícil todavía es reconocer al “que produce poco” en pauper o al “que toma la primera parte” (*primo-caps, de capio, capere) en princeps, o los elementos bene y vigno en benignus. En el lenguaje popular se encuentran otros compuestos, como furcifer, angiportus, y también en la lengua literaria, sobre todo por influencia griega (así, por ejemplo, magnanimus es una simple traducción, un simple “calco” de la correspondiente palabra griega). Pero, en general, esas palabras compuestas pertenecen más bien al estilo que al sistema de la lengua, y, bajo ese aspecto, las lenguas romances conservan bien el carácter del latín, evitando, en general, la composición.

Una categoría particular de palabras nuevas en latín (con respecto al indoeuropeo) es la constituida por las neoformaciones latinas sobre la base de onomatopeyas, de palabras imitativas. Así, por ejemplo, de la onomatopeya, que imita la voz de la oveja (be, ble), se forma el verbo belare o balare; de la que imita la voz de la vaca (mu), el verbo mugire; de la que imita el relincho del caballo (hi) el verbo hinnire, etc. Pertenecen a esta categoría nombres de instrumentos musicales como bucina; nombres de animales como bubo ‘búho’ (y el verbo bubilare), cuculus (y el verbo cuculare), cornix, corvus, coturnix; y otros sustantivos como

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clangor (kl-) o crimen (kr-, *krik-); adjetivos, como balbus (y el verbo balbutire); verbos, como cucurrio, -ire; blatero, -are; ululare (con el derivado ululatus); quareror, queror (que) y otros derivados de interjecciones come aiulare (ei), etc.

También hay que considerar como neoformaciones las palabras que proceden del lenguaje de los niños, como mamma, pappa (‘alimento’), lallo (‘cantar una canción de cuna’), bua (‘bebida’), etc.

Finalmente, una categoría muy importante, porque refleja de cierta manera la historia de la lengua latina, o, por lo menos la historia de los contactos culturales con otros idiomas del latín es la categoría de los préstamos.

Los préstamos se reconocen por no tener características indoeuropeas (si se trata de palabras tomadas de lenguas no indoeuropeas), o por no tener correspondencia regular en otras lenguas indoeuropeas, o por no tener en latín un aspecto fónico normal (de acuerdo con la historia del sistema fonológico latino). En el caso de las palabras tomadas de idiomas neoindoeuropeos, encontramos que ellas tienen a veces correspondientes, y hasta muy semejantes, en griego, pero que entre las formas latinas y las griegas no se dan las correspondencias fónicas normales en las palabras heredadas: deducimos de tal irregularidad que se trata de vocablos que tanto el latín como al griego han tomado del mismo idioma no indoeuropeo o de dos idiomas no indoeuropeos pero parientes entre ellos. Naturalmente, se registran en latín también préstamos de idiomas indoeuropeos (griegos, itálicos, etc.), pero estos no tienen el aspecto que tendrían que tener si pertenecieran al fondo indoeuropeo del latín, a la categoría de las palabras heredadas.

Dentro de los préstamos, distinguimos varias categorías:

1) mediterráneos. Se consideran bajo este rótulo, un poco vago, las palabras que se supone que el latín haya tomado de las lenguas preindoeuropeas a las que se sobrepuso al llegar a Italia, o con las que estuvo en contacto durante varios siglos, antes de absorberlas y eliminarlas, con la expansión romana. Es decir que son las llamadas palabras de “substrato”. Acerca de tales palabras existen la misma inseguridad y el mismo desacuerdo entre los estudiosos que existen acerca del concepto mismo de “substrato” y de la importancia que hay que atribuirle.

Algunas de ellas se relacionan con topónimos que son seguramente, o se consideran, prelatinos (es sabido que justamente sobre la base de la toponimia, o, por lo menos, sobre todo con la ayuda de la toponimia, se ha reconstruido por una serie de estudiosos, particularmente italianos, todo un “continente lingüístico mediterráneo”, preindoeuropeo, con isoglosas que abarcan, según los casos, toda la Europa meridional, de Grecia a Iberia, o también el Asia

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Menor, o solo el Mediterráneo occidental, etc.), o presentan sufijos que se consideran prelatinos y se encuentran también en dichos topónimos (como -arro, -arra, -issos, -issa, -ntos, -sko, etc.) Y, a veces, como se ha dicho, formas paralelas (pero con correspondencia fonética casi siempre irregular) se encuentran también en griego. En algunos casos, como por ejemplo, el caso de la palabra lepus, se intenta una precisión mayor, afirmándose que se trata de un elemento ligur; otras veces debemos conformarnos con el rótulo genérico de “mediterráneo” o “preindoeuropeo”. A veces, sobre todo si la palabra no tiene su correspondiente en griego, sería, quizás, preferible emplear el término “preindoeuropeo” o, simplemente, “no indoeuropeo”, en lugar de “mediterráneo”, pues podría tratarse de elementos no indoeuropeos pero tampoco mediterráneos, es decir, de elementos que el latín tomó; de lenguas no indoeuropeas con que pudo haber estado en contacto después de haberse separado de la unidad indoeuropea, pero antes de haber llegado a la cuenca del Mediterráneo. Y algunas de ellas podrían hasta ser anteriores a dicha separación, es decir, que podrían haber entrado en latín mientras este era, todavía nada más que un dialecto dentro de la comunidad lingüística indoeuropea).

Pertenecen a esta categoría palabras como: rosa, cupressus, vinum, ficus, laurus, lilium, palabras con desinencia -ax, -ix, -ex (limax, larix) palabras con vocalismo radical: au (laus, causa, fraus); palabras con o inicial (opto, opinor, oro y opacus) o con f inicial (febris, fenestra, feles, ferrum, furca); y se le atribuyen también varios otros vocablos sin etimología indoeuropea, como populus (que según algunos sería etrusco, o, por lo menos, un elemento “mediterráneo” entrado en latín a través del etrusco) orbis, locus, focus, caelum, mundus, mulier, loquor, gemo, parco, etc.

Otros elementos “mediterráneos”, que no entraron en el latín clásico (o no encontramos documentados en el latín clásico), penetraron en el latín hablado en las provincias y se conservaron luego en las respectivas lenguas romances. Así, por ejemplo, serían elementos prelatinos del latín de España, palabras como balsa, arrugia (> arroyo), paramus, etc.

2) etruscos. De la lengua no indoeuropea de los etruscos (y que probablemente procedía del Asia Menor), los latinos tomaron un número de vocablos realmente muy exiguo, sobre todo si se considera el gran prestigio que el pueblo etrusco tuvo, por su cultura y civilización, en la antigua Italia y la influencia que ese pueblo ejerció sobre la civilización, las instituciones, las costumbres y el arte de los romanos. Puede ser que la gran diferencia estructural entre los dos sistemas lingüísticos haya impedido un intercambio idiomático más amplio, como también que varios de los elementos a los que se atribuye otro origen o que se dicen de origen desconocido sean en realidad etruscos; pero, con todo, el número de los “etrusquismos” en latín quedaría muy limitado con respecto al influjo cultural que los etruscos ejercieron sobre los latinos

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(influjo visibles, por ejemplo, en la gran cantidad de nombres de personas de origen etrusco). Las pocas palabras latinas que se consideran como préstamos del etrusco son casi todas términos técnicos que se refieren al teatro, a la música, al comercio, etc. He aquí las más seguras de ellas: histrio, subulo, spurius, lanista, mantisa, taberna, balteus, persona (esta última era, en etrusco, de origen griego).

3) griegos. Los grecismos del latín son muy numerosos, sobre todo después del siglo III a. C., dado el enorme influjo que la cultura griega ejerció durante varios siglos sobre la cultura latina. Pero algunos elementos griegos aparecen muy antiguos y se hacen remontar a los primeros contactos que los dos pueblos tuvieron en la Magna Grecia. Se trata, en general, de palabras técnicas, nombres de plantas y productos, términos que se refieren a la navegación, al comercio, al arte. Así, por ejemplo, cotoneum, coleum, gubernare, sporta, ancora, camara, prora, remulcum, averta, patina, purpura, ampulla, balineum, theatrum, machina, etc.

De estos y de otras categorías de grecismos más recientes en latín volveremos a hablar más detenidamente cuando tratemos de los numerosos vocablos griegos entrados en el “latín vulgar”, sobre todo debido al cristianismo, y del elemento griego en español.

4) itálicos. La larga convivencia entre el latín y los dialectos itálicos hizo que en la lengua de Roma penetraran varios elementos “oscoumbros”. Se reconocen esos elementos, aun cuando se trate de palabras indoeuropeas, por presentar ellos un aspecto fónico, justamente, normal en los dialectos itálicos, pero anormal en latín. Así, por ejemplo: bos (si fuera una palabra latina primitiva, debería ser *vos gwos), lupus (lat. *lucus luquos), bubo, hirpex – ‘rastra’ (cf. sabino hirpus ‘lobo’, correspondiente a lat. hircus – ‘chivo’) del mismo modo, asinus debe ser sabino por no presentar el rotacismo de la s intervocálica (en lat. debería ser arinus). En varios casos, encontramos en latín dos formas paralelas: la latina legítima y la tomada de un dialecto itálico; así, por ejemplo: haedus (lat.) y ēdus (itál.), hordeum (lat.) y fordeum (itál.), holus y folus, bubulcus y bufulcus, etc.

5) célticos Son los préstamos más recientes y, en general, son palabras técnicas que se refieren al vestuario y a aspectos de civilización que constituían especialidad de los celtas, como la fabricación de los carros y la carpintería en general. Así, por ej., son celtismos: bragae, camisia, carrus, raeda, carpentum. También de los celtismos volveremos a hablar al tratar del elemento céltico en español.

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3. El latín “vulgar”

Exposición y crítica del concepto. El latín, lengua común del Imperio Romano. Diferenciaciones culturales y regionales. El latín hablado de la época Imperial.


Se dice a menudo que las lenguas romances no proceden del “latín” sino del “latín vulgar” o “latín popular”. Parecería que se opusiere con esto a la lengua latina, al latín sin adjetivos, otra lengua distinta y más o menos netamente separada de aquella. En efecto, los romanistas del siglo pasado imaginaron un latín vulgar concebido de esa manera, es decir, como “otra lengua” hablada en la República y en el Imperio Romano, una “lengua del pueblo”, opuesta a la lengua de las clases cultas, es decir, al latín de la literatura, al latín de los autores. Se basaban dichos estudiosos en toda una serie de hechos:

  • en una serie de palabras que son evidentemente latinas y que se corresponden en todas las lenguas romances o, por lo menos, en algunas de ellas, pero que no se encuentran en el latín de la literatura.
  • en el hecho de que entre los mismos autores latinos hay varios que oponen al latín culto o literario (sermo urbanus) un latín más libre, más familiar (sermo cotidianus) o más popular (sermo plebeius, sermo vulgaris) o dialectal, regional (sermo rusticus);
  • en palabras y formas no clásicas que se encuentran en escritores anteriores a la época clásica (por ejemplo, en Plauto), en las inscripciones, en varios escritos de carácter popular y hasta en escritos de menor empeño (por ejemplo, cartas familiares) de autores clásicos como Cicerón.
  • El primero que delimitó científicamente el concepto de latín vulgar fue el fundador de la moderna gramática comparada romance, el gran romanista alemán Federico Diez. Diez, autor de la primera gramática comparada (1835) y del primer Diccionario etimológico de las lenguas románicas, derivaba, en efecto, las lenguas romances de lo que él llamaba Volkslatein (‘latín popular’, ‘latín del pueblo’) y que identificaba con la lengua hablada en la época imperial por las legiones, los comerciantes, los colonos, los funcionarios; una lengua distinta del latín clásico en la fonética, en la morfología, en la sintaxis y en el vocabulario.

    En realidad, al establecer dicho concepto, Diez no hacía sino consagrar una tradición que procedía desde la Edad Media y que oponía al latín (es decir, al latín literario de la época clásica) el habla vulgar (romance), considerada como corrupción del latín clásico o, también, como la antigua base del mismo. Y tal tradición medieval procedía, a su vez, de una tradición más

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    antigua que arrancaba ya desde el siglo IV d. C., cuando por primera vez se hizo clara y neta la distinción entre latine y vulgo, entre el latín literario y el latín corriente. Contribuyó a fortalecer el concepto de “latín vulgar” el romanticismo, con la tendencia a considerar más legítimo, más genuino y más significativo lo “popular” (y no solo en la lingüística), tanto que se llegó a considerar el “latín vulgar” como el “verdadero latín”, “todo el latín”, el latín sin adjetivos (cf. p. ej., Orígenes neolatinos de Savj-Lopez13 ), opuesto al latín más o menos “artificial” de la literatura. Las lenguas romances procederían pues de ese latín sin adjetivos que tendría una individualidad distinta de la del latín clásico.

    Eso es, naturalmente, indudable. Solo que al considerarse el “latín vulgar” como otra lengua se pensó en una lengua más o menos homogénea, una lengua unitaria, hablada de manera más o menos idéntica en las varias provincias del Imperio y a cuyas formas podrían reconducirse las formas de las lenguas romances. Contribuyó a dar a ese “latín vulgar” una individualidad concreta la gran obra de Hugo Schuchardt, Der Vokalismus des Vulgärleateins (‘El vocalismo del latín vulgar’, 1866-1869), a pesar de las sugerencias en contra que pueden encontrarse en la misma. Era esa la época en la que dominaban la gramática comparada (indoeuropea) la idea del “árbol genealógico” de Schleicher y la reconstrucción de las llamadas Ursprachen (lenguas primitivas u originales), reconstrucción que, a pesar de la aparente y proclamada oposición a Schleicher, continuó con igual vigor en la época neogramática. Justamente como una especie de Ursprache de las lenguas romances fue considerado el “latín vulgar” y el gran maestro de la lingüística románica, Wilhelm Meyer-Lübke (cuyos diccionario etimológico y gramática han sustituido las correspondientes obras de Diez y quedan hasta la actualidad las obras fundamentales de esa disciplina) emprendió, en su Einführung in die romanische Sprachwissenschaft (‘Introducción a la lingüística románica’; hay traducción española, por Américo Castro, de la primera y de la tercera edición alemanas), la tarea de “reconstruirlo”, basándose en las lenguas romances, consideradas precisamente, como fases actuales del “latín vulgar”. De todos modos, se siguió pensando en una lengua más o menos homogénea, considerando que, por lo menos durante cierto tiempo, el continuo intercambio entre las provincias debió asegurar cierta unidad a la lengua hablada en todo el territorio romanizado del Imperio.

    Ese concepto que, en su esencia, es todavía el de Diez, es el que constituye la razón y la base de nuestros manuales de “latín vulgar”, como An Introduction to Vulgar Latin de C. H. Gradgent (hay traducción española: Introducción al estudio del latín vulgar, Madrid, 1929) y

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    hasta el más reciente Avviamento allo studio del latino volgare de Carlo Battisti (Bari, 1949) que, justamente, define el latín vulgar como el latín hablado por las clases medias en la época imperial.

    Un concepto distinto, casi de un grado intermedio entre el latín clásico o literario y del latín vulgar o del pueblo, es el que se delinea en la Lateinische Umgangssprache de J. B. Hofmann, el cual opone a lengua docta o escrita la “lengua de la conversación diaria”, la lengua oral o corrientemente hablado, distinguiendo de esa manera un “latín corriente”, lengua del uso diario, análogo al italiano corriente (Italienische Umgangssprache) estudiado y descrito por Spitzer o al español corriente (Spanische Umgangssprache) estudiado por Werner Beinhauer: en ese caso, más bien que de “lenguas” distintas regional o socialmente se trata de estilos, de “lenguas” diferenciadas estilísticamente (particularmente por el grado de expresividad o afectividad), de “lenguas-estilo” (Stillsprache).

    Otro concepto distinto es el que aparece en el ensayo de K. Vossler14, Neue Denkformen im Vulgärlatein (‘Nuevas formas de pensar en el latín vulgar’), en el cual se opone al latín clásico literario un latín vulgar distinto no solo cronológicamente y socialmente sino también íntimamente, por la distinta visión del mundo y el distinto espíritu que en él se expresan.

    Estos y otros estudios han contribuido a modificar, ampliar y volver menos rígido el concepto de “latín vulgar”, al mismo tiempo que los adelantos teóricos de la lingüística general (debidos, en buena parte a la misma lingüística romance) llevaban a una profunda modificación del concepto de lengua y a nuevas concepciones acerca de la reconstrucción y de la continuidad histórica de una lengua.

    En primer lugar, la “lengua” no se considera más hoy como algo concretamente objetivo, casi como un organismo con vida propia que existiera fuera de los hablantes e independientemente de su actividad lingüística. El lenguaje es creación individual, es continuo movimiento, y su única realidad concreta es la de los actos lingüísticos individuales, sobre cuya base, justamente, se estructura como abstracción, como “sistema de isoglosas” (cf. Pisani, el concepto de lengua). Los límites de una “lengua” glotológicamente constituida, de un sistema de isoglosas, son, pues, convencionales: dependen de las isoglosas con extensión máxima que se consideren. Por consiguiente, aun refiriéndonos a un solo momento histórico, podemos tomar en consideración ciertas isoglosas de amplitud máxima y considerar como una “lengua” todo el latín (incluyendo el latín literario y el popular, el escrito y el hablado, el docto y el corriente, etc.), o considerar, en cambio, otras isoglosas de amplitud menor y distinguir dentro del mismo

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    latín varias “lenguas” (cada una de las cuales, naturalmente, presentará ciertas isoglosas específicas, pero, al mismo tiempo, también varias isoglosas en común con las demás “lenguas” pertenecientes al mismo sistema). La extensión del concepto de “latín vulgar” dependerá, por lo tanto, de los límites convencionales que se le impongan, pero varios fenómenos que quedarán dentro de tales límites pertenecerán también a otras “formas” de latín (por ejemplo, al llamado “latín clásico”).

    En segundo lugar, ya no se piensa más en lenguas unitarias y perfectamente homogéneas: la unidad de una lengua es dada por las isoglosas de amplitud máxima que la constituyen, pero dentro de esas pueden siempre constituirse sistemas menores, todavía más unitarios. No hay lenguas no diferenciadas: el mismo indoeuropeo común, prototipo de las “lenguas” reconstruidas, no era, según indicó Meillet, sino un conjunto de dialectos que, además, aparecían diferenciados socialmente.

    En tercer lugar, hoy ya no se consideran los resultados de la reconstrucción lingüística como fenómeno históricamente concretos y simultáneos y, sobre todo, no se identifica la “lengua” reconstruida con la totalidad de una lengua hablada por una determinada comunidad en una época determinada.

    La reconstrucción es ella misma una abstracción y contiene solo aquellas formas que se continúan por las formas sucesivas consideradas y explican estas mismas formas: así, por ejemplo, sobre la base de las grandes lenguas romances no podríamos reconstruir un lat. octo sino solo un *oct- (la vocal final podría ser tanto o como u) y, por lo que concierne a septem solo podríamos llegar a una forma *septe. Además, las formas reconstruidas de ninguna manera pueden considerarse como históricamente contemporáneas: mientras unas de ellas eran todavía comunes, otras podían ya haberse diferenciado y entre la diferenciación de las unas de las otras puede haber una distancia de siglos: así, por ejemplo, una forma como flores, reconstruida sobre la base de las lenguas romances occidentales y mantenida hasta la actualidad en español, es anterior a la forma septe, pues ya tenía ese aspecto cuando septe era todavía septem o septẽ (con vocal nasal). Por otra parte, en ciertas lenguas consideradas pueden mantenerse formas antiguas, mientras en otras las mismas formas siguen evolucionando: así, por ejemplo, una forma como muito es común en el portugués y el castellano antiguos, pero, mientras en portugués ella sigue siendo esencialmente idéntica, en castellano ha llegado a ser mucho. Las formas reconstruidas no constituyen, un sistema simultáneo sino un sistema fuera del tiempo; pero al mismo tiempo son formas reales porque representan estadios a través de los cuales cada una de las correspondientes formas actuales debe haber pasado en cierto momento de su historia. Así también, ellas no representan la totalidad de la lengua que se pretende reconstruir,

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    sino solo lo que de ella se ha conservado hasta el momento considerado, pues en la lengua reconstruida pueden haber existido otras formas perfectamente normales y corrientes que pueden haber desaparecido luego sin dejar ninguna huella, así como en el español actual no se conservan verbos como exir o remanir, corrientes en español antiguo. Así, por ejemplo, basándonos en las lenguas romances actuales solamente si no fuera por el rumano y por alguna forma aislada conservada en las demás (topónimos) no podríamos reconstruir un genitivo desinencial latino, que fue, sin embargo, perfectamente corriente y popular en cierta época de la historia del latín y también del llamado “latín vulgar”: la reconstrucción, pues, cambia según los elementos que se empleen como punto de partida.

    Finalmente, la historia de las lenguas no se considera más como historia de conjuntos unitarios, sino como suma de las historias de las formas y palabras que constituyen las lenguas mismas. Además, los fenómenos fonéticos y gramaticales no se consideran más como generales y simultáneos en todo un territorio, dado que, como queda demostrado por la geografía lingüística, ellas se difunden con las palabras desde un centro que, en último análisis, es en cada caso un individuo creador o innovador. Por consiguiente, considerando las formas y las palabras en un territorio, encontraremos zonas en las que todavía se mantienen las antiguas y otras en las que ya se han difundido innovaciones. Justamente en este sentido interpreta y modifica el concepto de “latín vulgar” el lingüista italiano Matteo Bartoli (Per la storia del latino volgare, Turín 1927): no se trata tanto de una distinción entre dos “lenguas” (“latín clásico” y “latín vulgar”) o de las diferencias que siempre existen entre la lengua literaria y la lengua hablada y que pueden haber existido desde la época más remota, pues la lengua literaria implica siempre cierta selección de formas y palabras, cierta unificación y codificación de la infinita variedad de lo hablado (en efecto ciertos fenómenos y formas ya corrientes en el latín arcaico y que tienen su continuación hasta las lenguas romances nunca entraron en el latín literario), como de formas más antiguas y más recientes, conservaciones e innovaciones.

    La diferencia entre latín clásico y latín vulgar sería, pues, sobre todo, una diferencia cronológica, de edad de las formas: el latín clásico, constituido en sus comienzos por formas “vivas” (habladas) contendría un número cada vez mayor de conservaciones, de formas “muertas” (ya eliminadas de la lengua hablada), mientras el “latín vulgar” contendría un número cada vez mayor de innovaciones. Desde un punto popular que metus, sino simplemente más nuevo en su empleo: metus era “popular” en la época en que se difundió en Iberia (esp. miedo), pero luego fue sustituido por pavor en Galia e Italia (peur, paura); y una palabra como pulcher fue “popular”, “viva”, hablada, en cierta época, pero luego “murió” —es decir, que se eliminó de la lengua hablada—, conservándose solo en la lengua escrita y sustituyéndose en el

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    hablar corriente por formosus, conservando en Iberia y Dacia (esp. hermoso, rum. frumos) y sustituido a su vez en Galia e Italia por el más nuevo bellus (fr. beau, it. bello). Entre las mismas formas que se atribuyen al “latín vulgar” (en el sentido de que tienen su continuación en las lenguas romances) hay notables diferencias cronológicas: algunas son más recientes que otras; formas como formosus y bellus no pertenecen con el mismo título al latín vulgar: no podemos decir que al pulcher del latín clásico corresponden en el latín popular formosus y bellus sino solo que, mientras en la lengua escrita se conservaba todavía la forma muerta pulcher, en la lengua corrientemente hablada ya se decía formosus y que luego este fue a su vez eliminado, en ciertas regiones, por el aún más nuevo bellus. Lo cual quiere decir que, según la época en la que se considere, el latín corriente o hablado aparece cada vez más distinto del latín literario, que prácticamente se detiene en su evolución en los últimos años de la República y los primeros años del Imperio, y, al mismo tiempo, aparece cada vez más diferenciado, abarca un número cada vez menor de isoglosas generales. Ahora, dado que el latín queda en un estado más bien arcaico (en comparación con las demás lenguas indoeuropeas) hasta el siglo I d. C. y luego empieza a evolucionar y a diferenciarse muy rápidamente, podemos comprobar que en cierta época (p. ejemplo, el siglo I a. C.) las isoglosas que diferencian el latín corriente del latín literario son de tan poca entidad y son tan importantes, en cambio, las isoglosas que las dos formas del latín tienen en común que, prácticamente, podemos hablar de una sola “lengua”; en una época sucesiva (siglos II–IV d. C.), las isoglosas diferenciadoras aparecen ya más importantes y numerosas que las comunes: podemos por consiguiente hablar de dos “lenguas” distintas, el latín literario (o escrito, docto) y el latín corriente (hablado). Por otra parte, considerando ahora solo el “latín corriente”, podemos comprobar que hasta ese segundo momento, y también hasta algo más tarde (comienzos del siglo VI), las isoglosas generales que lo constituyen son lo suficiente numerosas y más importantes que las que, dentro del sistema más amplio, constituyen ya sistemas menores más o menos diferenciados, tanto que podemos considerar el mismo latín corriente como una lengua única; en cambio, en un momento sucesivo (siglos VI–VII d. C.); ese sistema ya resulta tan diferenciado internamente (es decir, que ya las isoglosas que lo constituyen se vuelven menos numerosas y menos importantes que las que lo dividen en variedades regionales) que ya conviene considerar como “lenguas” los sistemas menores que de a poco se han diferenciado y han adquirido individualidad peculiar dentro del sistema mayor: los sistemas que llamamos “lenguas romances” o neolatinas.

    Ahora, dado que, mientras el latín corriente o hablado coincidía en gran parte con el latín literario, no hablamos de dos “lenguas” sino de una lengua única, aunque, como todas las lenguas, variamente diferenciada, quiere decir que lo que en realidad oponemos no es el latín

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    corriente, o hablado, al latín literario o escrito sino más bien el latín en evolución, y en continuo movimiento de diferenciación, al latín codificado, prácticamente detenido en su evolución en el siglo I. a. C., al latín clásico.

    Todas esas modificaciones del concepto de “latín vulgar” son, en cierta manera, modificaciones “desde afuera”, debidas a los cambios registrados en la teoría y la metodología lingüística. Pero ellas coinciden con las modificaciones surgidas “desde adentro”, del mismo análisis del concepto y de su aplicación en la gramática comparada de las lenguas romances.

    Colocándonos ahora desde ese segundo punto de vista, debemos tener en cuenta varios factores:

    Las diferencias dialectales en Italia, es decir las diferencias dialectales entre el latín de la zona latina y el de la zona conquistada, entre el latín del Lacio y principalmente de Roma y el latín que se sobrepuso a los dialectos itálicos y a otros idiomas de varia procedencia, asimilándolos y eliminándolos pero también aceptando de ellos formas y palabras, o sea, el latín sin substratos históricamente determinables y el latín con substratos conocidos en la época histórica, y también las diferencias dialectales dentro de la misma zona latina. Hay que tener en cuenta que el latín propiamente dicho era prácticamente la lengua de Roma, que en su misma región convivía con dialectos bastante distintos, aunque del mismo grupo (como el falisco), y que hasta las guerras sociales (90–89 a. C.) zonas muy vastas de Italia (Italia meridional) quedaban casi enteramente oscas desde el punto de vista lingüístico. Las primeras inscripciones latinas revelan continuas oscilaciones entre el latín de Roma y otras formas dialectales “latinas” (o “latino-faliscas”), así como entre el latín y los dialectos itálicos; y también una notable estratificación dialectal en varias zonas (cf. más arriba, la inscripción de la Fíbula prenestina). Solo después de las guerras sociales el latín de las inscripciones aparece más unificado, más homogéneo.

    La forma particular bajo la cual el latín se impuso fuera de Italia (y también en la Italia septentrional). El latín se impuso en las provincias ya como lengua común, no mezclado con otros dialectos de la zona latina y tampoco con dialectos itálicos (pero sí, con elementos dialectales, debidos al origen de los colonizadores). Sobre la base de esta comprobación, ciertos estudiosos consideran que hay que hacer una neta distinción entre Italia y los demás países romanizados. Así Mohl considera que, mientras por lo que concierne a Italia se puede hablar de un latín “popular”, para los demás países romanizados habría que hablar más bien de un latín “administrativo”, más culto que el de Italia, el latín de los funcionarios y de los militares. Quizás esta distinción no haya de ser tan neta como quisiera Mohl, pero, indudablemente, existe y probablemente dé razón, por lo menos en parte, de la notable diversidad de los dialectos

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    italianos, con respecto a las demás lenguas romances que, en general, aparecen más homogéneas. Pero también se podría hacer la distinción desde otro punto de vista, quizás no menos importante, es decir, observando que, mientras Italia fue romanizada por romanos y latinos, las demás provincias fueron romanizadas en buena parte por itálicos romanizados.

    Las diferencias cronológicas entre las varias colonizaciones. En efecto, a pesar de que en la época imperial se llegó indudablemente a cierta unificación lingüística de la Romania (lo cual consiente, o, por lo menos, justifica la ya vista identificación del latín hablado de esa época con el “latín vulgar” considerado como base de las lenguas romances), hay que tener en cuenta que el primer latín que se difundió en las varias provincias conquistadas no fue el mismo en todas y cada una de ellas. En las primeras zonas conquistadas se difundió un latín todavía preliterario, que aún no había alcanzado la unidad y era, culturalmente, más popular: así, por ejemplo, en Cerdeña. En otras provincias se difundió un latín más unificado y más “culturalizado”, como en Galia y en Iberia; y en otras, finalmente, un latín que se estaba nuevamente diferenciando: así en Dacia. Podría pensarse que en los últimos años de la República y los primeros años del Imperio el latín administrativo y militar no debiera ser mucho más diferenciado que el inglés que se difundió en los Estados Unidos y en el Imperio Británico, quizás menos que el español que se difundió en América. Pero la romanización no se hizo solo en esa época de relativa unidad lingüística, sino que abarca casi siete siglos: desde el 272 a. C. (conquista de Italia meridional) hasta el siglo IV d. C. (completa romanización de África), siempre excluyendo Grecia y el Oriente, que nunca fueron romanizados. Encuentran aquí terreno de aplicación las conocidas normas areales de Bartoli, en particular la norma del área aislada y la norma del área serior. Así, por ejemplo, en armonía con la norma del área aislada, encontramos en Cerdeña, zona conquistada en época muy antigua, formas arcaicas que se han conservado hasta la actualidad, mientras han desaparecido en otras zonas. La misma norma puede aplicarse también a Dacia, otra área aislada, pero, naturalmente, los fenómenos de conservación que comprobamos en el rumano no serán tan arcaicos como los de Cerdeña, porque Dacia fue colonizada mucho más tarde. A Dacia se puede aplicar también la norma del área serior; en efecto, en esa zona, que fue la última provincia conquistada, se difundieron las formas latinas de la época en que se colonizó (II siglo d. C.) pero, dado que Dacia quedó luego aislada del resto de la romanidad, en rumano se conservan formas que son anteriores a las formas nuevas que surgieron en Italia y se difundieron por todo el Occidente después del siglo III.

    El hecho de que el latín nunca fue perfectamente unitario. En efecto, el latín arcaico se presenta como una lengua que admitía una gran variedad de formas y la relativa

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    homogeneidad que encontramos en el latín llamado clásico se debe, justamente, al hecho de que fuera una lengua literaria fijada, codificada y unificada, en un período relativamente breve, por unos cuantos escritores. Naturalmente, esa tendencia a la unificación y homogeneidad de las formas, perfectamente normal en una lengua literaria y de cultura que era además lengua oficial de un poderoso Estado fuertemente centralizado, habrá alcanzado, gracias a las escuelas, también el habla corriente, sobre todo de las clases más cultas. Pero, indudablemente, esa tendencia no llegó a hacer coincidir el hablar corriente con la lengua docta y oficial y buena parte de la variedad y heterogeneidad del latín arcaico se mantuvo en la lengua hablada, sobre todo entre las gentes menos cultas y en las campañas. En este sentido, Grandgent15 considera que el latín “vulgar” es el de las clases medias que continúa por su cuenta el latín arcaico (mientras se aparta de ese mismo latín la lengua “literaria” escrita y hablada por la aristocracia social y cultural) y que termina con la formación de los idiomas romances, es decir, en el momento en que se quiebra la unidad lingüística del Imperio, dada por la intercomprensión entre los hablantes de varias regiones. Tendríamos una situación representable en el siguiente esquema, bastante aceptable:

    El hecho de que el mismo latín literario no era perfectamente unitario, ni en el sentido sincrónico ni en el sentido diacrónico. En efecto, aun entre escritores de la misma época hay diferencias no solo estilísticas sino también gramaticales y cierta evolución, aunque limitada, en parte por perfeccionamientos “interno” y en parte mediante la aceptación de formas del hablar corriente, puede notarse en el mismo latín de la literatura. Además, si consideramos el “latín clásico” como una lengua no solo escrita sino también hablada, aunque solo por una aristocracia cultural y social, debemos admitir que debía haber diferencias entre la forma escrita y hablada. En efecto, concesiones hechas al hablar corriente o familiar pueden indicarse en las

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    obras de menor solemnidad de los escritores más ejemplarmente “clásicos” (cf. las cartas de Cicerón). Giros, expresiones, palabras “populares” se encuentran en todo el llamado latín clásico, justamente porque durante mucho tiempo no hubo ningún abismo entre el latín culto y el menos culto. Así, por ejemplo, se han podido distinguir elementos “populares” en la lengua de Horacio (A. Ernout).

    La difusión de formas nuevas en la larga historia del llamado latín “vulgar” (v. más arriba los ejemplos de metuspavor, pulcherformosusbellus).

    Todas las razones hasta aquí expuestas han destruido y convencionalizado de a poco el cuadro tradicional del latín “vulgar” concebido como una lengua constantemente distinta del latín “clásico” y paralela a este, como “otra” lengua latina y, al mismo tiempo, como una lengua unitaria y homogénea tanto como el “otro” latín. Si consideramos el material que estudia Meyer-Lübke o el que trae Grandgent (o también Bourciez en sus Eléments de linguistique romane), comprobamos que no se trata de un verdadero “sistema lingüístico” sino más bien de un conjunto de formas diferenciadas territorial y cronológicamente.

    En realidad, en la constitución del concepto de latín “vulgar” nos encontramos con las dificultades que se encuentran en la constitución del concepto de “lengua” (sobre todo de un concepto no solo sincrónico sino también diacrónico) y en el problema de la reconstrucción. Desde el punto de vista puramente glotológico, toda “lengua” es un sistema de isoglosas limitado convencionalmente y dentro del cual podemos distinguir sistemas menores más compactos, diferenciados en el espacio, en el tiempo o en la sociedad.

    Para cualquier momento de la historia del latín podemos concebir un sistema amplio que llamaríamos “latín común”, diferenciado en toda una serie de sistemas menores: latín literario escrito, latín literario hablado, latín de las clases medias, latín rustico, latín hablado por los itálicos, etc. (cf. Bruno Migliorini – “lingua letteraria e lingua d’uso”, en Lingua e cultura, Roma, 1948):

    Cada una de esas formas presentará una serie de isoglosas comunes con todas las demás o con algunas de ellas y otras que, en cambio, le serán propias, y características. ¿Llamaremos entonces “latín vulgar” el latín de las clases medias? Podemos hacerlo, dado que se trata de una simple convención, pero tenemos que tener en cuenta, por un lado, que ese latín tenía un gran número de isoglosas en común con otros latines y con el mismo latín clásico, y, por otro lado, que ese latín no explica por sí solo las lenguas romances, pues en ellas se continúan también elementos rústicos e itálicos y toda una cantidad de elementos “literarios” dado que dichas lenguas (con excepción del rumano) han continuado tomando elementos del latín docto a lo largo de toda su historia. Nos encontramos de nuevo que no podemos hablar de un latín “vulgar” con fisionomía determinada sino solo de formas más bien literarias, o más bien populares, o corrientes o rústicas.

    Si, en cambio, queremos convenir que el latín “vulgar” es el que se reconstruye sobre la base de las lenguas, romances tampoco se llega a una lengua con existencia histórica real, dado que, por un lado, las respectivas isoglosas no se remontan todas a un mismo memento histórico y que, por otro lado, cualquier lengua real de un momento histórico determinado debió contener también elementos que no tienen continuación en los idiomas romances: de nuevo nos encontramos con que cada forma tiene en su historia y sus límites en el tiempo y en el espacio.

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    Y menos todavía se puede llegar a una lengua unitaria y homogénea. Hay, naturalmente, formas que solo encontramos en el latín literario, que no tienen ninguna continuación en las lenguas romances y que, por lo tanto, no atribuiremos al “latín vulgar”. Así, por ejemplo, palabras como crus, pulcher, diu, aequor, vcruor, iecur, etc. Así, también, podemos atribuir al “latín vulgar” formas como auricula, cantare, mesa, mesura porque son estas y no las respectivas formas “clásicas” (auris, canere, mensa, mensura) las que se continúan en las lenguas romances. Pero no podemos afirmar sin más que sidus y metus eran clásicos y stella y pavor “vulgares”, porque sidus se conserva en algún dialecto italiano y metus se conserva en español. Ni siquiera en un aspecto sistemático como el aspecto fónico puede reconstruirse un sistema unitario: en efecto, dado que, a diferencia de la mayoría de las lenguas romances, el rumano conserva como u la ŭ y el sardo conserva tanto ŭ como ĭ (en las demás lenguas romances esas vocales pasan a o, e cerradas); habría que reconstruir para el “latín vulgar” no uno sino tres sistemas vocálicos, uno correspondiente al rumano, otro correspondiente al sardo y el tercero a las demás lenguas románicas (cf. rum. siccus > sec, pero gula > gură, furca > furcă, y sardo filus, pira, gula, furca). Del mismo modo, no podemos decir simplemente que el latín “vulgar” (considerado como todo el latín corriente de la época imperial) palatalizó la velar en los grupos ke, ki, porque tal palatalización no ocurrió en el sardo logudorés y fue solo parcial en Dalmacia. Y por lo que concierne a la s final comprobamos que mientras una parte de la Romania (Italia, Dacia) la elimina totalmente, otra parte (Galia, Iberia) no solo la conserva, sino que la reintegra también en las posiciones en las que desaparecía ya desde el latín arcaico. Y no estamos mejor por lo que concierne al sistema gramatical, pues, por ejemplo, mientras la mayoría de las lenguas romances presentan un futuro perifrástico con habeo, el rumano tiene el futuro con volo; mientras todas las demás lenguas romances tienen el artículo derivado del demostrativo ille, el sardo lo tiene de ipse: refiriéndonos al latín “vulgar” podemos solo hablar de tendencias a la perífrasis, tendencia a la determinación mediante artículo, y no de formas determinadas. El “latín vulgar” aparece, pues como una abstracción constituida por formas homogéneas, formas heterogéneas pero caracterizadas por una tendencia homogénea y formas simplemente heterogéneas. Si, en cambio, queremos afirmar que “el latín vulgar” es el sistema unitario que se reconstruye sobre la base de todas las lenguas romances, el concepto se abstractiza todavía más, pues quedan fuera de él numerosos elementos latinos conservados en las lenguas romances sin solución de continuidad.

    Por otra parte, no hay ninguna razón de llamar “vulgares” formas como mare, terra, campus, fortis, portare, ligare, iocare, facere, opto, desem y otros centenares más, pues ellas pertenecen con el mismo título al latín que llamamos “clásico” y, si nos remontamos en el

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    tiempo, el número de esas formas aumenta cada vez más, pues prácticamente todas las formas del latín clásico (menos las formaciones puramente literarias) fueron en algún momento populares.

    Hemos llegado, pues, a la conclusión de que el “latín vulgar” no es ninguna lengua histórica real sino una abstracción que explica el elemento latino “heredado” por las lenguas romances (excluyendo con eso el elemento latino “adquirido” por las mismas en épocas sucesivas – cf. la distinción de Bally entre langage trasmis y langage acquis). Es un concepto más amplio que el de “latín clásico”, porque, aun comprendiendo buena parte de este, comprende también elementos que nunca pertenecieron al latín literario. Es también un concepto más amplio en el tiempo, pues contiene formas anteriores al latín clásico y que no penetraron en este, como también formas más recientes. Y es un latín mucho más diferenciado. En efecto, mientras lo que llamamos “latín clásico” puede considerarse como una lengua “estándar”, en gran parte inmutable, en el “latín vulgar” distinguimos notables diferencias regionales, sociales y estilísticas y, en cada uno de esos tres tipos de diferencias, diferencias cronológicas.

    ¿En qué sentido, entonces, podemos identificar el “latín vulgar” con el latín lengua común del Imperio Romano? Pues en el sentido de que se trata de un conjunto de formas “vivas” (habladas) durante la época imperial. Formas que, naturalmente, no hay por qué considerar como contemporáneas: algunas de ellas son muy antiguas, pertenecían ya al latín arcaico y se mantuvieron luego en las épocas clásica y posclásica; otras surgieron más tarde, o mucho más tarde. Tampoco sería exacto considerar dichas formas como “universales”, es decir, como pertenecientes a todo el latín hablado en un determinado momento de la época imperial: muchas de ellas pueden haber pertenecido solo a ciertas regiones del Imperio y otras pueden haber pertenecido solo a determinadas capas sociales y culturales (y ya veremos luego que tales circunstancias explican, por lo menos en parte, la diferenciación de las lenguas romances y sirven para su caracterización). Pero, evidentemente, cierto número de isoglosas (en primer lugar, las que unen hasta hoy todos los idiomas romances, y muchas otras que se han quebrado en época más antigua o más reciente, por diferenciación e innovación) pertenecieron a todo el latín hablado durante la época imperial, asegurando la intercomprensión regional y social. Evidentemente, dicho número era mayor en los primeros siglos del Imperio y luego disminuyó cada vez más en los siglos sucesivos. Haciendo un promedio entre conservaciones e innovaciones, podemos atribuir dicho sistema de isoglosas, ya bastante distinto del clásico, pero todavía suficientemente unitario, a los siglos III y IV d. C. Asimismo, desde el punto de vista social, es legítimo atribuir el sistema unitario más amplio a las clases medias, cuya habla

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    representaba, evidentemente, un grado intermedio entre el lenguaje de la aristocracia (más conservador, más culto, más cuidado estilísticamente) y el de la plebe y de los campesinos. En este sentido, justamente, se dice que el “latín vulgar” debe definirse como el latín hablado por las clases medias. Pero hay que notar aquí que se trata en este caso solo del más amplio sistema unitario, mientras que en las lenguas romances se continúan también formas “rústicas”, desde el punto de vista del latín común de la época imperial) y formas pertenecientes a sistemas menores (socialmente y regionalmente), como también formas que pueden atribuirse a sistemas mayores (pertenecientes a todas las clases sociales; o a las clases medias y a la plebe). Tal consideración deberá tenerse en cuenta luego, en la caracterización y descripción del “latín vulgar”. Deberá tenerse en cuenta que las isoglosas que se indicarán no tienen todas la misma extensión social, regional y estilística.

    Es evidente, pues, que el nombre de “latín vulgar” (o “latín popular”) es un nombre equivocado, desde el punto de vista de las investigaciones y concepciones más recientes, y no tiene de por sí carácter definitorio, pues no se refiere a un latín propiamente “vulgar”. El término puede solo conservarse por concesión a la tradición, como nombre convencional del complejo concepto que acabamos de delinear.

    Se plantea ahora el problema de cómo podemos conocer esas formas más corrientes, o más populares, o más vitales, o más recientes que las formas clásicas, y que constituyen lo que llamamos “latín vulgar”. Evidentemente, dado el concepto que hemos esbozado, sería absurdo pensar en textos escritos en “latín vulgar” (por oposición a los textos clásicos). Por otra parte, la lengua escrita aparece siempre más cuidada, más “culta”, que la lengua oral: hasta en los individuos más incultos tiende siempre a adaptarse a cierto modelo. Y para los romanos de la época imperial el modelo supremo fue siempre el latín “clásico” por excelencia, el latín ciceroniano. Lo único que podemos esperar es encontrar aisladamente en los textos formas que llamamos “vulgares” o indicaciones acerca de ellas. Según la cultura de los autores o de los escribientes y según la índole de los textos considerados, dichas formas pueden ser más o menos numerosas; en algunos casos son tan numerosas que justifican, con todas las salvedades que hasta ahora se han hecho, el rótulo de “textos vulgares”: son estos, justamente, los que se han reunido en las varias antologías y crestomatías del “latín vulgar”.

    He aquí las principales fuentes que nos proporcionan “formas “vulgares”:

    Las inscripciones. En las inscripciones se emplea a menudo un lenguaje que se aleja de la lengua literaria y se acerca al habla corriente. Son muy importantes, en particular, las vacilaciones y los errores de los grabadores: excluidos los simples lapsus, se trata a menudo de

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    concesiones hechas al lenguaje hablado. Un carácter de particular espontaneidad presentan, entre otras, las inscripciones murales de Pompeya.

    Los gramáticos, que señalan a menudo formas “incorrectas”, populares, dialectales, etc., o nos informan acerca de la pronunciación corriente que se aleja de la que se refleja en la ortografía fijada en la época clásica.

    Diplomas y documentos medievales, en los que disminuye cada vez más el conocimiento de la lengua ciceroniana y se sustituyen formas clásicas por formas corrientes.

    Errores en las copias de manuscritos. Como en el caso de las inscripciones, los copistas incultos o insuficientemente cultos pueden introducir deformaciones que reflejan su pronunciación y formas que les son más familiares que las clásicas que deberían reproducir.

    Escritores arcaicos. En los escritores anteriores a la fijación del latín clásico, se encuentran a menudo formas que la lengua clásica rechazó pero que se conservaron en la lengua hablada, o, por lo menos, en el lenguaje más popular, y que a menudo tienen su continuación hasta los idiomas romances. Así, por ejemplo, en Plauto se encuentran narrare, fabulari (‘hablar’), en lugar del clásico loqui.

    Ciertas obras menores de autores clásicos. Formas “vulgares” (corrientes, habladas) aparecen también en ciertas obras de menor cuidado estilístico de autores de la más pura clasicidad, como, por ejemplo, las cartas de Cicerón, en particular las familiares.

    Escritores cristianos. Entre ellos hay algunos muy cultos, como San Agustín, pero los hay también que emplean a menudo un lenguaje que se aleja de los modelos clásicos, acercándose a un lenguaje más corriente y más comprensible para las masas a las que se dirige. Así, por ejemplo, Tertuliano, Lactancio, Comodiano. El mismo San Agustín, en sus prédicas, hace varias concesiones al habla corriente. En efecto, hay que tener en cuenta que el cristianismo, sobre todo en sus comienzos, fue una doctrina que se dirigía particularmente a las masas, un movimiento del pueblo más humilde.

    Glosarios y listas de formas “incorrectas” (desde el punto de vista del latín clásico).

    Textos “vulgares” (v. s.), es decir, textos que, por la incultura de los autores o deliberadamente (para presentar con mayor realismo ciertos personajes plebeyos o rústicos), emplean un lenguaje corriente o popular, que se aleja notablemente de los modelos clásicos.

    Las lenguas romances . Además de numerosas formas que se encuentran en las fuentes hasta aquí enumeradas, las lenguas romances continúan también formas que deben haber sido vitales en todo o en una parte del latín imperial, pero que no se encuentran documentadas en las fuentes de que disponemos. Tales formas, “vulgares” con igual derecho que las anteriores,

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    se reconstruyen. (Por convención las formas reconstruidas se señalan mediante un asterisco; por ejemplo, *plattus, *toccare).

    Evidentemente, entre las formas que nos proporcionan los textos, hay varias que son solecismos, particularismos del autor o del escribiente, y que nunca habrán logrado difusión; otras formas, entre las que se conservan luego en los idiomas romances o que se encuentran en textos ulteriores, pueden reflejar modalidades ya generales en el latín de la época, o modalidades ya afirmadas en una capa social o en toda una región, como también puede tratarse de innovaciones recientes que apenas empezaban a difundirse. Establecer la cronología exacta de esas formas es prácticamente imposible: filológicamente, lo único que se puede establecer es el primer término de documentación de cada forma (la fecha, segura o aproximada, del primer texto en que se encuentra). La cronología relativa de las formas se establece por medios filológicos pero también con medios puramente lingüísticos, como el método comparativo y la geografía lingüística. En el caso de formas reconstruidas, solo se puede tratar de establecer la cronología relativa (es decir, establecer que una forma es más antigua que otra), y eso con medios exclusivamente lingüísticos, mientras la atribución de una forma a cierta época histórica aparece sumamente arriesgada, particularmente cuando no se trate de zonas que se han separado del resto de la romanidad en una fecha determinada (puesto que, por ejemplo, de una forma conservada en español y en rumano, o en francés y en rumano, podemos afirmar por lo menos que es anterior al aislamiento de la Dacia).

    Entre los textos que nos proporcionan mayor cantidad de material “vulgar”, y que son los indicados bajo 8 y 9, algunos merecen especial mención:

    Appendix Probi. Es una lista de formas “incorrectas”, una especie de guía del “buen decir”, que se recopiló probablemente en el siglo III o IV d. C. El manuscrito que poseemos es un palimpsesto del siglo VII u VIII que se conserva en Viena. Se llama Appendix Probi porque se encuentra como apéndice a un texto gramatical de Probo. Indica las formas “correctas”, es decir, clásicas, al lado de las formas “incorrectas”, evidentemente corrientes. O sea, indica cómo “hay que decir” en buen latín clásico, en lugar de cómo se dice o de cómo muchos dicen: auricula non oricla, oculos non oclos, etc.

    Las Glosas de Reichenau, manuscrito que perteneció a Reichenau y se conserva actualmente en la biblioteca de Karlsruhe (Alemania). Contiene dos glosarios, uno bíblico y otro bíblico-patrístico, recopilados probablemente en Galia en el siglo VIII (según otros mucho antes), los cuales explican las formas clásicas que se consideran de difícil comprensión mediante formas más “populares” o usuales: imberpluvia, ictuscolpus, flereplorare, etc.

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    La Cena Trimalchionis, un amplio fragmento de la conocida novela Satyricon de Petronio (es dudoso que se trate del Petronio Arbiter de la época de Nerón, m. en 66 d. C.), en el que se describe un banquete en una localidad cerca de Nápoles, probablemente en Cumas, durante el cual, mientras algunos personajes hablan el latín literario, otros, y en primer lugar el liberto Trimalción, hablan un lenguaje “incorrecto” y vulgar que refleja, por lo menos hasta cierto punto, el latín de las clases sin cultura.

    La Mulomedicina Chironis, un tratado de veterinaria traducido y adaptado del griego, probablemente en el siglo IV d. C., atribuido a un tal Chirón, hombre, evidentemente, de poca cultura, que emplea numerosos vulgarismos. Se conserva en la biblioteca de Múnich, en un manuscrito del siglo XV.

    La Peregrinatio ad Loca Sancta o Peregrinatio Aetherias (Egheriae) que, por error, se ha llamado también Peregrinatio Silviae. Es una obra compuesta en España entre 381 y 388 (o entre 380 y 420; según investigaciones más recientes, por 418) por una monja llamada Eteria o Egeria y en la que se narra una peregrinación a los lugares recordados en la Biblia. La narración tiene interés histórico, por ser la primera obra sobre peregrinaciones a Palestina. La autora es persona de cierta cultura, por lo cual su lenguaje es corriente y más bien libre con respecto al latín clásico, pero no propiamente vulgar.

    Trataremos de indicar en lo que sigue las principales isoglosas del “latín vulgar”, preocupándonos en particular por aquellas que lo diferencian del latín clásico, pero dejando de lado, por ahora su diferenciación interna. (Queda establecido, naturalmente, que, de las isoglosas que se indicarán, ciertas son generales y otras solo parciales).

    En la caracterización de una lengua se empieza comúnmente con el aspecto fónico. Sin embargo, dado que se trata de un sistema fónico en evolución, y falto de unidad históricamente limitable, y dado, por otro lado, que los sonidos lingüísticos solo existen en palabras y se difunden con las palabras, preferimos empezar aquí por el vocabulario.

    1) Naturalmente, hay en primer lugar, un gran número de palabras que son comunes al latín literario (clásico) y al latín corriente de la época imperial: son palabras que constituyen isoglosas latinas generales, que —desde el punto de vista social— pertenecen a todas las clases sociales y —desde el punto de vista cronológico— mantienen su vitalidad en la lengua comúnmente hablada a través de todo el período que atribuimos al latín vulgar y hasta las lenguas romances. Así, por ejemplo: homo, filius, manus, aqua, panis, ferrum, rota, asinus, cervus, caelum, arbor, vita, dolor, bonitas, habere, dormire, videre, credere, rotundus, plenus, calidus, siccus, niger, novus, bonus, mater, pater, puteus, vacca, altus, longus, viridis, amare, audire, dicere, vendere, bene, male, si, in, etc., etc. Estas palabras, y otras como ellas,

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    pertenecen hasta la actualidad a la serie de isoglosas que determinan la unidad románica y, al mismo tiempo, la unidad del romance y el latín, todo el latín: en efecto, son palabras perfectamente clásicas, pero al mismo tiempo “vulgares”, y, con alguna excepción, se conservan hasta hoy en todas las lenguas neolatinas.

    En una segunda categoría, agrupamos otra serie de palabras que se encuentran en la misma situación de las anteriores, es decir, que también son clásicas (literarias) y al mismo tiempo corrientes (“vulgares”), pero que en latín clásico tienen sinónimos ya exclusivamente literarios en la época a que nos referimos. Se trata, pues en cada caso, de una pareja de palabras del latín literario de las cuales una siguió manteniendo su vitalidad en toda la lengua hablada mientras la otra o no perteneció nunca a todo el latín (es decir, al latín de todas las regiones y de todas las clases sociales) o ya había muerto, desde el punto de vista del hablar corriente, en la época en que situamos el “latín vulgar”; una es una palabra perfectamente vital de todo el latín, mientras la otra es un fenómeno de conservación característico de la lengua literaria, una palabra docta o culta, o que se ha vuelto tal en la época imperial. Evidentemente, en las lenguas romances se conservarán sin solución de continuidad solo las palabras clásico-vulgares (vitales tanto en la lengua literaria como en la corriente), mientras no se conservarán del mismo modo sus sinónimos exclusivamente literarios.

    Así, por ejemplo:

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    Del mismo modo, son exclusivamente clásicos (“muertos”, desde el punto de vista de la lengua corrientemente hablada) toda una serie de elementos funcionales (adverbios, preposiciones, conjunciones), como: an, at, autem, donec, enim, ergo, etiam, haud, igitur, ita, nam, postquam, quidem, quin, quoad, quoque, sed, sive, ut, utrum, vel, etc.

    Hay que notar, sin embargo, que algunas de las formas “clásicas” mantienen cierta vitalidad regional, conservándose esporádicamente, particularmente en zonas de colonización muy antigua, en áreas aisladas o laterales. Así, sidus se conserva todavía en cierto dialecto del antiguo italiano, aunque con distinto significado; ager > um. agru y ant. fr. aire; ianua > sardo yanna; lorum loru y port. loro; magnus > ant. esp. maño (cf. también tam magnus > tamaño) y logud. mannu, domus > sard. domu. (Obsérvese, en particular, el caso de Cerdeña, área aislada, donde palabras como loru, mannu, domu, yanna son perfectamente vitales hasta hoy día). Entre esas formas, es interesante el caso de equus, del cual no se conserva el masculino (sustituido por caballus), mientras se mantiene vital el femenino equa > esp. yegua, sardo ebba, rum. iapa, ant. fr. ive.

    Tales formas de conservación esporádica deberían, pues, considerarse como clásico-vulgares en ciertas regiones y como exclusivamente clásicas en otras. De todos modos, en la época imperial ellas ya no constituían isoglosas generales del latín corrientemente hablado.

    Otras palabras “clásicas” (como esp. pulcro, válido, magno, etc.) no pertenecen al fondo heredado de las lenguas neolatinas, sino que son cultismos, elementos “doctos” introducidos mucho más tarde en el romance, del latín literario.

    Finalmente, en una tercera categoría agrupamos una vasta serie de palabras específicamente “vulgares”, que no se encuentran en el latín clásico. Se trata la mayoría de las veces de innovaciones surgidas en el latín corriente después de la época clásica, pero a veces, también de palabras muy antiguas pero populares, o dialectales, o pertenecientes al lenguaje familiar, etc. que no fueron aceptadas en el latín literario, aun conservando íntegra su vitalidad en la lengua corrientemente hablada. Pertenecen a esta tercera categoría palabras como: amma, atta, battalia, branca (‘mano’, ‘miembro’), mamma, nonnus, nonna, *finis adj. (surgido en expresiones como honorum finis, pudoris finis), *gentis (surgido por cruzamiento de genitus y gentilis), cucina (lat. cl. culina), tina, bastum, planca, (atest. en Paladio) *bilancia (lat. cl. libra), bisaccia (docum. en Petronio; lat. cl. pera), drappus, rancor, pisinnus (del lenguaje infantil; lat. cl. parvus), bassus, *plattus, praestus (lat. cl. paratus), battuere (docum. en Plauto), *toccare (lat. cl. tangere), titio (docum. en Varrón), cortina (docum. en Augusto; lat. cl. auleum), grassus, septimana (lat. cl. hebdomas), camisia (lat. cl. línea), carricare, carcare (lat. cl. onerare), carcatus (lat. cl. onusutus), auca (avica; lat. cl. anser), *matraster (lat. cl.

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    noverca), *filiaster (lat. cl. privignus), patraster (lat. cl. vitricus), cattus (lat. cl. feles), etc. También en este caso las formas clásicas se conservan a veces, pero solo esporádicamente (p. ej., tangere > esp. tañer, vitricus > rum. vitreg), mientras las formas “vulgares” son las que se mantienen en los varios romances.

    Los fenómenos que diferencian el vocabulario “vulgar” del vocabulario “clásico” pueden reducirse prácticamente a dos: selección (entre dos o más formas o menos sinónimas, el lenguaje hablado “elige” una que sigue manteniendo, mientras abandona la otra o las otras) e innovación (en el lenguaje hablado el léxico se renueva, mediante derivación, composición, préstamos).

    Por lo que concierne a la selección, hay que observar que, en general, el lenguaje hablado considera menos matices, menos sutilezas, por lo cual, entre los llamados sinónimos —que nunca son totalmente tales— mantiene algunos, ampliando su significación, en perjuicio de otros que deja de lado. Así, lacrimare, plorare, plangere eliminan los “sinónimos” lugere, flere, videre elimina los verbos semánticamente afines adspicere, intueri, cernere; grandis (‘grande’, pero, sobre todo moralmente, espiritualmente); alter (el otro entre dos) asume también el significado alius (‘otro’, ‘diferente’). Del mismo modo, iocus (‘burla’), casa (‘cabaña’, ‘choza’), apprehendere (‘asir’, ‘captar’) no eran exactamente sinónimos de ludus (‘juego’), domus (‘casa’), discere (‘aprender’), pero se sustituyen a estos.

    Por otro lado, y, de cierta manera, en sentido contrario, el lenguaje hablado presenta una tendencia constante hacia una mayor expresividad, por lo cual prefiere formas jergales, imágenes, formas irónicas y metafóricas, o sea, formas de mayor eficacia afectiva. Así, edere es sustituido por manducare, de Manducus, personaje comilón en español: comer); equus se sustituye por caballus (propiamente ‘rocín’) caput por testa (‘olla’, ‘tiesto’), crus por gamba (‘pata’) o perna (‘jamón’), domus por casa (‘cabaña’), todos sinónimos estilísticos, aunque no enunciativos.

    Por lo que concierne a la innovación, hay que observar, en primer lugar, que el latín corrientemente hablado de la época imperial, por las mismas razones de expresividad y afectividad, prefirió cada vez más las formas derivadas (en particular, formas diminutivas y aumentativas, en los nombres; formas frecuentativas e incoativas, en los verbos). Así, avis se sustituye por avicellus auvellus (it. uccello, fr. oiseau), avus por *aviolus (esp. abuelo), vetus por vetulus, (esp. viejo), auris por auricula, culter por cultellus (esp. cuchillo, it. coltello), agnus por agnellus, canere por cantare, adiuvare por adiutare, genu por genuculum, sol por soliculum (por lo menos parcialmente: cf. fr. soleil), mane por maneana (esp. mañana, por. manhã) o por matutinum (fr. matin, it. mattino), dies por el adjetivo diurnus (it. giorno, fr. jour), talus por

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    *talonem (por razones que se verán luego, se suele a menudo dar en acusativo las formas populares, particularmente las reconstruidas.)

    El examen formal, semántico y estilístico de la derivación debe necesariamente tener un lugar de preferencia en toda caracterización del latín “vulgar”, pues fue uno de sus principales medios de innovación. En efecto, una lengua más o menos detenida en su evolución y fijada por el prestigio y la autoridad de modelos clásicos, como el latín literario, suele formar pocas palabras nuevas, y las que forman los varios autores para sus necesidades expresivas pertenecen a su estilo personal más bien que a la lengua en su totalidad, mientras que el lenguaje corrientemente hablado sigue creando términos nuevos, con los mismos instrumentos que ofrece el sistema de la lengua.

    Amplísima es en latín “vulgar” la derivación mediante sufijos:

  • -tor, -aurius forman nombres de agente, el primero de verbos y el segundo de sustantivos y adjetivos: salvator, auditor, argentarius, operarius, furnarius, cultellarius.
  • -aculum, -torium forman nombres de instrumentos: spiraculum, sufflatorium.
  • -arium forma nombres de lugar: aerarium, granarium, apiarium.
  • -etum forma nombres de lugar derivados de nombres de árboles: salicetum (‘sauzal’), fraxinetum (‘fresneda’), quercetum (‘encinar’), fagetum (‘hayedo’).
  • -ale forma nombres de lugar e instrumento: casale.
  • -alia (pl. de -ale), -men forman nombres colectivos: battalia, *ossamen (‘osambre’)
  • -mentum, -tura, -aura forman nombres abstractos o también colectivos, nombres de acción, comúnmente de verbos (como en latín clásico: armatura, mensura), pero luego también de nombres: iuramentum, capillatura (sin que exista un verbo *capillare), *adventura, arsura).
  • -tio, -sio, -atio, -itio, -ntia, forman nombres abstractos derivados de verbos: demoratio, custoditio, sufferentia, fragantia. (Los nombres en -ntia, en un principio neutros plurales de participios presentes, fueron interpretados como femeninos singulares).
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  • -itas, -itia forman nombres abstractos derivados de adjetivos: *amicitatem, *bellitatem (cf. lat. cl. bonitas, caritas), longitia, *proditia (cf. lat. cl. pigritia, avaritia).
  • -ata forma nombres de cantidad (material o de tiempo): diurnata (‘jornada’), annata, *buccata (‘bocada’).
  • -or u -or /-ura forman nombres abstractos derivados de verbos: *lucorem, *laudorem (‘loor’), fervor - fervura, rigor - rigura; luego sobre el modelo de strictura, directura, etc. (participios futuros relacionados con los participios strictus, directus) se formaron nombres en -ura también de adjetivos noverbales: *planura (planus).
  • -ĭa, sufijo improductivo en latín clásico, siendo átono, se ve reforzado en la época imperial por el sufijo griego -ĭa, acentuado, que presentan numerosos préstamos griegos (philosophía, democratía).
  • Muy numerosos son los diminutivos formados con -ŭlus, -icŭlus, —ya frecuentes en latín clásico—; pero al sufijo átono -ŭlus se prefiere el acentuado -ellus (porcŭlus - porcellus, rotŭla - rotella > esp. rodilla, fibulafibella > esp. hebilla): anellus, vitellus, catellus, y, por consiguiente, -icellus se prefiere al esdrújulo -icŭlus, (avicellus, naviculanavicella, monticulusmonticellus). Al lado de -ellus se emplea mucho -eŏlus, -iŏlus, pero transformado de esdrújulo en llano (*aviólus).

    También son numerosos los derivados intensivos, aumentativos despreciativos, formados con -o (-onem), -aster, -aceus, -uceus: naso, nasonis (‘narigudo’), cicero, -onis (‘con un grano en la nariz’), *matraster, *filiaster.

    Todos los sufijos hasta aquí enumerados (menos los de diminutivos, que también se emplean para adjetivos) forman nombres sustantivos. Pero también la derivación adjetival, dispone de numerosos sufijos: -bĭlis (amabilis, credibilis) -ālis, -īlis (mortales, vhostilis), -ōsus (montaniosus, según modelos clásicos como herbosus, formosus), -ivus (tardivus, según ejemplos clásicos como captivus), -ātus, -itus, -ūtus (sufijos participiales aplicados luego directamente a nombres sustantivos, sin que exista un verbo correspondiente: barbatus (‘de barba’), crinitus (‘de crinis’) cornutus (de cornu), *pilutus (de pilum).

    También son numerosos y muy productivos los sufijos de derivación verbal: -are, -ire (aplicados sobre todo al tema del supino, pero también al participio presente y también a sustantivos y adjetivos) y -escěre; forman, respectivamente, verbos frecuentativos e incoativos

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    (cf. los clásicos plantare, vestire, maturare, florescere): cantare, adiutare, *oblitare (‘olvidar’), *ausare (‘osar’), *refusare, *usare, *expaventare (‘espantar’), *calentare, *levantare, *crepantare (‘quebrar’).

  • -iare, sufijo nuevo separado bajo esta forma de los verbos en -are formados sobre adjetivos en -is (como molliare, de mollis, o alleviare, de levis); se emplea para formar nuevos verbos de adjetivos en -us, -a, -vum: *altiare (‘alzar’), bassiare (‘bajar’), *acutiare, *captiare, *directiare (esp. en-derezar, fr. dresser, it. drizzare).
  • -icare, forma verbos de adjetivos o también de sustantivos: amaricare (‘amargar’, de amarus), carricare, follicare (de follis; esp. holgar).
  • -izare, sufijo de origen griego (-zein); se emplea sobre todo en la terminología médica y científica y en el léxico cristiano: cauterizare, pulverizare, baptizare, exorcizare, scandalizare, y queda un sufijo extraordinariamente productivo en las lenguas romances hasta hoy en día.
  • -itare, forma verbos frecuentativos o iterativos: vanitare (fr. vanter), *taxitare (it. tastare).
  • -ulare, también para verbos frecuentativos: ustulare (rum. usturá), *misculare (mezclar), *tremulare (‘temblar’), *vturbulare (fr. troubler). (Como es evidente, en casi todos los ejemplos indicados se trata de innovaciones que llamaríamos “internas”, es decir, de desarrollos consentidos por el sistema de la lengua latina pero que no pertenecían a la norma del latín clásico).
  • Mucho menos frecuente que la derivación es la composición. Como ya se ha dicho, el latín, en general, evitaba la composición. Por eso muchas de las palabras compuestas de la lengua literaria (normalmente sobre modelos griegos o bajo influjo griego) no son vitales, en el sentido que no se difunden en la lengua corrientemente hablada (con excepción de los términos cristianos). A pesar de esto, el fenómeno de la composición existe en el latín “vulgar”, pero se trata normalmente de una composición debida al desarrollo de ciertos sintagmas que, empleándose constantemente como fórmulas fijas, llegan a concentrarse, a aglutinarse en un solo vocablo: no existe una efectiva intención compositiva. Así, por ejemplo: sangui suga, arcuballista, rosmarinus, avis tarda (‘avutarda’), auri pigmentum(fr. 'orpiment'), alba spina (fr. 'aubépine'), avis struthius (‘avestruz’), bis coctum (‘bizcocho’), medio die ('mediodía'), medio loco (rum. 'mijloc', fr. 'milieu'), male habitus (it. 'malato'), calce pistare (ital.

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    ‘calpestare’), crucifigere, inde fugere (fr. ‘enfuir’), intra videre, manu tenere (‘mantener’), minus pretiare (‘menospreciar’), mortificare, etc. También aparecen como fórmulas fijas los nombres de los días de la semana (menos sábado, palabra de origen semítico): Lunae dies, Martis dies, Mercurii dies, Iovis dies, Veneris dies, Dominica (dies). Es, este último, un caso particularmente interesante, pues, en efecto, en las lenguas romances que conservaron plenamente el sustantivo dies (prácticamente, el español y el rumano, pues el portugués ocupa aquí una posición suya particular que se aleja de las demás soluciones neolatinas), se mantuvo la conciencia del significado de los sintagmas indicados y se llegó, a eliminar el mismo dies de los nombres de los días de la semana; mientras, al contrario, en las lenguas que no conservaron comúnmente la palabra dies (el italiano y el francés: la forma tiene en italiano empleo limitado), sustituyéndola por el derivado diurnus (it. giorno, fr. jour) se perdió la conciencia integra del valor semántico de dichas fórmulas y se llegó a aglutinar las fórmulas mismas en vocablos únicos. Tenemos, pues:

    El ejemplo es interesante sobre todo porque puede darnos una idea bastante clara acerca del proceso preterintencional de la composición latina.

    En un campo, sin embargo, la composición es más amplia en latín “vulgar” que en latín clásico: en el campo de los elementos funcionales, actualizadores (preposiciones, conjunciones, adverbios). Parecería que en el latín hablado en la época imperial intervino un sentido más preciso de las relacionales espaciales y temporales. Por eso, mientras se pierde toda una serie de preposiciones, conjunciones y adverbios simples, se crea otra serie, compuesta, ab ante (it. avanti, fr. avant), in ab ante (rum. înainte), de unde (esp. donde), in de retro (rum. îndărăt), a foras (esp. afuera, rum. afară), ad tune (esp. ahora), de magis (esp. demás), de in (rum. din), ad tune (rum. atunci), ad hic (rum. aici), in tune (esp. entonces), etc.

    También aparece frecuente la llamada composición verbal (que en realidad es una forma de derivación), con prefijos como ad- in- de- (por el clásico dis-), ex-: adbattere (‘abatir’),

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    *accaptare (‘acatar’ > fr. acheter), ingluttire (it. inghiottire, fr. engloutir, rum. înghiți), *invitiare (rum. învăța), *advitiare (avezar, it. avvezzare), devestire, *excambiare (it. scambiare, fr. échanger, rum. schimbá), exbattere (it. sbattere, rum. sbate), excadere (it. scadere, fr. échoir, rum. scădea). Numerosos son, además, los verbos parasintéticos, es decir los verbos en los que se verifica una doble derivación, con sufijo y al mismo tiempo con prefijo como: adunare, impedicare (rum. împiedicá, fr. empêcher), *arripare (fr. arriver, it. arrivare, de ripa, orilla, costa), inodiare (esp. enojar, de odium), *excaldare (de calidus; esp. escaldar, it. scaldare, rum. scălda, *attitiare (de titio, ‘tizón’; esp. atizar, it. attizare, rum. ațâta), aggenuculari, *ingenuculare, *disramare (esp. derramar *inuxorare (rum. însurá), *excappare (esp. escapar, fr. échapper, it. scappare, rum. scăpá), *expantiare (rum. spintecá), etc.

    Finalmente, el léxico del latín “vulgar” se renueva y se enriquece mediante préstamos de otros idiomas o, de todas maneras, conserva extranjerismos que no siempre pertenecen también al latín clásico. En algunos casos, sobre todo cuando se trata de cosas ajenas al ambiente latino y a la civilización romana o de procedencia extranjera, la palabra de origen extranjero es la única que se emplea; en otros casos los préstamos se conservan al lado de sus sinónimos legítimamente latinos; en otros, finalmente, los extranjerismos llegan a eliminar del uso corriente las palabras latinas correspondientes.

    Sin tener en cuenta las series de poca entidad (como los préstamos de lenguas semíticas) y dejando de lado, por el momento, los préstamos “ibéricos”, distinguimos las siguientes categorías principales:

    a) préstamos itálicos (“oscoumbros”). La mayoría de ellos (como pertica, lupus, bos, asinus, caseus, ursus, furca, furnus, popina al lado del lat. genuino coquina) pertenecen también al latín literario y han sido recordados en otra parte del curso. Agregamos aquí: rufus (lat. genuino ruber), sulfur (lat. sulpur), sifilare (esp. chiflar, lat. sibilare, (esp. silbar), pomex (lat. pumex).

    c) griegos. Son muy numerosos y algunos de ellos llegan a una difusión tal que eliminan del uso corriente las palabras latinas sinónimas; así, petra sustituye a lapis, chorda a funis (que, sin embargo, se conserva en ital. fune y rum. funie), colaphus (esp. golpe, fr. coup, ital. colpo), a ictus, spatha a gladius. También son grecismos: phalanga (‘palanca’), mataxa (‘madeja’), sagma, striga (it. strega), bursa (‘bolsa’), *buxta (gr. pyxída; ital. busta, fr. boite), cara (esp. y port. cara), cata (esp. cada), thius (esp. tío, ital. zío; mientras el francés y el rumano, con oncle y unchiu, continúan el lat. avunculus). Son griegos, además, e inmediatamente reconocibles como tales, o, por lo menos, “calcos” de forma latina y contenido semántico griego, la mayoría

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    de los términos técnicos que se refieren a la religión cristiana (cf.angelus, diabolus, basilica, ecclesia, presbyter, episcopus, propheta, apostolus, evangelium, asceta, batizare, martyl, monasterium, coemeterium, diaconus, etc. etc.). Una mención especial merece el vocablo parabola, que, al pasar del lenguaje eclesiástico al hablar corriente, tomó el significado de verbum (esp. palabra, fr. parole, it. parola, y su derivado parabolare (fr. parler, it. parlare). También deben señalarse particularmente los numerosos verbos en -ire (adaptación de -izein) y los sustantivos femeninos en -issa (como diaconissa), cuyos sufijos resultaron luego muy productivos en latín y lo son hasta la actualidad, en los idiomas romances.

    c) célticos. Son numerosos particularmente después de la conquista de las Galias por César, pero varios de ellos datan de una época más antigua. Muchos de ellos, por su carácter casi siempre técnico, pertenecen también al latín literario (aunque no al latín clásico ciceroniano), la mayoría de las veces como Fredwörter (extranjerismos eventualmente adaptados pero no asimilados y reconocidos normalmente como tales). Pero en el latín hablado de la época imperial ellos se vuelven verdaderos Lehnwörter (‘préstamos asimilados’) y se confunden con el vocabulario genuinamente latino.

    Son celtismos: bracca, cucullus, basiare (‘besar’; docum. en Catulo), caballus, carrus, alauda (‘alondra’), betulla (‘abedul’), cervisia (‘cerveza’), marga, leuga (‘legua’), cambiare, y los claramente populares beccus (it. becco, fr. bec), *caminus, camisia, gamba, *pettia (it. pezza, fr. piece).

    d) germánicos. En el latín de la época imperial entran también algunos elementos germánicos, como *riccus que llega a sustituir a dives, *blancus, ganta, aringus (‘arenque’), suppa (‘sopa’), sapo (‘jabón’, entrado, probablemente, a través del céltico), taxo (‘tejón’), burgus (quizás un cruce del germánico burgs con el gr. pýrgos). Un calco germánico es companio, creado sobre el modelo del gótico gahlaiba (de ga-, con, y hlaibs, pan). Muchos otros germanismos siguieron penetrando durante siglos en el latín de occidente, tanto en el latín corriente (hablado) como en el “bajo latín” (literario) y también en las lenguas romances en la época de su formación, pero la ausencia de todo elemento germánico antiguo en el latín de Dacia y de los Balcanes nos impide considerar los germanismos dentro del latín “vulgar”, si este ha de entenderse como el más amplio sistema de isoglosas continuado por los idiomas neolatinos. Admitiendo que el rumano pudiera haber perdido algún germanismo antiguo en época sucesiva, debemos, no obstante, admitir que la mayoría de los germanismos no eran todavía de uso general en la segunda mitad del siglo III. Nos limitamos, pues, aquí a señalar su presencia: volveremos a ocuparnos de ellos más detenidamente al tratar del elemento germánico del español.

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    Pero el vocabulario latino no se renueva solo mediante palabras nuevas (que son muy numerosas: solo las formas reconstruidas son cerca de mil en el Diccionario Etimológico de Meyer-Lübke, representando un 10% del total de las voces latinas registradas), sino también mediante significados nuevos: mediante la atribución de un contenido distinto a formas idénticas a las clásicas (cf. el caso de lindo o de vereda en el español de América, con respecto al español de España.) Ya vimos ejemplos de extensión de significado en la selección entre “sinónimos” (como en el caso de grandis, apprehendere, etc.)

    Pero el “latín vulgar” presenta además numerosos ejemplos de verdaderos cambios de significado, cuyo proceso puede explicarse mediante una ampliación significativa semejante a la anterior y una nueva especialización, alrededor de un nuevo núcleo semántico: en realidad, el hecho más característico es, justamente, ese desplazamiento del centro significativo, pues a menudo el nuevo significado que una palabra adquiere existía ya antes en su esfera semántica, aunque solo como secundario y no como principal. He aquí algunos de los cambios más característicos: bucca – pasa del significado de ‘mejilla’ al significado de ‘boca’; nitidus – pasa de ‘brillante’ a ‘neto’, ‘limpio’; focus – de ‘chimenea’ a ‘fuego’; camera – de ‘bóveda’ a ‘cuarto’; nepotem – ‘nieto’, ‘sobrino’, se especializa a veces como ‘nieto’ y otras veces como ‘sobrino’ (cf. fr. neveu); sponsus – pasa de ‘novio’ a ‘esposo’; causa – de ‘pleito’, ‘asunto’ a ‘cosa’; mittere – de ‘mandar’, ‘enviar’ a ‘meter’, ‘poner’; hostis – de ‘enemigo’ a ‘expedición’, ‘ejército’; tempestas – de ‘tiempo meteorológico’ (‘tiempo bueno o malo’) a ‘tempestad’; sationem – de ‘siembra’, ‘temporada de siembra’ a ‘temporada’ en general, ‘sazón’; infans – de ‘no hablante’ a ‘niño’; villa – de ‘casa’ de ‘campo’, ‘chacra’ a ‘localidad’, ‘ciudad’; parentes de ‘padres’ a ‘parientes’ (pero cf. fr. parents, rum. părinți – ‘padres’); arripare – de ‘atracar’ (dicho de una embarcación) a ‘llegar’; cognatus – de ‘pariente’ a ‘cuñado’; orbus – de ‘falto de huérfano’ a ‘ciego’; pacare – de ‘aplacar’ a ‘pagar’ (‘aplacar a un acreedor’); machinari de ‘inventar’, ‘tramar’, ‘maquinar’ a ‘moler’ (it. macinare, rum. măciná); fortis – de ‘valiente’ a ‘fuerte’ (físicamente); mulier – ‘mujer’ adquiere a menudo el significado de ‘esposa’ (uxor); robur - pierde el significado metafórico de ‘fuerza’ conservando solo el significado propio de ‘roble’; vectura pasa de ‘transporte’ a ‘coche’; flebilis – de ‘lamentable’, ‘triste’ a ‘débil’ (fr. faible), etc. Particularmente interesantes son una serie de cambios semánticos en los que es evidente una intención metafórica, como el de testa – ‘olla’, ‘tiesto’ que adquiere el significado de ‘cabeza’ (it. testa, fr. tête) el de follis – ‘vegija’, ‘globo’ para jugar que adquiere el significado de ‘loco’ (it. folle, fr. fou), el de angustia – ‘penuria’, ‘escasez’ que adquiere el significado de ‘aflicción’ (it. angoscia, fr. angoisse), el de ingenium – ‘índole’, ‘espíritu’ que pasa a significar ‘estratagema’, ‘expediente’; el de talentum – ‘medida de peso, peso que

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    desequilibra la balanza’, que pasa a significar ‘voluntad’ (indudablemente, por influencia de la conocida parabola cristiana) y luego ‘ingenio’, ‘talento’; el de parabola, que pasa a significar ‘palabra’, etc. Del mismo modo, paganus – ‘aldeano’, ‘campesino’ y luego ‘civil’ (como opuesto a ‘militar’) adquiere por influencia cristiana el significado de ‘pagano’, ‘no creyente’ (dado que los cristianos se consideraban como milites Christi); plicare – ‘doblar’, ‘plegar’ adquiere en Iberia (aplicado a la acción de plegar las velas de las naves al atracar) el significado de llegar (y port. chegar), mientras en Dacia (aplicado a la acción de plegar las carpas) adquiere el significado de ‘partir’, ‘irse’ (rum. plecá). Otro tipo de cambio semántico, también relativamente frecuente, es el que se registra en los cambios de categoría verbal, es decir, en los casos de adjetivos que adquieren el significado de los sustantivos con los cuales iban normalmente acompañados hasta llegar a sustituirlos (como en el caso de directo por treno directo o de atómica por bomba atómica, en las lenguas modernas). Así, por ejemplo, fontana (‘agua’ – ‘agua de fuente’ adquiere el significado de ‘fuente’ (it. fontana, fr. fontaine, rum. fântănă); hibernum (tempus) – ‘tiempo invernal’ el de invierno (it. inverno, fr. hiver, rum. iarnă); focaccia (‘pasta’), el de ‘masa’ (ital. focaccia); pellicia (‘vestis’), el de ‘tapado de piel’ (ital. pellicci a); singularis (porcus), el de ‘jabali’ (it. cinghiale, fr. sanglier); necare (aqua), el de ‘ahogar’ (it. annegare, fr. noyer, rum. înneca); forestis (silva) – (bosque) ‘sin cerca’, ‘sin palizada’, el de ‘bosque’ (it. foresta, fr. forêt; port. floresta interviene además la contaminación con flor); collocare (in lecto), el de ‘acostar’ (it. coricare, fr. coucher, rum. culcá); formaticus (caseus) el de ‘queso’ (fr. fromage, ital. formaggio); ficatum (iecur) – ‘(higado) con higos’ (una comida), el de ‘higado’ (it. fégato, fr. foie, prov. fetge, rum. ficát: el cambio de acento en la forma continuada en esp., ital., fr., prov. se debe al influjo del gr. sykotón).

    2) Fonética

    De las tres cualidades acústicas de los sonidos del lenguaje (cantidad, intensidad, altura musical), dos tenían en latín valor fonológico distintivo: la cantidad (duración) y la intensidad (acento).

    El problema de si el acento latino fuera melódico o de intensidad no está todavía enteramente resuelto o, por lo menos, hay todavía lingüistas que consideran que el acento latino, aun en la época clásica, fuese como el griego, un acento en primer lugar melódico (es decir, de altura musical, de tonalidad). Tal tesis se basa en primer lugar en la terminología latina relativa al acento, que es una simple traducción de los respectivos términos griegos (la misma palabra accentus es “calcada” sobre el gr. prosòdía). Hay, luego, indicaciones de los gramáticos de los cuales se podría deducir que el acento implicara en latín una inflexión musical, en primer lugar, un pasaje de Varrón citado en el De accentibus de Sergio, en el que se dice que el acento es

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    “velut anima vocis”. Además, se observa, los romanos nunca indicaron que el acento latino fuera distinto del griego. El acento de intensidad se habría, pues, desarrollado en latín después de la época clásica, dado que no hay duda que así lo era desde el siglo IV d. C. en adelante, según claras indicaciones de varios gramáticos: Servio (siglo IV) dice que el acento esta “in ea syllaba quae plus sonat y Pompeo (siglo V)” que “illa syllaba, quae accentum habet, plus sonat, quasi ipsa habeat maiorem potestatem”.

    A pesar de esos argumentos, la mayoría de los lingüistas considera actualmente que el acento latino era, desde la época prehistórica, un acento de intensidad. En efecto, la terminología gramatical latina traduce casi siempre los respectivos términos griegos, pero esto no significa que todos los fenómenos gramaticales latinos sean análogos a los griegos. Además, no puede atribuirse mucha importancia al hecho de que los romanos no observaran que su acento fuese distinto del griego, pues se sabe que cada uno interpreta los sonidos de una lengua extranjera adaptándolos a su conciencia fonológica. Pero el argumento más fuerte a favor de esta segunda tesis es que, ya en época prehistórica y en los comienzos de su historia, el latín debía tener un fuerte acento de intensidad en la sílaba inicial (habiendo perdido el acento libre indoeuropeo, quizá por influencia del etrusco), pues solo así se puede explicar la debilitación de las vocales en la segunda sílaba (como sílaba postónica), por ejemplo, en las palabras compuestas con prefijos: capioincipio, facioinficio, armainermis.

    De todos modos, el problema no tiene mayor importancia por lo que concierne a la caracterización del latín “vulgar”, pues, como se ha visto, hay clara evidencia que en época imperial el acento era de intensidad. Además, es evidente que el acento pudo adquirir valor fonológico propio y exclusivo solo con la desaparición de la cantidad vocálica, pues, mientras existía esta, el acento era solo un elemento prosódico secundario, dependiendo su posición de la cantidad de la penúltima sílaba (recuérdese que el acento estaba en latín clásico en la penúltima sílaba, si esta era larga o si la palabra tenía solo dos sílabas, y en la antepenúltima, si la palabra tenía más de dos sílabas y la penúltima era breve) y siendo, por consiguiente, suficiente el ritmo cuantitativo para distinguir los semantemas fonémicamente idénticos.

    Desde que el latín tuvo un acento fijo dependiente del ritmo cuantitativo, sus palabras podían ser solo:

    a) oxítonas o agudas (monosílabos).

    b) paroxítonas o llanas (bisílabos o polisílabos con penúltima larga).

    c) paroxítonas o esdrújulas (polisílabas con penúltima breve). El latín “vulgar” y las lenguas romances no conservan esta situación solo por otras razones que se verán luego, pues

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    normalmente al acento se conserva en latín “vulgar” en la sílaba en que se encontraba en latín clásico.

    Así, por ejemplo, muchas palabras que en latín eran esdrújulas son llanas en la mayoría de las lenguas romances, pero no porque el acento haya cambiado su posición, sino por la debilitación y desaparición de la vocal postónica en latín “vulgar” (sobre todo entre c y l, entre r, l y p, m, d, t), fenómeno por el cual las sílabas antepenúltimas se volvieron penúltimas: dóminus > dómnu, víridom > virde, óculum, óclu, aurícula > orícla, tabula > tabla, cálidum > cáldu, valterum > altru, saeculum > seclu, perículum > períclu, cólaphum > cólpu, etc. Es, este, un fenómeno general en el latín “vulgar”, como lo demuestran las continuaciones romances de los ejemplos citados, pero en las lenguas occidentales, como el español y el francés, la tendencia a reducir las palabras esdrújulas a llanas es más pronunciada que en las orientales (italiano, rumano), que conservan un número mayor de proparoxítonos (cf. esp. fresno, fr. péttine, rum. frásin, piéptene). Otros cambios aparentes en la posición del acento surgen por la caída de varias vocales finales y en francés todas las palabras han llegado a ser oxítonas, por la reducción de las sílabas postónicas en todas las palabras heredadas.

    Pero, repetimos, se trata de cambios aparentes, desde el punto de vista histórico, aunque afecten a veces todo el sistema de una lengua: la regla general es que el acento se mantiene en la misma sílaba en la que se encontraba en latín clásico.

    Las excepciones a esta regla son relativamente pocas:

    a) En latín “vulgar” no encuentra aplicación la conocida regla de la muta cum liquida (es sabido que en latín clásico muta cum liquida, es decir, oclusiva más r, l no hacían “posición”: delante de muta cum liquida una vocal breve por naturaleza quedaba tal y no se volvía “larga por posición”, a los fines de la acentuación, como ocurría delante de otros grupos consonánticos; por consiguiente, si se trataba de una sílaba penúltima en palabra polisílaba, esta no llevaba acento, por lo cual una sílaba penúltima (en palabra polisílaba) lleva acento siempre si su vocal es seguida por más de una consonante: lat. cl. intégrum > lat. vulg. intégru (‘entero’), cáthědra > catédra (‘cadera’), téněbras > tenébras (‘tiniebla’), cólubra > colúbra (‘culebra’).

    b) En los verbos compuestos con prefijos el acento queda en la raíz del verbo y no pasa al prefijo (como en latín clásico), siempre que se mantenga la conciencia de la composición reněgat > renégat (‘reniega’), recĭpit > recípit (‘recibe’), implĭcat > implícat (‘emplea’). El acento en el prefijo se mantiene solo en algún caso en que se pierde el sentido de la composición: comedit > come, collocat > cuelga. Pero tales casos no son normales; en general, no solo se mantiene el sentido de la composición, sino que se rehace el análisis de los verbos

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    compuestos y se restituye a sus temas la forma primitiva: attingit > attangit (‘atañe’), displicet > displacet (ital. dispiace), continet > contenet (‘contiene’).

    c) En latín clásico la desinencia de tercera pers. pl. del pretérito perfecto de indicativo, -ěrunt, se volvió -ērunt y se acentuó, por analogía con las formas en -ēre (dixerunt - dixēre, fecerunt - fecēre), mientras en latín “vulgar” se mantuvo y se repuso la forma arcaica fécěrunt, díxěrunt, lo cual explica las formas fr. firent, dirent, it. fécero, díssero, rum. feáceră (arc.), ziseră. Pero el español, en este caso, continua las formas clasicas en -ěrunt (dijeron, hicieron).

    d) En el caso de ĭ, ĕ en hiato el acento pasa a la vocal siguiente: paríetem > parétem (‘pared’), avíolum > aviólum (‘abuelo’), filíolum > filiólum (‘hijuelo’), mulíerem > vmuliérem (‘mujer’). Si la vocal en hiato es u, esta desaparece y el acento pasa a la sílaba anterior: battúere > báttere (fr. battre, it. báttere, rum. bate), consúere > cósere (rum. coase).

    e) En los casos oblicuos de iste, ille, el acento tiende a pasar a la última sílaba (en Plauto se encuentran íllum e illúm). En español él, ella continúan la acentuación de ílle, ílla, mientras en lo, la se continúa la de illúm, illám. Lo mismo ocurre con illic, illac (illíc, illác), por influencia de hic, hac (cf. esp. allí, allá).

    f) Varios cambios de acento ocurren por cambio de conjugación (pasaje de la tercera a la segunda o viceversa): p. ej., cadere > cadére (‘caer’).

    g) Finalmente, unos pocos cambios de acento, cada uno con su explicación específica, ocurren en algunas palabras aisladas. Así, secále se vuelve ségale (cf. it. ségala, fr. siègle; pero rum. secárá, ficátum se vuelve fícatum (‘higado’) por influencia del gr. sykotón (el latín, que no tenía polisílabos oxítonos, adaptaba como esdrújulos los oxítonos griegos; cf. paraboléparábola, epistoléepístola); trifólium se vuelve trífolum (esp. trébol, fr. trèfle; pero it. trifoglio, rum. trifoiu, de trifolium). La acentuación griega se mantiene, contrariamente a las normas latinas, en palabras como éremus (erémus), bútyrum (butýrum): esp. yermo, it. ermo, burro y, por lo que concierne en particular al español, en Isidro (lat. Isidōrus > Isidoro) y Ebro (lat. Hibérus).

    La cantidad vocálica se pierde en el latín hablado imperial (siglos II-III) y se sustituye por la cualidad, con lo cual el sistema vocálico latino sufre un cambio fundamental. Aquí hay que entender bien el lenguaje particular de la lingüística histórica: no se quiere decir que la cantidad desaparece, pues ella se mantiene en varios casos en la norma y con valor estilístico, ni que surge en cambio la cualidad, pues esta existía ya antes (las vocales breves eran seguramente abiertas y las largas cerradas), sino solo que la cantidad pierde el valor fonológico distintivo y lo adquiere, en cambio la cualidad (que antes era solo un aspecto “no pertinente” de la realización acústica), con lo cual se modifica profundamente el sistema de la lengua. Al

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    mismo tiempo, por la semejanza del timbre la i breve (abierta) y la u breve (abierta) se confunden, respectivamente, con e cerrada y o cerrada (en las inscripciones encontramos: karessemus, semul, menus, columna, en lugar de carissimus, simul, minus, columna). De esta manera, las diez vocales del lat. clásico (ă, ā, ĕ, ē, ĭ, ī, ŏ, ō, ŭ, ū) quedan reducidas a siete (a (central), e (abierta y cerrada), i (alta anterior), o (abierta y cerrada), u (alta, posterior):

    Tal esquema explica el vocalismo del español, portugués, catalán, francés, provenzal, italiano, pero no el de Cerdeña, donde ĭ, ŭ, conservan su timbre (p. ej., pilu, pira, gula, furca, guta - cf. esp. pelo, pera, gola, horca, gota), ni tampoco el de Dacia, donde ĭ se vuelve e (siccus > sec) pero ŭ se conserva como u (gură, furcă, gută), como ocurre también en los elementos latinos del albanés. Por consiguiente, para el sardo el esquema debería ser:

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    y para el rumano:

    Los diptongos ae y oe se simplican, respectivamente, en e (abierta) y e (cerrada): quaerit > querit, caelum > celum, poena > pena. (En latín “vulgar”, por consiguiente, e (abierta) procede de ě y ae , e (cerrada) de ē , ĭ y oe ). Tales simplificaciones eran populares ya antes de la época a la que atribuimos el latín “vulgar”.

    El diptongo au, que se simplificaba en el lenguaje rústico y popular ya en la época clásica, se reduce a o (abierta) en el habla de varias regiones: auricula > oricla, aurum > oru (pero se conserva hasta la actualidad en rumano, donde aurum > aur; lo mismo ocurre en sardo, en Italia no meridional y, parcialmente, en provenzal); si en la sílaba siguiente hay una ū, el mismo diptongo se reduce a a: Augustus > Agustus, augurium > aguriu (esp. agosto, agüero); al mismo tiempo, nuevos diptongos au surgen por la caída de consonantes intervocálicas: avica > *auca, parabola > paraula, fabula > *faula, cantavit > *cantaut.

    También se reducen (o se consonantizan, o caen) las vocales en hiato. Así, tenemos casos de reducción en: prehendere > prendere, cohorte > corte, parietem > paretem, quietus > quetus (‘quedo’); ĭ, ě en hiato se vuelven normalmente y (i consonante): facĭo > *fakyo, haběat >

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    *abyat, sapĭat > sapyat, viněa > vinya; la ŭ en hiato, eu muy a menudo, cae: mortuum > mortu, battuo > batto, quattuor > quattor, ianuarium > ienariu, februarius > febrarius. Pero en algunos casos el hiato se mantiene; así, por ej., en diem, pium, fui, deus, meus, tuus, via, etc.

    Las consonantes del latín clásico eran las que aparecen en el siguiente cuadro:

    En el cuadro no aparece la consonante h porque, aunque mantenida en la grafía, ella desaparece en la pronunciación ya en el siglo I a. C., en la época de Cicerón. En efecto, en las inscripciones encontramos formas como omo (homo), abere (habere), hinsidias (en lugar de insidias: caso de hipercorrectismo).

    Tal cuadro no se modifica sustancialmente en el latín “vulgar” (la única novedad importante es la aparición de nuevas palatales); pero ocurren varios desplazamientos internos:

    P - Se mantiene.

    B - desde el siglo II, se confunde a menudo con la w (u consonante), particularmente en posición inicial y sobre todo en Italia y África; en las inscripciones encontraremos: deuere, uene, boce, por debere, bene, voce; (es este un fenómeno que será luego característico en español, y es interesante hacer notar aquí que el latín de Iberia tiene varias isoglosas en común con el latín de África).

    T - En posición final, que en el lenguaje popular caía ya en época clásica (Cicerón indica como “rusticitas” el no pronunciar las consonantes s, t, r finales), desaparece en casi todo el Imperio: cantat > canta, cantant > cantan (se conserva solo en Galia septentrional y Cerdeña).

    D - se conserva.

    E - se conserva delante de a, o, u, mientras delante de e, i, asume en casi todo el Imperio (menos Cerdeña y Dalmacia) una articulación cada vez más anterior, hasta palatalizarse,

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    volverse africada o asibilarse (> tsh > ts > s). En las inscripciones, sobre todo en las tardías, se encuentran formas como: paze, fesit, Bintcente, intcitamento (por pace, fecit, Vincente, incitamento), que tratan de reflejar la nueva pronunciación. Es difícil establecer con exactitud el grado de palatalización o asibilación y la época en que tales fenómenos ocurrieron; los estudiosos oscilan para su ubicación entre los siglos III y VI, inclinándose la mayoría de ellos por el siglo IV. Además, es indudable que ese desplazamiento de articulación no ocurrió contemporáneamente en todas las regiones del Imperio y tampoco en la pronunciación de todas las clases sociales; mientras ciertos hablantes ya pronunciaban ts (ch) o ts, habrá habido, indudablemente, otros que pronunciaban todavía la k como velar, continuando la pronunciación de la época clásica. De todos modos, las lenguas romances orientales (italiano, rumano) conservan hasta hoy la fase ts (ch) (cf. it. cielo, cena; rum. cer, cina), mientras las occidentales presentan fases ulteriores (ts > θ (th), s). En Cerdeña, en cambio, la velar de la época clásica se mantiene identificada delante de todas las vocales (logud. kelu, kerbu – ‘cielo’, ‘cielo’); lo mismo ocurre en el dalmático meridional (Ragusa), mientras en el dalmático septentrional (Veglia) se palataliza la velar solo delante de i y se mantiene delante de e (cf. kaina, plakar – ‘cena’, ‘placer’).

    G - como k, se mantiene delante de a, o, u, y asume, en cambio, una articulación anterior, en casi todo el Imperio, delante de e, i, llegando, en época imprecisada, a y (fricativa palatal) y a dz, z. Como en el caso de k, el desplazamiento de articulación no ocurre en sardo ni en el dalmático.

    W - (u consonante; en la grafía: u, v) se confunde a menudo con b y u vocal (en el Appendix Probi encontramos: “ rivus non rius”).

    S - en posición final desaparece en la Romania oriental (Italia y Dacia), desde el siglo II d. C., conservándose, en cambio (y hasta reponiéndose, por influencia culta, de la lengua escrita, también en los casos en que ya caía en el latín arcaico y en el habla popular), en la Romania occidental (Iberia, Galia, Cerdeña). El hecho es muy importante porque afecta profundamente, como ya se ha visto, las desinencias nominales y verbales. La s inicial impura (es decir, seguida por otra consonante) toma a menudo, desde el siglo II d. C. una vocal (i o también e), sobre todo si la palabra que precede no termina en vocal: illa spatha, pero cum ispatha; illa schola, pero in ischola; spiritum > espiritum. Este fenómeno caracteriza hasta la actualidad los romances de Galia e Iberia.

    Y - (i consonante; en la grafía: i) se conserva.

    R - normalmente se mantiene; en posición final desaparece en alguna región (Dacia, Lusitania): frater > rum. frate; mater, pater > port. mate, pate > mae, pae.

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    L - normalmente se mantiene; solo hay que observar que delante de una consonante o cuando es doble (alba, alter, stella), asume una articulación cada vez más velar, acercándose a una u.

    M - en posición final desaparece. En realidad, ya en la época clásica y en la lengua literaria no se pronunciaba sino, a lo sumo, como nasalización de la vocal precedente (Quintiliano: “etiamsi scribitur tamen parum exprimitur”). Solo se conserva en algunos monosílabos como quem (esp. quien), rem (fr. rien).

    N - se conserva normalmente, desapareciendo solo a veces en posición final: examen > exame, aeremen > aerame.

    Algunos cambios importantes ocurren en ciertos grupos consonánticos:

    Ns > s: así: mensa > mesa, sponsi > sposi, insula > isula, consuere > cosere, constat > costat (cf. esp. mesa, esposo, isla, coser, cuesta).

    Rs > ss: ya en el siglo I, particularmente en Iberia (App. Pr. “persica non pessica”).

    Ks > s: (ex > es, xt > st): dexter > dester (inscr.).

    Cons + y: Son estos de los grupos históricamente más importantes, pues está entre los menos estables, ya que, por in influencia de la y, la consonante precedente llega a menudo a palatalizarse (cf. la pronunciación esp. vulg. Antoño por Antonio) o a asibilarse. Los grupos más frecuentemente afectados son: ty, ky, dy, gy, ly, ny, ty y ky se confunden frecuentemente en una única articulación palatal (probablemente t’) desde el siglo III, según lo demuestran grafías erróneas como: concupiscencia por concupiscentia, acatia por acacia, mendatium por mendacium, erudicio por eruditio, pacientiam por patientiam; ulteriormente (siglo IV), la palatal se vuelve africada (ts) y hasta sibilante, según lo demuestran grafías como: proinse (provinciae), aecletiae (ecclesiae), Vincentza, Terensius, Laurenzio. Por lo que concierne a ty, tenemos el interesante testimonio de Papirio (s.v.): “iustitia cum scribitur tertia syllaba sic sonat quasi constet ex tribus litteris: t, z, et i”. Dy y gy se confunden a menudo en una única articulación palatal, según lo demuestran grafías como: fastigium por fastidium, corridiae por corrigiae, anoget (inodiat), y llegan a dar y (cf. corrigia > esp. correa, adiuto > esp. ayudo; App. Pr.- “calestegis non calosteis”). Pero, con frecuencia también, y desde muy temprano (s. II), dy se asibila, transformándose en z, según se deduce de grafías como oze por hodie; baptidiare por baptizare (Per. Aeth.), y también de la transcripción de la letra griega zeta con di y viceversa (cf. medium > it. mezzo, rum. miez). Ly, ny se palatizan ciertamente ya en la época imperial, dando l’, n’ (filia > filya > *fil’a; vinea > *vinya, > *vin’a), aunque falten grafías bastante antiguas que puedan demostrarlo: en efecto, sus resultados en las lenguas romances no dejan lugar a dudas.

    Eugenio Coseriu: La evolución de la lengua española - 239 -

    Kw, gw: - (en la escritura: qu, gu) se conservan normalmente delante de a y pierden, en cambio, el elemento labial (w) delante de las demás vocales. En el Appendix Probi encontramos: “coquens non cocens”, “coqui non coci”; cf., además, cuando > esp. cuando, it. cuando; pro quem > esp. quien (es decir, kyen), quis > it. chi.

    3) Morfología

    Cambios esenciales (en los que se manifiesta una fuerte tendencia al análisis y a las formas perifrásticas, en sustitución de las formas sintéticas anteriores) ocurren en el sistema morfológico del latín hablado de la época imperial. Se trata de cambios tan profundos que, al ser llevados a cabo, llegan a modificar radicalmente el mismo tipo lingüístico del latín, alejándolo notablemente del tipo arcaico que representaba, hasta el siglo I d. C., en el conjunto de las lenguas indoeuropeas. Si es que los cambios lingüísticos reflejan un cambio de mentalidad, de visión de mundo, tal cambio puede comprobarse sobre todo en las modificaciones que sufre en época imperial el sistema gramatical del latín, las que muy pronto hacen que las variedades neolatinas se opongan al latín “clásico” verdaderamente como “otras” lenguas.

    Las cinco declinaciones se reducen a tres: I, II y II. La cuarta declinación se confunde con la segunda. Por tener algunas desinencias en común con ella y por existir, ya en latín clásico, sustantivos (nombres de árboles) que admitían los dos paradigmas. Los sustantivos de quinta declinación, que no eran muchos, pasan en parte a la tercera y en parte a la primera con las cuales la quinta presentaba cierta analogía en las desinencias (además, ya en latín clásico había sustantivos que tenían dos formas, una de la primera declinación y otra de la quinta: avaritia y avarities, calvitia y calvities; se eliminan, pues, las formas de la quinta. Y se conservan las de la primera. Los casos oblicuos tienden a confundirse con el acusativo, es decir que se manifiesta la tendencia a reducir los casos gramaticales a dos: un caso recto y un caso oblicuo. El neutro se confunde con el masculino, particularmente en la segunda declinación (por la desaparición de la m final); pero, en general, el neutro tiende a desaparecer también en la tercera declinación y en la cuarta. (Los pocos neutros de la cuarta pasan, naturalmente, a la segunda).

    En la tercera declinación, las tres clases de adjetivos se reducen a dos, pasando los adjetivos de tres terminaciones a la categoría de los de dos terminaciones. También hay varios pasajes de adjetivos de la tercera declinación a la clase de los de la primera y segunsa; en el Appendix Probi encontramos: “acre non acrum”, “pauper mulier non paupera mulier” (cf. Cena Trimalch., pauperorum por el clásico pauperum), “tristis non tristus”.

    Las formas de comparación sintéticas en -ior, -ius desaparecen y se sustituyen por las formas perifrásticas con magis y plus (normales ya en latín clásico, en los adjetivos terminados

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    en -eus, -ius, -uus, como idoneus, egregius, vacuus). En los numerales se introduce cierta normalización y una mayor asimilación a los adjetivos, mediante formas analógicas como du por due y *ambi por ambo. Los numerales de 17 a 19 (en el caso del español también 16) pasan de la forma aglutinada a la forma analítica: dece ac septe, dece ac octo, dece ac nove. En los nombres de las decenas se verifican contracciones viginti > venti, triginta > trenta. Entre los pronombres y adjetivos numerales, ego se vuelve *eo (sard. eo, esp. yo, port. y rum. eu, it. io, ant. fr. gié, prov. iéu); ille, ipse se emplean cada vez como pronombres personales de tercera persona. Los posesivos enclíticos se hacen cada vez menos numerosos: vfrater meus > meus frater (pero no ocurre así en Italia meridional y Dacia, donde se mantienen las formas enclíticas; cf. rum. frate-meu, mama-mea); vester vuelve, por analogía con noster, a la forma arcaica voster; hic sustituye a menudo a is que, a su vez, es sustituido por ille: idem desaparece, reemplazado por id ipsum, y se juntan y aglutinan pronombres para lograr mayor expresividad: iste ipse, ecce iste, *metipse (istu ipsu > it. stesso; ecce istu > rum. acest; *metipsum > it. medisimo, esp. mismo, fr. même, etc. Alter prevalece sobre alius, que se desaparece; uter desaparece; quidam y aliquis son sustituidos, respectivamente, por certus (homo cuidam > certus homo) y alicunus (esp. alguno). También el sistema verbal se modifica profundamente. Los verbos deponentes pasan a la voz activa: sequor, machinor, nascor se vuelven *sequo, *machino, *nasco (cf. en Cena Trim., argutat por argutatur, loquere por loqui). Varias formas desinenciales desaparecen y se sustituyen por formas analíticas (con verbos auxiliares): el futuro imperfecto en -bo, -bis y en -am, -es se sustituye por el perifrástico con habeo o volo (en lugar de cantabo: cantare habeo, cantare volo; más tarde la forma con habeo se aglutinará: cantar-e); al lado del perfecto feci aparece el perfecto factum habeo o habeo factum (‘he hecho’). El imperativo futuro desaparece, extendiéndose el uso del imperativo presente; también desaparece el imperfecto del subjuntivo (conservándose solo en Cerdeña y parcialmente en Dacia); el infinitivo perfecto desaparece y se rehace luego perifrásticamente (lat. cantavisse – esp. haber cantado); el participio futuro activo pierde el valor verbal y se vuelve un simple elemento de vocabulario (adjetivo); también desaparece el gerundivo (el llamado participio futuro pasivo), que se confunde con el gerundio: con este desaparecen las dos conjugaciones perifrásticas, activa y pasiva.

    Hay, además, muchos pasajes de una conjugación a otra. Así, los verbos en -o de la tercera conjugación (tipo capio), por analogía con el tipo audio (con el cual tenían varias formas en común), pasan a la cuarta conjugación: cupere se vuelve cupire (forma que ya se encontraba en lat. arcaico) y mori, moriri (y luego morire) – cf. App. Pr. “fugere non fugire”. Dado que en lat. vulg. eo > io, también muchos verbos de la segunda conjugación pasan a la cuarta (ere >

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    ire): las lenguas romances continúan *florire, *implire, *lucire, *putrire, putire, *languire. Por otro lado, verbos de la tercera (en ere) pasan a la segunda, confundiéndose con los verbos en -ere; así *papere, *cadere. Y, viceversa, verbos en -ere pasan a la tercera conjugación (en -ěre): ridere, tendere, respondere, *mordere, augere, miscere, *torquere. Los infinitivos anómalos, como posse, velle, se alargan y se regularizan, rehaciéndose sobre la base de formas que ellos mismos presentan en su conjugación, como potui, volo, volebam (*potere, *volere); del mismo modo, esse se vuelve *essere; sufferre > *sufferere > *sufferire, offerre > offerere > offerire, sequi > *sequere > sequire. En los presentes de -eo, -io desaparece a menudo el elemento y: *sento, *dormo; en Iberia y Oriente también morior > *morio > *moro (y se mantiene, sin embargo, en toda una serie de verbos como: debeo, deceo, iaceo, maneo, placeo, soleo, taceo, teneo, valeo, video, audio, salio, venio, frurio, capio, sapio, etc.). Se forman muchos incoativos en -isco (floreo > *florisco, obedio > *obedisco). Las desinencias en el plural tienden a confundirse con las de los verbos en -are. En los verbos muy empleados, como habere, stare, dare, vedere, facere, el latín “vulgar”, según se deduce de las lenguas romances, debía tener formas próximas de presente de indicativo, distintas de las clásicas; así, de habeo: *hayo, *has, *hat, *habunt; de stare: *stao, de dare > *dao, *daunt; de vadere: *vao, *vaunt; de facere: *faceo, *fao, *fas, *fat, *famus, *fatis, *faunt. Los presentes de posse y velle se vuelven regulares (de *potere y *volere). En cambio, se mantiene bastante bien el presente de indicativo de esse.

    Los cuatro tipos de presente de imperativo e indicativo se reducen a tres. En el imperfecto de indicativo, al lado de las desinencias -bam, -bas, -bat, aparecen las desinencias *-ía(m), -ías, -íat, -íamus, -iázis, -íant. En el perfecto de indicativo, -avi e -ivi se contraen en -ai y -ii. Sobre modelos como dedi, se crean formas analógicas como vendidi. Se difunden en los verbos de la tercera. Los perfectos de -ui y -si: *movui, *comovui, *bibui, *recepui, *rupui, *stetui, *fransi, *tolsi, *volsi, *quaesi, etc.

    Las formas contractas, como cantaram y cantasem, adquieren gran difusión, eliminando a las formas largas, como cantaveram y cantavissem (después de Augusto, las formas contractas son las normales).

    Las formas pasivas desaparecen totalmente, rehaciéndose luego con el mismo auxiliar esse (que se empleaba en latín clásico para los tiempos perfectos), pero sobre nuevas bases. De toda la voz pasiva, queda solo una reliquia: el participio pasado en -atus, -itus, -utus, que se conserva hasta la actualidad con el sentido de pasivo, aunque no con el pasado. En ese participio se multiplican las formas en -tus, -sus *offertus, *persus, *faltus, etc.

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    En conclusión: más que una corriente evolución se asiste a una verdadera revolución en el sistema verbal latino.

    Profundas modificaciones intervienen también en lo que atañe a los vocablos deícticos (además de los pronombres, que ya vimos), actualizadores y relacionadores. Así, en los adverbios de lugar, que se vuelven más numerosos (por composición), se pierden a menudo la distinción entre estado en un lugar y movimiento hacia un lugar (entre locus ubi y locus quo, o sea, entre lugar propiamente dicho y dirección), y la de otros matices del latín clásico. Entre los adverbios de tiempo, se conservan hodie (esp. hoy, port. hoje, it. oggi, fr. -hui en aujourd’hui y heri (esp. ayer, it. ieri, fr. hier, rum. ieri); se pierde, en cambio, cras, sustituido por mane, de mane (rum. mâine, it. domani, fr. demain); nunc y olim se emplean poco.

    Los adverbios de manera, exceptuándose unos pocos que se conservan (como bene, male), toman la forma neutra de los adjetivos correspondientes: se confunden, pues, con el masculino del adjetivo los derivados de adjetivos de primera y segunda declinación (dada la caída de m final), y terminan en e los derivados de adjetivos de la tercera (por consiguiente: fortiter > forte). Además, para insistir en la actitud espiritual del individuo (seguramente por influencia cristiana), se crea una nueva forma adverbial, con el femenino del adjetivo y el sustantivo mens en ablativo (clara-mente, forte-mente), forma que más tarde se aglutinará y se volverá la forma adverbial normal en español y en todos los romances occidentales.

    Muy características del latín “vulgar” son las nuevas preposiciones “sintéticas”, creadas para lograr una mayor determinación espacial y temporal: abante (it. avanti, fr. avant), in-abbante (rum. înainte), de subtus, de foris, de intus, de trans, de retro, in contra, etc.

    4) Sintaxis

    Una revolución parecida a la que sufrió el sistema verbal se verifica en la sintaxis: toda la construcción de la frase latina se modifica profundamente. En general, la frase se vuelve mucho más sencilla, abandonándose el complejo hipérbaton, que ya en la época clásica era más bien literario, y prefiriéndose a menudo la parataxis a la hipotaxis; el orden de las palabras se vuelve más fijo; los sintagmas sintéticos se vuelven en buena parte analíticos.

    Aparecen en la lengua hablada nuevas formas de determinación: ille, unus se emplean cada vez más con valor de artículos o de casi artículos: así, en la Vulgata, homo ille muchas veces no significa propiamente “aquel hombre”, sino más bien “el hombre”.

    Dada la confusión de los casos oblicuos desinenciales con el acusativo, en lugar del genitivo se emplea el acusativo con ex, ab y, sobre todo, con de, particularmente, y, en primer lugar, en sintagmas como: urbs Romae, timor Dei; y en lugar del dativo (complemento indirecto) se emplea el mismo acusativo (o caso oblicuo general) con la preposición ad.

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    El posesivo de tercera persona suus, sua, suum, particularmente en plural, es sustituido a menudo por el genitivo de los demostrativos is, ille; pero, sobre todo, se pierde la distinción entre suus y eius, illius.

    La comparación de los adjetivos, como ya se ha visto, se hace con magis, en primer término, y luego también con plus (conservan magis las áreas laterales, es decir, Dacia e Iberia: rum. mai, esp. más, port. mais; presentan, en cambio, plus Italia y Galia: it. più, fr. plus), y el complemento del comparativo no se construye más en ablativo sino solo con quam, o también con de (magis firtis quam; magis fortis de). El superlativo en -issimus cae en desuso (será reintroducido más tarde, por influencia culta) y en la forma analítica se emplea multum en lugar de maxime (cf. esp. muy bueno, it. molto buono); el complemento de superlativo se construye con de, de in (en lugar de ex, inter). El acusativo con infinitivo se sustituye por oraciones subordinadas normales, particularmente con quia (cf. Cena Trimal. “Dixit quia mustela comedit”).

    En los complementos de lugar se confunden con frecuencia las distinciones entre estado y movimiento (como en los respectivos adverbios) y caen en desuso los complementos de lugar sin preposición (los tipos como Romae, Romam, pasan a in Roma, ad Roma). En general, son raros los complementos sin preposición: como grupos nominales se conservan solo los complementos de duración (regnavit tres annos) y de precio o valor (constat tribus assis). El complemento de causa no se construyó más con el ablativo ni con el acusativo con ob, propter, sino con pro (esp. por); la expresión del complemento de instrumento se confunde con la del complemento de compañía, empleándose la preposición cum.

    Un hecho que interesa a la sintaxis tanto como a la morfología es el de las perífrasis verbales. Ya vimos la del futuro con habeo o volo (y también con debeo), que luego se aglutinará, creándose así un nuevo futuro “simple”. Una perífrasis semejante es la del participio empleado como complemento, del tipo habeo coltellum compratum (literalmente: “tengo un cuchillo comprado, tengo comprado un cuchillo”, que dará origen al pretérito compuesto (esp. he comprado), por perder gradualmente el verbo habere su valor de semantema y volverse simple auxiliar, es decir, que de a poco el tipo habeo hoc factum se vuelve equivalente a hec feci. Perífrasis verbales, y en particular la forma reflexiva, se emplean también para expresar la voz pasiva (dicitur > se dicit, prohibetur > se prohibet). Cambios esenciales intervienen, asimismo, en las formas de la frase.

    En la oración negativa se generaliza non, que sustituye a las otras negaciones, como haud, que desaparece completamente. Se vuelven, además, corrientes las formas con dos negaciones (que no admitía el latín clásico) como: non respondit nihil (lat. cl. nihil respondit), non vide

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    neminen (lat. cl. neminen vidi), y, para lograr mayor expresividad, se insiste en la negación añadiendo nombres que indican objetos pequeños o actos breves como: res, gutta, mica, punctum, pluma, passus (non video rem, non video guttam, non video punctum, etc.); nombres que poco a poco perderán su valor de semantema y se volverán simples morfemas de negación (cf. fr. rien, pas, point, it. mica). En lugar de nisi (para indicar una excepción en la negación) se emplea non... magis (‘no más’).

    En la oración prohibitiva se emplea poco el imperativo con negación y cae en desuso la forma noli + infinitivo (tipo noli tangere - ‘no toques’). En su lugar se usa ne + subjuntivo presente (ne plores - ‘no llores’) o non + infinitivo (it. non cantare, rum. nu cântá).

    La oración interrogativa se simplifica, desapareciendo las varias partículas interrogativas, como utrum, an, ne, num, nonne, y se pierden, por lo tanto, los varios matices que mediante ella expresaba el latín clásico, o, mejor dicho, la expresión de tales matices queda a cargo del contexto y la entonación.

    En las contestaciones a una interrogación se deja de repetir el verbo empleado por el primer hablante, como se hacía en latín clásico: (Fecisti hoc? Hoc feci, sic feci; Dixisti? Dixi), prefiriéndose la brevedad del simple hoc (Fecisti hoc? Hoc) o del adverbio sic (Fecisti? Sic), que se vuelven partículas afirmativas (esp. it. , port. sim, prov. oc; en francés tenemos hoc illum > oil > oui. En las interrogativas modales, quomodo se reduce a *quemo (esp. port. cómo, it. come, rum. cum). En las interrogativas de lugar, ubi se emplea también para dirección, eliminando a quo (Quo vadis? Ubi vadis?); en las interrogativas de tiempo y de cantidad se mantiene quando y quantum (esp. cuando, cuánto; it. quando, quanto; fr. quand; rum. când, cât).

    El período coordinado se mantiene semejante al del latín clásico (pero et sustituye las demás conjunciones copulativas de idéntico significado, como ac, atque, -que; vel es sustituido por aut: esp., it. o, fr. ou; seu se mantiene solo parcialmente: rum. sau; sed, at, verum, petius ceden su función a magis: esp. más, port. mais, it. ma, fr. mais), con la diferencia que, como ya se dijo, se vuelve mucho más frecuente.

    La interrogativa indirecta se transforma en completiva (con infinitivo): nescio quid dicem > nescio quid dicere, nescio quo eam > nescio ubi ire. En las interrogativas indirectas dobles, utrum y an se sustituyen por si: nescio utrum Romanus an barbarus sit > nescio si Romanus aut barbarus est; die mihi an Romanus sis > dic mi si Romanus es. La conjunción ut desaparece, sustituida particularmente por quod; el cum temporal es sustituido por quando; dum por dum

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    interim (domentre, dementre – esp. mientras, it. mentre); quoniam se sustituye por quia y, sobre todo, por quod; sicut y quemadmodum se sustituyen por quomodo (*quomo, sic quomodo sic *quomo) esp. como; el ut comparativo se sustituye por sic, quod; quamvis, etiam, quamquam caen en desuso. En la frase condicional se pierden las sutiles distinciones clásicas entre intención y probabilidad y nisi se sustituye por si no.

    Nuestra descripción, necesariamente sumaria, ha dejado de lado un gran número de innovaciones surgidas en el latín hablado de la época imperial. Pero ella alcanza para darnos una idea de la rapidísima evolución sufrida por la lengua de Roma y hacernos comprender como, a poco siglos, de la época clásica, el latín corrientemente hablado, aun conservando cierta unidad, presentara ya un tipo lingüístico que se acercaba más al tipo representado hoy por las lenguas romances que al que representaba el latín de Cicerón: en efecto, la mayoría de los elementos indicados caracterizan hasta la actualidad los idiomas romances y constituyen la mayoría de las principales isoglosas que aseguran todavía la unidad romance.


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    4. La fase prerromance

    Primeras diferenciaciones importantes correspondientes a los actuales idiomas neolatinos y sus causas. La partición de las lenguas romances. Posición del sistema español en el grupo occidental y en el grupo iberorromance, frente al portugués y al catalán.


    En la breve descripción que hemos dado del “latín vulgar”, hemos considerado a ese como una lengua más o menos unitaria, aun indicando que se trataba de una abstracción y aun sin ignorar que —tratándose de un sistema de isoglosas con extensión en el espacio y en el tiempo— en “latín vulgar” había necesariamente diferencias regionales, sociales, estilísticas y cronológicas. Hemos visto que, oponiendo el “latín vulgar” al latín clásico, encontramos en él fenómenos que caracterizarán más tarde el romance en general, como isoglosas diferenciales entre este y el latín clásico.

    En este capítulo indicaremos, en cambio, las principales líneas de fraccionamiento del “latín vulgar” en varios neolatinas. Por eso, el título del capítulo no debe engañar: en realidad nuestro objeto sigue siendo el mismo “latín vulgar”, solo que, mientras en el capítulo anterior nos ocupábamos particularmente de lo que lo diferencia del latín clásico, de las isoglosas que (ya sea que se trate de elementos francamente populares o rústicos o de innovaciones) caracterizan su individualidad y justifican (desde el punto de vista estrictamente glotológico y no lingüístico-cultural) el considerarlo como “otra lengua” distinta del latín clásico (pues es sabido que, desde el punto de vista puramente glotológico, cualquier sistema de isoglosas convencionalmente delimitado puede llamarse “lengua” ahora nos ocuparemos de las diferencias internas que surgen y se afirman en ese mismo latín vulgar: de las líneas isoglosas que pueden delinear otros sistemas menores dentro del sistema mayor que llamamos “latín vulgar”.

    Evidentemente, esas diferencias internas existieron siempre, como en cualquier lengua hablada, así como, en todo momento y necesariamente, existieron diferencias entre el latín corrientemente hablado y el latín literario. Pero, así como hasta el Imperio no se justifica plenamente el uso del concepto particular de “latín vulgar” (hasta esa época es preferible hablar simplemente de “latín hablado”, pues entre ese y el llamado “latín clásico” no había aún diferencias mayores que las que comúnmente existen entre lengua oral y lengua escrita, lengua corriente y lengua literaria, lengua diaria y lengua docta), sería insuficientemente justificado el tratar de distinguir sistemas menores dentro del “latín vulgar” mientras ese aparecía más o menos unitario, pues tales sistemas resultarían todavía insuficientes para indicarnos los

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    primeros trazados de las que serán luego las fronteras lingüísticas neolatinas. Por eso, justamente, dado que tenemos que indicar cómo y por qué el “latín vulgar” se fraccionó en varias lenguas, es decir, como las diferencias que se advertían ya en “latín vulgar” llegaron a ser tan notables como para hacernos hablar de más de una lengua, a constituir líneas de verdadera escisión en ese sistema que hasta entonces podía considerarse como más o menos unitario, referiremos el examen de dichas diferencias a una época ulterior a la que nos sirvió de marco para la consideración del “latín vulgar” como lengua ya diferenciada del latín “clásico”, y precisamente a los siglos del IV al VI.

    En efecto, según las investigaciones más recientes, la consideración del “latín vulgar” como sistema más o menos unitario se justifica hasta el siglo III d. C. y comienzos del IV: es que en esa época las diferencias regionales en el latín corrientemente hablado, que indudablemente existían y se volvían cada vez más notables, no eran todavía tan esenciales como para impedir o dificultar la intercomprensión entre las varias regiones del Imperio. Después de esa época, mientras, por un lado, el ritmo evolutivo del latín corrientemente hablado se hace cada vez más rápido (volviendo, por consiguiente, cada vez más profundas las diferencias entre la lengua corriente y la lengua literaria o docta), por otro lado, se aceleran cada vez más los movimientos divergentes, creándose importantes límites regionales dentro de esa misma lengua corriente, hasta que, después del siglo VI, esos límites regionales resultan tan importantes que ya justifican el considerar cada uno de los sistemas menores por ellos delineados como una nueva “lengua”. (Es decir que, cuando decimos que las lenguas romances son el mismo latín en una nueva fase de su evolución, nos referimos a las isoglosas que ellas todavía tienen en común y señalamos el hecho de que también muchos de los elementos que las diferencian pueden encontrar una base común en el mismo latín; mientras cuando hablamos de las grandes variedades neolatinas como de otras tantas lenguas, nos referimos, en primer lugar, a las isoglosas particulares que las diferencian).

    Todo esto, naturalmente, no ocurrió independientemente de la historia del Imperio Romano, sino que, justamente, esa escisión de la lengua latina hablada se debe a factores históricos, se relaciona íntimamente con la historia política y cultural de la romanidad. Es necesario, pues, considerar brevemente dichos factores históricos, antes de ver como ellos se reflejan en la evolución lingüística.

    Con Trajano, en 107 d. C., el Imperio Romano llega prácticamente a su máxima extensión territorial, con la conquista de Dacia. Después de esta fecha, podemos decir que se modifica el rumbo mismo de la vida del Imperio: el Imperio no busca más nuevas conquistas, sino que tiene

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    que defender sus fronteras contra varios pueblos, particularmente contra los partos en Oriente y contra los germanos en Europa.

    En los siglos sucesivos a la ocupación de Dacia, todas las provincias (menos Grecia y las zonas griegas o grecizadas) se romanizan fuertemente: Roma domina realmente su Imperio, no solo política y militarmente sino también lingüística y culturalmente.

    Pero, al mismo tiempo, en el enorme estado hasta entonces tan estrictamente centralizado, empieza un movimiento de descentralización.

    El primer síntoma y efecto de esa descentralización es la decadencia del prestigio de Italia y de Roma en el Imperio. En los comienzos de la hegemonía de Roma en Italia y durante casi toda la época de la república, eran ciudadanos romanos solamente los latinos y los laciales. En el año 90 a. C. se otorga la ciudadanía a todos los pueblos itálicos. Por otro lado, ya en la República, pero sobre todo durante el Imperio, las provincias se colonizan con ciudadanos. Ciudadanos romanos se dirigen hacia las provincias, donde se radican y viven como funcionarios, militares, comerciantes, terratenientes, etc., relacionándose y mezclándose con las poblaciones locales. Empieza, pues, a haber muchos ciudadanos provincianos, muchos ciudadanos que viven toda su vida en las provincias y ciudadanos que nacen en las provincias.Al mismo tiempo, para la defensa de sus fronteras, el Imperio necesita un número cada vez mayor de soldados. Al principio los soldados eran todos laciales, pero, por las continuas guerras, se vuelve necesario que también los itálicos pasen a integrar las filas de las legiones, que luego se abren asimismo para provincianos y hasta para extranjeros, los cuales, ya por el hecho de ser soldados del Imperio, adquieren la ciudadanía romana. Con el tiempo, el número de provincianos y extranjeros en el ejército aumenta cada vez más, y se reduce, en cambio, proporcionalmente, el número de los latinos y de los itálicos, que tienen mayores pretensiones. Ya el emperador Vespasiano reduce oficialmente el número de los italianos en las legiones, y de a poco los soldados laciales e itálicos quedan solo en las cohortes de pretorianos, que permanecen en Italia, mientras que el ejército que combate en las fronteras está constituido casi enteramente por provincianos y extranjeros.

    Por otro lado, las provincias (particularmente Hispania y Galia) adquieren gradualmente mayor importancia económica, por ser más ricas que Italia. De esta manera, las prerrogativas y el prestigio de Roma en el Imperio disminuyen cada vez más. Aun siendo siempre la capital del Imperio, Roma no es más el lugar de residencia de los emperadores: mientras los emperadores de la dinastía Julia residían normalmente en Roma, los flavios residen entre Roma y las provincias, y los emperadores militares apenas si pasan por la capital, para hacerse confirmar o

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    para celebrar los triunfos. Los emperadores se proclaman en las fronteras donde combaten las legiones y viven en las provincias, con el ejército.

    Al mismo tiempo, los ciudadanos provincianos son los más activos en la vida económica del Imperio, y también en la vida política y cultural. Hasta los Claudios, Roma es el centro comercial del Imperio; más tarde, en cambio, las provincias establecen un tráfico independiente entre ellas: así, por ejemplo, Galia, al comerciar con Panonia, no lo hace a través de Roma, sino directamente, a través del norte de Italia. Muy pronto, en la misma Roma, los elementos más ricos y cultos proceden de las provincias, sobre todo de Hispania y Galia, que son las más adelantadas. Proceden de Hispania, como es sabido, hasta emperadores como Trajano y Adriano, y escritores de los más ilustres, como los dos Sénecas, Quintiliano, Lucano, Marcial. Todo esto prepara un acontecimiento fundamental en la historia del Imperio: el acto llamado Constitutio Antoniana, mediante el cual, en 212 d. C., el emperador Caracalla otorga la ciudadanía romana a todos los habitantes del Imperio.

    Con el edicto de Caracalla se consagra la descentralización del Imperio. Poco tiempo después, intervienen otros factores, exteriores, que aumentan todavía tal descentralización. En 257 el Imperio sufre la primera pérdida territorial importante: los godos ocupan Dacia, y en 271 el emperador Aureliano tiene que reconocer oficialmente la ocupación, abandonando la provincia y retirando de ella las legiones y los funcionarios.

    Luego, mientras los germanos presionan en las fronteras, los mismos jefes del Imperio se dan cuenta de que una administración única resultaba inapropiada para un país tan extenso. Por eso, Diocleciano se asocia a Maximiano como “Augusto”: son, pues, dos emperadores, y cada uno de ellos se toma un “César”.

    El Imperio tiene cuatro jefes y es dividido en cuatro territorios: Itálica, con la capital en Milán; el oeste, con la capital en Tréveris (actualmente Trier, en Alemania); los Balcanes, con la capital en Sirmio; y el oriente, con la capital en Nicomedia (284). En 284, pues, Roma deja de ser, hasta oficialmente, capital del Imperio. Constantino (324) rehace provisionalmente la unidad del Imperio, pero, al mismo tiempo, da impulso a un nuevo movimiento de división, al elevar a Bizancio a metrópoli del Oriente. Finalmente, la oposición entre el Oriente griego, en gran parte no romanizado, y el Occidente, se consagra políticamente e 392 por el emperador Teodosio, que divide el Imperio entre sus dos hijos; Arcadio y Honorio, dando al primero el Oriente, con la capital Bizancio (Constantinopla), y al segundo el Occidente, con la capital no en Roma sino en Rávena. De este modo, el Oriente, sustraído al influjo de las regiones romanizadas, queda griego: hasta los emperadores, la corte y los altos funcionarios, que en el comienzo hablaban latín, lo abandonaron pronto por el griego, de manera que el “Imperio

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    Romano de Oriente” queda “romano” solo de nombre. Mientras tanto, el Occidente es sometido a golpes cada vez más fuertes por parte de los bárbaros, perdiendo cada año nuevos territorios ante los germanos, hasta que, en 476, los últimos restos libres del Imperio y la misma ciudad de Roma caen en poder de una población germánica.

    Después de la caída del Imperio Romano de Occidente, hubo varios intentos de reconquista por parte del Imperio de Oriente, que tuvieron éxito sobre todo bajo Justiniano: se reconquistó, en efecto, Italia y se creó el exarcado de Rávena. Pero esa acción militar y política no pudo interrumpir ni detener la progresiva germanización de Occidente.

    La penetración germánica en la Romania occidental tuvo aspectos pacíficos y graduales antes de tomar el aspecto de rápida conquista militar. Los germanos entraron ante todo como soldados en las legiones y su número aumentó tanto que en los últimos años del Imperio había legiones enteras constituidas por “bárbaros”. Luego penetraron como colonos, buscando trabajo, paz y seguridad, al amparo de las fronteras romanas; sobre todo en Galia, se establecieron muchas colonias agrícolas germanas. Finalmente, cuando las varias poblaciones germánicas empezaron el ataque directo contra el Imperio Romano, este se encontraba ya en un estado de relativa germanización. Y los estados creados sobre las ruinas del Imperio de Occidente fueron todos estados parcialmente germanizados, no solo con organización y aristocracia germanas; no solo gobernados sino también poblados, por lo menos en parte, por pueblos germánicos (ostrogodos, longobardos, normandos, en Italia; francos y burgundios en Galia; visigodos en España).

    Sin embargo, a pesar de la importancia que tuvieron en la historia de la Romania occidental, los germanos no lograron germanizar lingüísticamente el Imperio: apenas si alcanzaron a quitarle algunas regiones no totalmente romanizadas, como las regiones allende el Rin, la Alemania meridional, la actual Suiza. Al contrario, fueron gradualmente absorbidos y romanizados por las poblaciones romances por ellos dominadas y gobernadas. Su influjo, a pesar de la larga convivencia, no llegó a modificar, prácticamente, nada en la estructura, en el sistema idiomático neolatino. Pero su importancia real, por lo que concierne a la historia lingüística de la Romania, consiste en haber contribuido notablemente a la formación de las lenguas romances como individualidades distintas. En efecto, las diferencias y fronteras lingüísticas regionales que ya se habían delineado en la época imperial, por razones “internas”, se profundizan, se estabilizan y se modifican por acción de los germanos. Algunas fronteras lingüísticas desaparecen y se crean otras, justamente según el rayo de influencia germánica. Esta acción sobre la formación de las lenguas romances fue esencial, aunque exterior a los elementos y estructura, al “contenido”, de esos idiomas, pues la extensión y los límites de las

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    principales isoglosas que los diferencian y caracterizan y el hecho mismo de que se han constituido y desarrollado como sistemas autónomos y más o menos heterogéneos, en la forma en que históricamente se han desarrollado, depende en buena parte de la acción que los germanos ejercieron sobre la romanidad y de la división de la Romania en estados germánicos.

    La influencia de los germanos sobre la romanidad ha sido estudiada, con abundancia de detalles, por Ernst Gamillscheg, en su obra fundamental Romania Germanica, y, por lo que se refiere en particular a la formación y partición de las lenguas románicas, por Walther von Wartburg, quien ha mostrado, justamente, cómo buena parte de las fronteras que separan hoy las variedades románicas se deben al impulso exterior de los germanos, o sea cómo los rumbos que adquiere en cierta época la historia del latín se deben no solo a los fermentos “internos” de esa lengua, sino también a las posibilidades de desarrollo de dichos fermentos (posibilidades de difusión territorial de las innovaciones y de las regresiones) determinadas por las poblaciones germánicas conquistadoras de la Romania.

    Las razones “internas” del fraccionamiento de latín, es decir, de la constitución de las lenguas romances como sistemas históricos autónomos y distintos del latín, constituyen uno de los problemas fundamentales de la lingüística románica, que se ha aclarado sobre todo en los últimos decenios, con el abandono del concepto de latín “vulgar” como lengua unitaria y homogénea y su sustitución por el concepto de una unidad latina relativa y que solo sirve como base metodológica.

    Algunas de las ideas actuales acerca de la formación de las lenguas romances surgieron, sin embargo, en la época en que se consideraba al latín “vulgar” como una realidad lingüística definida y unitaria y se lo contraponía como tal al latín clásico.

    El primer intento de explicación de la progresiva diferenciación de las lenguas romances invocó como razón de la misma la cronología de la ocupación y colonización de las varias provincias, o sea, la diferencia de fecha en la romanización. Es decir que se concibe el latín “vulgar” como lengua unitaria en evolución y se observa que, evidentemente, las provincias romanizadas más antiguamente recibieron un latín distinto del que recibieron las regiones romanizadas más tarde (así, por ejemplo, el latín que se difundió en Dacia debió ser bastante distinto del que se había difundido en Cerdeña algunos siglos antes) y que alguna diferencia debida a tal circunstancia subsistió, a pesar de la unificación lingüística imperial. No hay duda de que tal explicación contiene una parte de la verdad; pero no contiene toda la verdad. En efecto, muy pronto se vio que la diferencia de época de romanización no es una razón suficiente para explicar la formación de las lenguas romances: explica los fenómenos de conservación de regiones como Cerdeña e Italia meridional, pero no logra explicar los fenómenos análogos que

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    se comprueban en Iberia (palabras como miedo, seso, hermoso, comer, hablar, sustituidas por formas más recientes no solo en Galia sino en la misma Italia), en Galia, conquistada en 50 a. C. (cf. equa > a. fr. ive, mientras el italiano tiene el más reciente caballa > cavalla; o en la conservación de los grupos consonánticos pl, gl, cl, que en la misma Italia se han palatalizado dando py, gy, ky), o en Dacia, conquistada en 107 d. C. (por ej., la ŭ conservada como u).

    La teoría del substrato, sostenida inicialmente y con particular vigor sobre todo por el lingüista italiano Graziadio Isaia Ascoli, llegó para indicar una nueva razón posible de la diferenciación lingüística románica. Es decir, que se sigue considerando el latín “vulgar” como una lengua unitaria en evolución, pero se observa que esa lengua se superpone a substratos distintos en las distintas regiones romanizadas (oscoumbro en la Italia centro-meridional, céltico en Galia e Italia septentrional, ibérico en Hispania, tracio en Dacia); substratos que habrían influido sobre el latín no solo por lo que concierne a su vocabulario, sino también por lo que atañe a su aspecto fónico: en las lenguas romances subsistirían no solo palabras “prelatinas” sino también costumbres articulatorias características de las lenguas habladas anteriormente por las varias poblaciones romanizadas, costumbres distintas en cada región. En otras palabras, la teoría del substrato desplaza la solución del problema, atribuyendo la raíz íntima de la diferenciación de las lenguas romances no a aspectos del mismo latín, sino a la acción ejercida sobre la lengua de Roma por las lenguas a las que ella se sobrepuso como lengua de colonización.

    Así, por ejemplo, en el vocabulario (que es el campo en el que las investigaciones substratistas han tenido más éxitos y en el que quizás tengan mayores probabilidades de acierto) se ha llegado no solo a identificar elementos de supervivencia de las varias lenguas prelatinas, sino también a postular una “estratificación” de substratos. De esta manera, ciertas concordancias entre Hispania y la región alpina se atribuyen a un substrato “ligur”, anterior no solo al latín sino también al ibérico. Un ejemplo de los más evidentes es el de la palabra camuza (‘gamuza’), examinado por W. von Wartburg en sus Orígenes de los pueblos románicos. La palabra, como es sabido, denomina un animal que vive exclusivamente en las zonas cántabro-pirenaica y alpina y, aun no siendo latina, se encuentra no solo en español sino también en gallego-portugués (camuca), en francés (chamois) y en italiano (camoscio): se deduce que ella pertenece a un substrato lingüístico que se extendía antiguamente desde Asturias hasta los Alpes, abarcando los Pirineos, el sur de Francia y la Italia septentrional, justamente el substrato preindoeuropeo al que se da el nombre de “ligur”. Pero en la zona pirenaica el área de camuza se encuentra interrumpida por el vasco isart, de idéntico significado y que encuentra correspondencias en lenguas del norte de África; de tal circunstancia se deduce que la unidad

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    lingüística ligur fue quebrada por una invasión procedente de África: la de los iberos. Apoyan tal deducción una serie de ejemplos análogos, como el de la palabra aran ‘valle’ (que se encuentra en el topónimo pleonástico Valle de Arán), sustituida en Hispania. Así, por ejemplo, se observa que el grupo kt debió dar muy temprano xt en el territorio con substrato céltico (Galia, Hispania, Galia Cisalpina), indudablemente debido a una costumbre articulatoria de los celtas: tal cambio explica, como necesaria fase intermedia, las sucesivas formas romances occidentales (cf. octo: fr. huit, port. oito, esp. ocho). En zona más limitada, la de sustrato propiamente gálico y que corresponde al francés, encontramos que lat. ū > ü; se considera que tal fenómeno no puede ser independiente del hecho que también en la lengua de los galos la antigua ū se había vuelto ü, aunque en la fase de que nos ocupamos la ū latina no debería haberse ya vuelto ü en la zona respectiva, sino que, probablemente, presentaría solo una fase intermedia entre ū y ü, una tendencia a volverse ü, es decir, a volverse anterior. Del mismo modo, en la zona de Italia que corresponde al antiguo oscoumbro, encontramos que mb > mm, asimilación que caracterizaba, justamente, los dialectos oscoumbros; y en Cantabria y Gascona, zonas de substrato vasco, encontramos que f inicial se vuelve h, fenómeno muy significativo si se considera que el vascuence desconoce la f inicial. Son, estos, unos pocos ejemplos de cómo la teoría del substrato trata de explicar algunos de los fenómenos más característicos que diferencian las lenguas romances. Con la teoría del substrato se relaciona la tesis de la distinta intensidad de la colonización romana en las varias provincias.

    Según observa Amado Alonso, la intensidad de la romanización y la acción del substrato estarían en razón inversa; a un mayor grado de romanización, correspondería una menor supervivencia del substrato y viceversa. Evidentemente, el grado de romanización no puede ser indiferente por lo que concierne a la formación de las lenguas romances, pues es de esperar que, en las zonas donde la colonización romana fue menos intensa y donde la población autóctona era más numerosa, se encuentra un número mayor de elementos indígenas conservados. Así, por ejemplo, no hay comparación posible entre los pretendidos iberismos del español y los numerosos celtismos del francés, sobre todo en el habla popular y rústica: es, por lo tanto, probable (y documentable también históricamente), que en España (si se excluye la región cantábrica) la romanización fue mucho más intensa y total que en Galia, y, en particular, que en la Galia septentrional. También es evidente que en Hispania la romanización fue más intensa que en Recia. En cambio, Dacia, que se romanizó más tarde con respecto a las demás provincias, aparece muy romanizada, probablemente porque, según aseguran también los historiadores, se había en gran parte vaciado de población autóctona, ya que muchos de sus habitantes, no queriendo soportar la dominación romana, prefirieron emigrar.

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    Que el substrato tenga cierta importancia en la formación de las lenguas románicas es, pues, indudable. Pero la teoría del substrato no logra explicar todos los aspectos del fraccionamiento del latín: por otro lado, no hay ningún acuerdo entre los estudiosos acerca de cuáles aspectos y elementos haya que atribuir a la acción del substrato. En primer lugar, ya nadie acepta hoy la teoría substratista en su formulación inicial, es decir, como herencia de tipo biológico de una determinada costumbre articulatoria, que se manifestaría hasta a distancia de generaciones y de siglos: prácticamente todos los estudiosos están hoy de acuerdo en que, si algún fenómeno hay que atribuirle al substrato, ese fenómeno tuvo que ocurrir, o, por lo menos, manifestarse como tendencia, en una época en que la lengua del substrato era todavía hablada al lado del latín y, seguramente, en un primer momento, en individuos bilingües. En segundo lugar, mientras los substratistas más convencidos lo explican casi todo mediante el substrato (tanto que el substrato se vuelve a menudo un rótulo cómodo, pero en sustancia falto de sentido, un simple eludir el problema, en todos lo casos de fenómenos que no tienen otra explicación suficientemente evidente y de palabras que no se logran explicar de manera satisfactoria mediante palabras latinas), los adversarios de la teoría reducen al mínimo la importancia de substrato, tratando, en la mayoría de los casos, de encontrar explicaciones fundadas en la fonética fisiológica (por lo que concierne a los cambios fonéticos) o, de todos modos, en aspectos internos del latín: todo esto porque la mayoría de las aserciones de los substratistas son muy difícilmente documentables. Además, entre los mismos substratistas no hay pleno acuerdo acerca del alcance de la acción del substrato: así, por ejemplo, Harri Meier, que reconoce la importancia del substrato para el francés y para la fonética española, no la admite, en cambio, en lo que se refiere al léxico español, y trata de explicar como elementos latinos la mayoría de los pretendidos iberismos o ligurismos (hasta palabras como arroyo o balsa).

    Por eso el problema de la formación de los idiomas romances se ha aclarado notablemente al llegarse a concebir el latín “vulgar” como una lengua diferenciada no solo históricamente (cronológicamente), sino también geográfica, social y estilísticamente, y al considerarse la historia de la fragmentación del latín a la luz de la historia de la romanización. La pregunta fundamental es, pues:

    ¿Fue o no fue el mismo latín que se difundió en los varios países romanizados? La respuesta es, evidentemente, no, y no solo por la distancia entre una y otra época de colonización sino también por diferencias que existían en el mismo latín “vulgar”. Walther von Wartburg, siguiendo el principio metodológico de que no se puede hacer la historia de las lenguas independientemente de la historia de los pueblos, señala particularmente la importancia de las diferencias sociales y culturales, subrayando que fueron distintas las categorías sociales

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    que romanizaron las varias provincias. En Cerdeña la romanización se hizo sobre todo mediante los funcionarios, es decir, desde el punto de vista lingüístico, mediante un latín que podríamos llamar “administrativo”; en Italia, sobre todo mediante los campesinos, mediante esas gentes humildes, a las que tanto la República como el Imperio distribuyeron tierras en las zonas conquistadas, es decir, mediante un latín más bien “rústico”; en Galia e Iberia, mediante gentes socialmente más elevadas, mediante comerciantes, burgueses y militares, es decir, mediante un latín más bien “culto”; en Dacia, mediante colonos y veteranos pertenecientes al bajo pueblo, es decir, mediante un latín “popular”. Tales diferencias sociales y culturales entre las masas colonizadoras explican, según Wartburg, la más profunda de las diferenciaciones de fecha antigua entre las lenguas romances: la que se refiere a la conservación o no de la s final, hecho que implica un distinto tratamiento de las declinaciones, dada la importante función de la s como morfema nominal.

    Es sabido, en efecto, que en latín arcaico y latín popular la s final no se pronunciaba si seguía consonante y precedía vocal breve. El latín culto, con ese afán de unificación y normalización que caracteriza las lenguas literarias y doctas, reintegró la s, cualquiera fuera su posición. Ahora, ciertas regiones del Imperio, y precisamente las orientales, Italia y Dacia, romanizadas sobre todo por categorías socialmente más bajas, siguieron la tendencia popular, dejando caer la s final, y no solo delante de consonante sino en todas las posiciones. En cambio, las regiones colonizadas por gentes de categoría social más elevada, Hispania y Galia, siguieron la tendencia más culta, conservando y reintegrando la s final en cualquier posición. Por esta misma razón, las lenguas occidentales conservan en el plural las desinencias de tres declinaciones latinas (I, II y III) y generalizan como plural la forma de acusativo, mientras las orientales conservan las desinencias de solo dos declinaciones y generalizan en el plural la forma de nominativo (cf. esp. casas, muros, luces; it. case, muri, luci): es decir, que un fenómeno fonológico (en sus comienzos un fenómeno de fonética sintáctica) adquiere también valor de fenómeno morfológico, o provoca un fenómeno morfológico (morfemático). Esta divergencia de tendencias, debida a razones sociales y culturales, fue, según Wartburg, la que produjo la primera y más profunda escisión dentro de la unidad lingüística de la Romania.

    A esas diferencias sociales entre las masas romanizadoras, se han agregado en los últimos decenios gracias a la dialectología comparada romance, es decir, por obra de estudiosos como Gerhard Rohlfs, Ramón Menéndez Pidal, Iorgu Iordan, Max Leopold Wagner y otros, que se han dedicado a estudiar los varios dialectos romances de las provincias en comparación con los dialectos italianos o han señalado concordancias entre las lenguas extrapeninsulares y los

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    dialectos peninsulares (sobre todo de Italia del sur), las diferencias dialectales que existían en el latín hablado.

    Se ha observado, en efecto, que, por encima de las lenguas romances como individualidades lingüísticas bien definidas, existen notables concordancias entre dialectos italianos y dialectos románicos no italianos y que algunos fenómenos que caracterizan la individualidad de esta o aquella lengua romance se encuentran también en dialectos italianos: se trata de concordancias y fenómenos que, en la medida en que se remontan al latín y no son simples coincidencias, se explican solo por una diferenciación dialectal en el latín hablado y por el distinto origen regional de los colonizadores. En efecto, los colonizadores no se diferenciaban solo por su categoría social sino también por su origen étnico: no eran solo laciales, sino también umbros, sabelios y samnitas que hablaban un latín regional, distinto del latín de Roma y del Lacio, y que llevaban a las provincias fenómenos propios del latín hablado en su región; por eso, justamente, fenómenos que subsisten hasta la actualidad en el habla de los descendientes de los antiguos oscoumbros en Italia, o, mejor, en las regiones que antiguamente eran oscoumbras, podrán encontrarse también en las provincias colonizadas por gentes procedentes de aquellas mismas regiones.

    Tales conclusiones han sido confirmadas por el magnífico Atlas lingüístico italo-suizo (AIS) de Jaberg y Jud. Así, por ejemplo, encontramos en esa obra que el área de fenómenos oscoumbros, como la asimilación de mb en mm o la sonorización de las oclusivas después de nasales (campo > cambo), corresponden al área habitada antiguamente por poblaciones oscoumbras. Ahora, esos mismos fenómenos, según observa Ramón Menéndez Pidal, se encuentran en España en la región que, según fuentes históricas, fue colonizada por gentes oscas, con el centro en Huesca (antig. Osca).

    Otro hecho bien característico es el de los varios tipos de vocalismo romance. En efecto, como ya se ha indicado, en latín “vulgar” se perdió la distinción fonológica entre vocales largas y breves, sustituyéndose por la distinción entre abiertas y cerradas, y se redujeron las diez vocales latinas a siete. Pero tales cambios no ocurrieron de manera homogénea en todo el latín “vulgar” (según se deduce de las actuales lenguas romances), sino que siguió tres caminos distintos: en un primer tipo de latín “vulgar”, representado por la mayoría de las lenguas romances, ĭ y ē dieron e , o ē y ŭ dieron o cerrada; en un segundo tipo, representado por el rumano ĭ se confundió con ē, pero ŭ no dio o cerrada, sino que se confundió con ū (cf. siccus, rum. sec, pero furca > rum. furcă; finalmente, en un tercer tipo, representado por el sardo, no se verificó ninguna de las dos convergencias, conservándose la ĭ como i y la ŭ como u (cf. sardo pira, gula). Ahora, en el Atlas de Jaberg y Jud se observa que esos tipos de vocalismo se

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    vocalismo se encuentran los tres en una zona muy limitada de Italia meridional: los varios vocalismos representan, por lo tanto, vocalismos dialectales (regionales) del latín hablado. Todo esto fundamenta suficientemente la teoría de las diferencias dialectales del latín como razón principal de la diferenciación lingüística romance, sostenida particularmente por Harri Meier.

    Con la tesis de las diferencias regionales en el latín (y también con la de las diferencias sociales) se relaciona la de las diferentes corrientes de romanización (que atribuye gran importancia a los centros de romanización y a las divisiones administrativas romanas en las provincias), también esta sostenida y desarrollada en los últimos tiempos, sobre todo por Harri Meier y anteriormente sobre todo por Antoni Griera. Este último estudioso, en particular, ha sostenido la tesis de dos corrientes de romanización en Iberia: una “terrestre” en el NE, procedente de Galia y relacionada con la Italia septentrional y central, cuyo resultado sería el catalán; la otra “marítima”, en el sur y suroeste de la Península, procedente de África y de Italia meridional, una corriente, pues, “afro-románica”, cuyos resultados serían el español y el portugués. Según Griera, la frontera entre el catalán, por un lado, y el español y el portugués, por el otro, sería, por consiguiente, la más antigua de la Península. Tal tesis ha sido justamente criticada por W. Meyer-Lübke, que admite la idea de la frontera entre catalán y luso-español pero la atribuye en especial a diferencias sociales entre los colonizadores (colonización militar y campesina en el noreste de la Península; colonización sobre todo urbana en el sur y en el suroeste), y por Amado Alonso, el cual rechaza la idea misma de una individualidad no iberorrománica del catalán, observando que la romanización de Cataluña empezó un siglo antes que la romanización de la Galia meridional y un siglo y medio antes que la de la Galia septentrional y que, por otro lado, la colonización de la actual Andalucía y de la zona levantina de Hispania empezó doscientos años antes de la conquista de África. De todos modos, queda en pie la tesis de la existencia de dos distintas corrientes de romanización.

    A nosotros nos parece indudable que todos los factores hasta aquí enumerados han contribuido en alguna medida al fraccionamiento del latín, y, por consiguiente, a la diferenciación de las lenguas romances. Así, también, nos parece evidente que, para una comprensión total del problema, es necesario tener en cuenta todos esos factores, todas las circunstancias de la romanización, es decir:

  • a) que la romanización de las provincias ocurrió en distintas épocas (p. ej., en el siglo I d. C., mientras Hispania era una región ya muy latinizada, Dacia no había sido aún conquistada);
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  • b) que en las varias provincias el latín se sobrepuso a distintos substratos que han dejado distintas supervivencias en las lenguas romances;
  • c) que la latinización no se cumplió con el mismo ritmo en las distintas regiones (así, mientras regiones como Dacia y gran parte de Hispania fueron rápidamente romanizadas, en África la romanización fue muy lenta) y ni siquiera en las varias capas sociales y las varias zonas de la misma región (en Galia las clases superiores, particularmente urbanas, eran ya latinizadas en el siglo I d. C., mientras en las campañas el céltico se mantuvo hasta los siglos III y IV, y en Helvecia hasta el siglo V d. C.);
  • d) que la latinización no se cumplió con la misma intensidad (en Cantabria, Galia septentrional, Recia, la romanización fue, sin duda, menos profunda que en otras regiones);
  • e) que la población local no tenía la misma densidad en todas las regiones conquistadas (en Galia las víctimas de las guerras de conquista fueron más numerosas que en Hispania, y Dacia fue conquistada teniendo esta región una población autóctona muy rarefacta, tanto que se puede sostener que la base de la población romance de Dacia fue constituida por colonos inmigrados, más bien que por indígenas romanizados);
  • f) que los colonizadores procedían de distintas clases sociales, y que, por lo tanto, hablaban necesariamente un latín diferenciado social y culturalmente;
  • g) que los colonizadores no eran todos étnicamente latinos, sino que procedían de varias regiones latinizadas de Italia (y también de otras regiones, por lo que concierne a las últimas provincias colonizadas, como Dacia);
  • h) que la romanización fue diferente según las varias corrientes de romanización, que partían de distintos centros y tenían distintos rayos de acción, según las divisiones administrativas del Imperio.
  • Todo esto es tan evidente que no hay quien los niegue. Si, con todo, el problema del fraccionamiento del latín queda todavía abierto, esto ocurre porque no hay un acuerdo general entre los estudiosos acerca de la importancia y de los resultados efectivos de cada uno de estos factores, de la medida en que cada uno de ellos contribuyó a la fragmentación del latín. En efecto, cada estudioso sostiene la importancia de algunos de los factores antedichos en desmedro de otros y atribuye a la acción de un factor fenómenos que los demás estudiosos atribuyen a otros de ellos.

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    Así, por ejemplo, H. Morf16 subraya sobre todo la importancia del substrato y llega hasta tratar de hacer coincidir los límites lingüísticos de la Francia actual con las fronteras que separaban antiguamente a los belgas, aquitanos y galos, los tres pueblos que, según César, habitaban Galia en la época de la conquista romana.

    Walther von Wartburg atribuye particular importancia al substrato y a las diferencias sociales y culturales dentro del latín hablado.

    Amado Alonso subraya especialmente la importancia del mismo substrato y de la diferente intensidad de la romanización, observando, por ejemplo, que si el francés se diferenció tanto de los demás idiomas romances, se debió al hecho de que la Galia septentrional nunca fue tan fuertemente romanizada como la mayor parte de las demás provincias de la Romania: en efecto, Galia septentrional es la región donde se conserva un mayor número de elementos de “substrato” y, en general, el francés aparece como un idioma más bien rebelde dentro del conjunto romance occidental.

    Harri Meier critica la mayoría de los puntos de vista de los demás estudiosos, reduce en general la importancia de varios factores de diferenciación y acentúa sobre todo el factor del distinto origen dialectal de los colonizadores (subrayado también por Menéndez Pidal, en lo que se refiere a los ya señalados fenómenos de tipo “oscoumbro” en Italia meridional y en el noreste de España) y el de las corrientes de romanización, dependiente de los centros de irradiación de la colonización y de la división administrativa romana. Es decir que acepta, esencialmente, el principio de Griera, aunque aplicándolo de distinta manera. En efecto, a pesar de la demostración de la antigua unidad lingüística de Hispania, que se extendía de Portugal hasta Cataluña a través del Centro y el Sur de España (demostración hecha magistralmente por Ramón Menéndez Pidal en sus Orígenes del español), Meier logra reunir una serie de características y correspondencias, cuyos comienzos pueden hacerse remontar hasta una época muy antigua, como resultados de dos corrientes de romanización: una con el centro en el nordeste de Hispania, en la región romana llamada Tarraconensis, y otra con el centro en Bética; la individualidad del catalán quedaría delineada por las características de la corriente tarraconense y la del portugués por las de la corriente bético-lusitana, mientras en el español confluirían resultados de las dos corrientes. (Veremos luego que, en efecto, el español está de acuerdo con el gallego-portugués). Harri Meier atribuye tanta importancia a los aspectos dialectales del latín de la colonización (latín de Italia) que llega hasta postular —sin mucha

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    necesidad, según nosotros— la existencia de un tercer tipo de latín, además del latín “clásico” y del latín “vulgar”: el latín dialectal. Meier admite como probable, con Meillet, que “au IIIe siècle après J.C., il y avait encore un Latin parlé seulement avec des accents un peu différents d’une province à l’autre”; pero observa que este latín no era el único existente en las provincias, que había, además, un “fondo lingüístico regionalmente diferenciado” y que el romance no surgió, en gran parte, del latín de que habla Meillet, sino que es, justamente, “una continuación... de aquel fondo dialectal de la época imperial”.

    Hemos dicho que todos los factores indicados deben haber contribuido en alguna medida al fraccionamiento del llamado latín “vulgar”. Sin embargo, ellos, justamente, son solo “factores”, circunstancias, condiciones, aspectos particulares de la fragmentación romance, razones de fenómenos particulares de diferenciación, pero no constituyen la razón íntima, la “causa causans” de la diferenciación misma como fenómeno general: se pueden comparar con fermentos latentes e inocuos que en cierto momento encontraron las condiciones óptimas para su desarrollo y su acción, aun sin haber provocado ellos mismos dichas condiciones. La razón verdadera y profunda del fraccionamiento del latín fue la decadencia de la cultura latina.

    Una lengua común es un hecho de cultura, refleja un estado de cultura y, mientras esa cultura vive y prospera, la lengua se mantiene más o menos unitaria, aunque matizada social y regionalmente. Los matices regionales y sociales, siempre existentes en cualquier lengua “viva”, no afectan la unidad de la lengua común, que es siempre el modelo, la norma ideal de los habitantes, aun cuando se realice de distinta manera y con distinto grado de perfección en cada uno de ellos. No solo esto, sino que, mientras una lengua común es expresión de una cultura viva, ella tiene el poder de asimilar regionalismos, dialectalismos, vulgarismos, innovaciones y darles dignidad nacional. Pero una lengua común se alimenta, se mantiene y se renueva mediante la literatura y la instrucción, refleja una determinada mentalidad y determinados ideales y tiene su modelo en el habla de una clase social, de un centro de gran prestigio, en obras de grandes autores.

    Ahora, todos esos fundamentos, todas esas linfas vitales empiezan a faltarle al latín en la época que nos ocupa. En efecto, en los primeros siglos después de Cristo, se asiste a una progresiva decadencia de la cultura latina, a profundos cambios en la mentalidad romana, al derrumbe de los ideales clásicos de vida. El Imperio se orientaliza y se germaniza; la severidad y la sobriedad romanas ceden el paso al fasto, al relajamiento de las costumbres, a los ideales mezquinos; la vieja aristocracia romana decae moral y espiritualmente y al mismo tiempo económicamente, perdiendo toda estabilidad: las guerras continuas, la colonización de provincias ricas, los favoritismos crean una nueva aristocracia de la riqueza y del dinero,

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    culturalmente inferior y heterogénea. La instrucción pierde su prestigio y decae; la literatura latina no crea más obras capaces de otorgar ciudadanía y dar difusión nacional a las innovaciones.

    Por lo tanto, esas quedan solo en la lengua hablada y se difunden oralmente sin ninguna consagración de carácter general. Al mismo tiempo, por la falta de instrucción y la inestabilidad de las clases sociales, disminuye cada vez más el número de los que tienen clara conciencia de la norma ideal de una lengua común, y muy pronto estos no logran más imponer su criterio y realizar la necesaria tarea de continua selección de las innovaciones y —prueba de su impotencia e ineficacia— optan por refugiarse entre los cánones lingüísticos de la época áurea, ciceroniana. El único gran movimiento animado por un gran ideal fue, en esa época, el cristianismo, el cual, ciertamente, no fue en sus comienzos un movimiento “aristocrático” (desde el punto de vista lingüístico”), sino más bien un movimiento de las clases humildes, que se presentaba con una doctrina de humildad y que, además, acogía en sus filas y tenía entre sus promotores muchos extranjeros (particularmente griegos). Por eso, aun cuando haya serias dudas —según afirman varios autores— acerca de la posibilidad de distinguir un latín propiamente “cristiano”, no se puede ignorar el profundo influjo “popularizador” que el cristianismo ejerció sobre el latín hablado.

    Por lo expuesto, era inevitable que ocurriera lo que, en efecto, ocurrió, es decir, que el latín hablado se “vulgarizara” y simplificara cada vez más, alejándose de los modelos clásicos.

    Pero, con todo, si el Imperio hubiese seguido fuertemente centralizado, si Roma hubiese mantenido su prestigio de “caput mundi” y sus constantes relaciones con las más remotas provincias, la lengua latina hablada habría probablemente mantenido su relativa unidad: habríamos comprobado una decadencia estilística (la lengua del Imperio se habría “popularizado” con la de la capital) pero no un fraccionamiento lingüístico. En cambio, por razones y circunstancias que ya se han señalado, Roma fue perdiendo de a poco su prestigio en el Imperio, frente a la iniciativa cada vez mayor de las provincias, en campo no solo político sino también económico y cultural.

    Con la decadencia de Roma, se desconoció también el criterio lingüístico romano y cada provincia empezó a elevar a modelo su peculiaridad regional, que antes era solo un matiz dentro de la lengua común. De esta manera, los dialectalismos itálicos, los vulgarismos, los arcaísmos que los colonizadores habían llevado a las provincias, los elementos indígenas que el latín provinciano había acogido, particularmente en el vocabulario, no se fueron eliminando gradualmente, como normalmente ocurre cuando existen una sólida unida cultural, un ideal de lengua común y una norma lingüística superregional, sino que, al contrario, arraigaron y se

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    difundieron cada vez más, como aspectos característicos de la individualidad de las provincias. Asimismo, las innovaciones partidas de centros regionales no quedaron como simples matices y no esperaron la consagración de un centro superregional (sobre todo cuando los centros provincianos llegaron a ser superiores a Roma, política, económica y culturalmente), sino que se difundieron en territorios cada vez más vastos, imponiéndose como modelos en la misma lengua común. En efecto, mientras hasta cierta época (más o menos en el período que va desde Augusto hasta Diocleciano) Roma mantuvo la iniciativa lingüística en el Imperio, después de esa época la iniciativa pasa a las provincias, acentuándose, por consiguiente, los movimientos centrífugos dentro del latín hablado, pues cada una de las innovaciones provincianas tiene un distinto rayo de difusión. Se verificaron de esta manera las primeras fracturas efectivas en la relativa unidad del llamado latín “vulgar”, fracturas que, luego, la constitución de varios estados sobre las ruinas del Imperio Romano consolidarían y volverían definitivas.

    A la iniciativa de las provincias hay que atribuir según Walther von Wartburg fenómenos como la sonorización de las sordas intervocálicas y la palatalización de la velares k, g.

    En efecto, ya en el siglo II encontramos, en una inscripción de Iberia, imudavit en lugar de inmutavit (d por t intervocálica). En el siglo sucesivo, los ejemplos aumentan y encontramos también b por p intervocálica. Este fenómeno de sonorización de las oclusivas sordas intervocálicas fue, según el estudioso suizo, una innovación que salió del oeste, particularmente de Iberia, se difundió por Galia, los países alpinos e Italia septentrional, y alcanzó a conquistar parcialmente también la Italia central, pero que no llegó a Córcega, Cerdeña, Italia meridional y Dacia. Tal fenómeno ocurrido todavía en edad prerromance, opone hasta hoy el español al italiano literario (toscano), en palabras como: sabersapere, fuegofuoco, poderpotere, mudarmutare, segurosicuro, etc. (Pero también en toscano encontramos casos de sonorización como: acu > ago, locu > luogo; cf. rum. ac, loc).

    Análogo es el caso de las velares (en particular de la k), solo que aquí la innovación debe de haber partido de Galia, para llegar luego a conquistar casi toda la Romania, menos la Dalmacia meridional, Cerdeña y Córcega, que mantuvieron la pronunciación antigua, y la Dalmacia septentrional, donde la innovación se afirmó solo parcialmente. En efecto, mientras en Galia septentrional la k se palatalizó tanto delante de e, i como delante de a (cf. caelum > fr. ciel, cilium > fr. cil, canem > fr. chien), la casi totalidad del resto de Romania (esp., port., prov., it., rum.) palatalizó el mismo sonido solo delante de e, i, y la Dalmacia septentrional solo delante de i; Dalmacia meridional y Cerdeña (y también Córcega, en la época prerromance a la que nos referimos) no palatarizaron en ninguna posición, manteniendo intacta la velar.

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    De todos modos, lo que queda establecido sobre la base de los hechos hasta aquí indicados, y de muchos otros análogos, y, particularmente después de los estudios de geolingüística, que revelan toda una serie de “ondas de innovación” en marcha desde distintos centros, es que la idea de una total nivelación idiomática en la época imperial ya no puede aceptarse. Hay que admitir, en cambio, la existencia en el latín hablado de numerosos fermentos innovadores; fermentos que, según Walther von Wartburg darían sus primeros resultados importantes ya en el siglo III d. C. Ya en ese siglo, una importante frontera —correspondiente aproximadamente a la línea Spezia-Rímini, es decir, a la línea que separa la Italia continental (septentrional) de la Italia propiamente peninsular (centro-meridional)— dividiría el Imperio en dos zonas lingüísticas con características bien determinadas: al norte y oeste de dicha línea (Galia Cisalpina, Recia, Galia, Iberia, África) se conserva la s final, las oclusivas sordas intervocálicas se vuelven sonoras (como también la s intervocálica), el plural se hace con la forma latina de acusativo; al sur y oriente de la misma línea (Italia centro-meridional), Iliria, Mesia, Dacia), no se conserva la s final, el plural se hace con la forma latina de nominativo, la s y las oclusivas sordas intervocálicas se conservan como sordas. Quedarían fuera de las dos zonas, con peculiares características conservativas, las islas de Córcega y Cerdeña.

    Otras fronteras secundarias se delinearían al mismo tiempo en la Romania occidental: una, la de kt > xt (debida al substrato céltico), que abarca Iberia y Galia pero no llega a incluir toda la Galia Cisalpina (Italia septentrional); otra, la de u > ü (o de u que tiende a ü, debida a substrato propiamente gálico), que abarca solo la Galia septentrional. Tal fisonomía lingüística se modificaría (en particular en Italia, por lo que concierne a la importancia de la línea Spezia-Rímini), se definiría y estabilizaría más tarde, por obra de los germanos y como efecto de la constitución de estados germánicos sobre las ruinas del Imperio de Occidente.

    La acción de los germanos será en algún caso muy profunda, como en la Galia septentrional (donde se llegará a una efectiva mezcla de poblaciones celto-latinas y francas y a un verdadero bilingüismo latino-germánico), o simplemente externa pero importante para la definición de las fronteras lingüísticas (dado que dentro de cada uno de los nuevos estados germánicos se llegaría a una nivelación idiomática hasta hacer coincidir las fronteras lingüísticas con las políticas), como en las demás provincias. La diversa índole de la acción de los germanos explicaría en particular las notables peculiaridades del francés, pues en su territorio (Galia septentrional) los germanos (francos) se establecerán como pueblo, mientras que, en el sur de Galia, en Hispania y en Italia, lo harán solo como clase dirigente político-militar.

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    La frontera entre la langue d’oil y la langue d’oc en la antigua Galia correspondería aproximadamente al límite meridional de la compacta colonización franca: al sur de esa línea los francos se establecerán en número menor; y con los otros germanos (godos), que tendrán su capital sucesivamente en Tolosa, Barcelona y Toledo, no se llegará nunca a una verdadera mezcla de poblaciones; tal circunstancia explicaría las isoglosas conservativas que unen hasta la actualidad Iberia y Galia meridional, oponiendo esas regiones a Galia septentrional.

    La agrupación románica indicada por Wartburg como primera y fundamental coincide, prácticamente, con la distinción ya tradicional entre Romania Occidental y Romania Oriental. Pero, naturalmente, eligiendo otras isoglosas, históricas o actuales, cuyos comienzos se pueden hacer remontar hasta la fase prerromance, se pueden delinear con suficiente justificación otras agrupaciones distintas, como, por ejemplo:

    a) Dacia sola, por un lado, y el occidente más Italia, por el otro (considerando el peculiar vocalismo del romance de Dacia y también el hecho de que, después del aislamiento de esa provincia, ella no participó más en nivelaciones e innovaciones en las que participó, en cambio, Italia, con todo el occidente);

    b) una zona meridional, caracterizada particularmente meridional, Dacia), y una zona septentrional (Galia, Recia, Italia del Norte), caracterizada sobre todo por el substrato céltico. Asimismo, dentro del Occidente, podemos distinguir: a) una zona atlántica (gallegoportugués, francés) y una zona mediterránea (español, catalán, provenzal, italiano tirrénico); o, dejando de lado Italia: b) una zona profundamente innovadora (Galia septentrional, o sea territorio del francés propiamente dicho) y una zona más bien conservadora (Iberia y Galia meridional: gallegoportugués, asturianoleonés, castellano, navarroaragonés, catalán, gascón, provenzal).

    Por lo que concierne a esta última distinción, señalamos que la afinidad entre aragonés, catalán, gascón y provenzal (dialectos correspondientes aproximadamente al territorio ocupado por los antiguos aquitanos) ha sido subrayada en particular por G. Rohlfs. Y, dado que se trata de una afinidad sobre todo conservativa, se podrían agregar al mismo grupo (pero ya independientemente del substrato aquitano) el gallegoportugués y el asturianoleonés, quedando, de esta manera, el castellano como el dialecto más innovador entre los conservadores (con respecto al francés). Tal es, en esencia, la tesis fundamental de Ramón Menéndez Pidal en sus Orígenes del español, y a conclusiones análogas llegó Amado Alonso, al estudiar la subagrupación románica del catalán. Observa Amado Alonso que en toda la Romania occidental una línea divisoria neta existe solo en Francia —la línea correspondiente a la franja de isoglosas que separa los dialectos franceses propiamente dichos de los dialectos de la langue d’oc—, mientras entre los demás dialectos (excluyendo, naturalmente, las zonas de reconquista

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    en Iberia) el pasaje es gradual y casi insensible. En efecto, el francés presenta tantas características peculiares por sí solo que debe considerarse separadamente dentro del conjunto románico occidental; el francés modifica profundamente el vocalismo que hereda del latín “vulgar”, desarrollando distintamente las vocales según se encuentren en sílaba abierta o en sílaba cerrada; en los grupos de vocal + cons. nasal, nasaliza la vocal y pierde la consonante; pierde todas las sonoras intervocálicas, menos la labial, que se conserva como v (cf. maduromûr, segurosûr, vidavie, pero: sabersavoir): características, todas estas, que lo distinguen netamente de todos los demás romances occidentales, inclusive del provenzal.

    También podemos distinguir ya desde la época prerromance ciertas características específicamente hispánicas.

    En primer lugar, Iberia resiste al celtismo mejor que Galia y mucho más que Galia septentrional: tal “resistencia al celtismo” (en general, aunque, quizás, en menor medida, a los demás substratos prelatinos) se puede entender también en el sentido de que fue romanizada más profundamente que Galia y, en particular, más profundamente que el norte de esta última provincia.

    En segundo lugar, Iberia aparece en general más conservadora que el resto de Romania Occidental (coincidiendo, en esto, con el latín de África, que tuvo, indudablemente, cierto influjo sobre el latín hispánico), lo cual se puede comprobar sobre todo en el vocabulario (así, p. ej., el latín hispánico conserva avis, comedere, metus, formosus, fabulare fabulari >, fervere, no aceptando, como el francés y el italiano, los más recientes o más vulgares aucellus, manducare, pavor, bellus, parabolare, bullire), pero también en fenómenos sistemáticos de gramática (como el hecho de mantener la distinción entre tres pronombres demostrativos: este, ese, aquel, que en francés no se conserva y en italiano se conserva solo parcialmente).

    Parece que, como observa Jud, Iberia debió afirmar muy temprano (es decir, ya en época latina) una individualidad muy peculiar, opuesta a Galia e Italia, y que se manifiesta en particular en el léxico: quizás como resultado de lo que Wartburg llama “el individualismo ibérico” (pero tal expresión es, tal vez, preferible entenderla como definición a posteriori de una serie de peculiaridades, más bien que como indicación de una razón de las mismas).

    Dentro del conjunto iberorromance —conjunto, en general conservador— el castellano aparece como el dialecto más innovador (aunque no tan innovador como el francés), ya sea por aceptar innovaciones ajenas, procedentes de centros situados a oriente, a occidente y al sur de su territorio primitivo, por innovar por su cuenta bajo muchos aspectos. Pero hay que distinguir bien el castellano del romance hispánico en general y no hay que identificarlo con todo el español, recordando que en este sistema (que puede definirse como el conjunto de dialectos que

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    diptongan en toda posición la e y o abiertas y acentuadas del latín vulgar) se comprenden también dialectos más conservadores, como el asturiano-leonés y el navarro-aragonés y que el romance del centro y del sur de la Península mantuvo hasta la Reconquista características netamente conservadoras, coincidiendo con el portugués, el asturiano-leonés, el navarro-aragonés y el catalán, más bien que con el castellano. Es decir que hay que tener en cuenta que el castellano, antes de volverse “español”, el castellano primitivo, fue el dialecto de una pequeña zona de Hispania: el dialecto romance de Cantabria y luego también de la zona castellanizada de Burgos, entre el Duero y el alto Ebro.

    La peculiaridad del castellano (definido por algún fenómeno de conservación, como la conservación de las finales, pero sobre todo por innovaciones) puede explicarse, según subraya Amado Alonso, por razones históricas muy antiguas. En efecto, la zona que constituye la cuna del castellano es una zona que fue romanizada imperfectamente y muy lentamente: casi doscientos años emplearon los romanos para conquistarla definitivamente. En 56 a. C. los cántabros luchan junto con los vascos contra Roma, y en 29 a. C. estalla una nueva gran sublevación de los cántabros y astures; la campaña contra ellos es dirigida personalmente por Augusto, en los años 26 y 25. Pero, a pesar de las victorias de Augusto, la sublevación no termina hasta el año 19, cuando la zona queda pacificada por Agripa, después de luchas muy sangrientas. Otras sublevaciones ocurrieron en 16 a. C. y la última se registró durante el reinado de Nerón.

    Esa zona de altas montañas conservó cierta autonomía también después de la ocupación germánica: permaneció prácticamente independiente por unos 150 años (hasta que Leovigildo la incorporó al reino visigótico, en 574), y también más tarde mantuvo por lo menos un espíritu de rebeldía.

    Lo que llamamos hoy “español” por antonomasia es, justamente, el castellano de la primera región castellanizada, el castellano de la zona de Burgos, una región tarde y mal romanizada y todavía revasconizada, en parte, en el siglo X. Por eso el castellano sería “el más ibérico de los romances peninsulares”. La conclusión de Amado Alonso es que “una mens ibérica ha presidido el desarrollo del castellano”, lo cual no deja de ser una exageración, ya que el castellano conserva, probablemente, costumbres articulatorias ibéricas pero, prácticamente, nada que afecte al sistema propiamente significativo de la lengua y, en particular, el sistema gramatical. El “iberismo” del español queda, pues, limitado al plano de la expresión; por eso la afirmación de Amado Alonso podría, quizás, aceptarse solo si se identifica “mens” con “conciencia fonológica”.

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    5. La España prelatina

    Lengua y pueblos de la antigua Iberia: iberos, tartesios, celtas, ligures, colonias fenicias y griegas. Resultados actuales de la investigación lingüístico-arqueológica. El problema y la posición del vascuence. Elementos prerromanos conservados en español.


    Hemos hecho hasta ahora la “prehistoria” del español exclusivamente desde el punto de vista del latín, es decir, partiendo desde Roma y llegando hasta la época germánica y de formación de las lenguas romances, que, por lo que se refiere a España, puede designarse, con un término de alcance más limitado, como “época visigótica”.

    Retomaremos ahora el camino por la otra extremidad, es decir, desde el punto de vista del territorio en el que surgió y se desarrolló aquella forma particular de latín moderno que llamamos español, para llegar a la misma época, pero teniendo ahora en cuenta solo una parte del latín: el latín que los colonizadores romanos llevaron a Iberia.

    El primer problema que se nos propone es el del substrato particular del latín ibérico, o sea, de las lenguas a las que el latín se sobrepuso en los territorios en que se formarían los romances hispánicos y en particular el español, de los pueblos que los Escipiones encontraron en Iberia cuando, a fines del siglo III a. C., durante la segunda guerra púnica, desembarcaron en Ampurias y emprendieron la conquista de la Península.

    Sabemos, por las investigaciones lingüístico-arqueológicas, por una serie de documentos y por algún testimonio explícito, como el de Estrabón, que no había en la Hispania prelatina ninguna unidad étnica ni lingüística. Pueblos indoeuropeos o indoeuropeizados, como los celtas y los celtíberos, convivían en la Península con pueblos no indoeuropeos, como los iberos no celtizados, los vascones, tartesios o turdetanos, lusitanos, galaicos (callaeci), vaqueos (vaccaei), etc. Había, además, en las costas, colonias de griegos y fenicios (cartagineses).

    La exacta distribución de estos varios pueblos en la Península se ha ido aclarando cada vez más en estos últimos años, pero con ello han surgido, al mismo tiempo, nuevos problemas prehistóricos y también lingüísticos (y precisamente de prehistoria lingüística, es decir, de substrato).

    En el sur de la Península vivían los tartesios o turdetanos. En el oriente y noreste, los iberos, y al noroeste de ellos los vascones. En el centro, en el occidente y en el norte, vivían los celtas y los celtíberos, es decir, los iberos y otros pueblos preindoeuropeos celtizados. En el actual Portugal central y en la actual Extremadura, vivían los lusitanos; en la actual Galicia, los galaicos. En el norte vivían, probablemente, otras poblaciones por lo menos en parte

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    indoeuropeizadas y que habían resistido a los celtas: las que, con un nombre más bien ambiguo, suelen llamarse ligures. En las montañas cantábricas vivían los pueblos de los astures y cántabros, quizás afines a los ligures pero quizás no indoeuropeizados o muy poco indoeuropeizados. Distribuidos en colonias y factorías comerciales en la costa sudoriental vivían griegos y fenicios.

    Eran colonias griegas: Rhodae (actualmente Rosas, en Cataluña), Emporiae (gr. Emporion, act. Ampurias) y, más al sur, Hemeroscopion (act. Denia) y Lucentum (act. Alicante). Eran colonias fenicias: en las Baleares, Mago (lat. Portus Magonis, act. Mahón), así llamada por el nombre de un hijo de Asdrúbal o, según otros, de un hijo de Amílcar Barca; y, en la costa de la Península: Nova Carthago (act. Cartagena), la capital de Amílcar, Abdera (act. Adra), Carteia (act. Algeciras), Asido (act. Medinasidonia), Málaka (“factoría” - act. Málaga) y Gadir (lat. Gades, act. Cádiz).

    Eran ciudades, sin duda, célticas: Segovia, en Castilla, que mantiene hasta la actualidad el mismo nombre, Conímbriga (act. Coimbra, en Portugal), Segóbriga (act. Segorbe, en Valencia), Brigantium (act. Betanzos, en Galicia) y varias otras. De más difícil atribución étnica (quizás algunos de ellos célticos, pero con nombres precélticos) resultan, en cambio, los importantes centros de: Salduba (la romana Caesara Augusta > Zaragoza), Ilerda (Lérida), Saguntum (Sagunto), Córduba (Córdoba), Hispalis (Sevilla), Olisipo (Lisboa).

    Varios de los pueblos que los romanos encontraron en Iberia habían seguramente inmigrado a la Península, en épocas más o menos remotas. Empezaremos con los que inmigraron en época protohistórica o casi histórica.

    Los celtas. Este pueblo indoeuropeo se encontraba en Hispania ya en el siglo V a. C., pues en ese siglo Heródoto señala su presencia en la Península. Las incursiones e infiltraciones célticas habrían empezado ya en el siglo IX a. C., pero la verdadera invasión se habría producido en el siglo VII a. C. La fecha, naturalmente, no es segura: lo único cierto es que los celtas invadieron la Península antes del siglo V a. C. Una segunda invasión, (acerca de la cual, sin embargo, se tiene menor seguridad) se habría producido en el siglo III a. C. Eran poblaciones célticas las de Turmógidi, Berones, Pelendones, Arevaci, Lusones, Belli, Dittani, etc. cuyos nombres tienen etimología céltica; no lo eran, en cambio, los gallaeci, a pesar de la superficial semejanza entre su nombre y el de los galos.

    Los celtas se establecieron particularmente en el noroeste y el centro de la Península, pero infiltraciones célticas hubo también hacia el sur, en la zona de los tartesios, y hacia oriente, en la zona de los iberos. Su dominación, muy probablemente, no fue pacifica, por lo menos en los primeros siglos: parece que al principio ellos constituyeran en el territorio ocupado solo la clase

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    dominante, de guerreros. En efecto, así lo indicarían los nombres de sus ciudades, casi todos compuestos con las palabras briga y dunum, que significan ambas “fortaleza, ciudad fortificada”.

    Los griegos. No sabemos con exactitud cuándo se establecieron en España: probablemente en el siglo VII a. C., o, quizás, antes. Esos griegos, que no procedían directamente de Grecia sino de las colonias griegas de Cumas y, sobre todo, de Massalia (act. Marsella), no colonizaron propiamente ni siquiera la costa, conformándose con establecer factorías para comerciar con el interior del país. Fueron los griegos los que, por primera vez, dieron a conocer al mundo antiguo algo acerca de los límites y de la configuración geográfica de Iberia, y el primer periplo de la Península fue hecho por un griego de Marsella, Píteas, que salió del Mediterráneo, navegó hacia el norte, a lo largo de las costas de Lusitania, Gallaecia y Galia y llegó hasta Inglaterra, o, quizás, más allá todavía. La dominación massaliota de las costas hispánicas fue truncada con la batalla naval de Alalia o Aleria (Córcega), en 537 a. C., en la cual los massaliotas fueron derrotados por los fenicios aliados con los etruscos. Quedaron, sin embargo, las estaciones marítimas ya nombradas y los griegos ejercieron un notable influjo cultural sobre los pueblos de la Península. Entre otras cosas, algunos alfabetos indígenas se derivaron del griego: así, por ejemplo, el de la famosa inscripción ibérica llamada El plomo de Alcoy.

    Los fenicios. Ese pueblo semítico llegó a Hispania antes que los celtas y los griegos, pero, como estos últimos, solo para comerciar con los indígenas, estableciendo, a lo sumo factorías en la costa. Los comienzos de sus relaciones con Iberia se pierden en la prehistoria. Sabemos, en efecto, por la Biblia, que ya los sidonios comerciaban con los tartesios, enviando sus barcos a la legendaria ciudad de Tarsis o Tarshish (nombrada once veces en el Antiguo Testamento), de donde volvían cargados de oro, plata y plomo. No se sabe exactamente, donde se encontraba Tarsis: las excavaciones arqueológicas realizadas en la desembocadura del río Baetis (Guadalquivir) no han dado hasta ahora resultado. Se sabe, en cambio, que alrededor de 1100 a. C. los fenicios abandonaron su estación comercial de Tarsis y fundaron la nueva factoría de Gadir (Cádiz). Después de la decadencia de Sidón, la dirección de las colonias fenicias en Iberia fue tomada por Tiro, y, al caer esta última ciudad bajo los persas, el dominio de las mismas pasó a Cartago, que era la principal y más poderosa colonia fenicia en el Mediterráneo occidental. Con los cartagineses, la colonización fenicia en Iberia cambió su carácter: se hizo más amplia y más profunda, volviéndose verdadero dominio de las costas. Se transformaron en verdaderas ciudades las factorías ya existentes, como Abdera (o Abdara), Carteia, Mainaca, y surgieron nuevos centros, como Mago y, sobre todo, Nova Carthago. Como ya se dijo, esta

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    última fue la capital de Amílcar Barca; de esa misma ciudad salió Aníbal para su expedición a Italia. En cambio, es probable que no fueran cartaginesas sino, quizás, más bien ibéricas ciertas ciudades como Ruscino (Rosellón, fr. Roussillon), o Barcino (Barcelona: a pesar de la semejanza de su nombre con el nombre fenicio Barca).

    Los demás pueblos de la antigua Iberia hay que considerarlos como indígenas o “autóctonos”, por lo menos desde el punto de vista de la historia propiamente dicha. Es decir que, en lo que concierne a su eventual inmigración, nos encontramos en un terreno movedizo y podemos solo adelantar hipótesis, más o menos justificadas y defendibles arqueológica y lingüísticamente.

    Es dudoso, a la luz de las investigaciones más recientes, que los iberos y los vascos se encontraran ya en Hispania en la época de la civilización de Altamira, como se ha pretendido. Lo que parece más cierto —por lo menos según los substratistas— es que, antes de las inmigraciones céltica, griega y fenicia, habría que admitir en Hispania tres zonas distintas: la septentrional correspondería al llamado substrato cántabro-pirenaico: la oriental, a los iberos, y la meridional a los tartesios. La primera se relacionaría con el sur de Francia y la zona alpina (v. más arriba los ejemplos de camuza y arrugia), constituyendo el llamado “substrato pirenaico-alpino” y correspondiendo a poblaciones que se suele llamar ligures, quizás poblaciones “mediterráneas” (preindoeuropeas) indoeuropeizadas. Por lo menos en su zona, los ligures serían más antiguos que los iberos.

    Pero no todos los autores están de acuerdo acerca de la identificación de los “ligures” con los cántabro-pirenaicos: los “ligures” podrían ser un pueblo indoeuropeo o indoeuropeizado inmigrado en la Península y que se habría sobrepuesto a una capa precedente no-indoeuropea, justamente la de los “cántabro-pirenaicos”, quizás autóctonos. Las afirmaciones acerca de la existencia de “ligures” en la antigua Iberia se basan en una serie de coincidencias entre la toponimia hispánica y la italiana de las zonas con substrato ligur. Así, por ejemplo, topónimos como Langa, Berganza, Toledo se encuentran casi idénticos (Langa, Bergenza, Toleto) en Piamonte y Lombardía. También se atribuye al ligur el sufijo -asco (y -osco, -usco), que se encuentra en varios topónimos del norte y hasta del centro de la Península: Beasque, Viascón, Retascón, Tarascón, Benasque, Balasc, Magasca, Aurusco, Ledusco, Orusco, Biosca; topónimos parecidos, y con los mismos sufijos, se encuentran, en efecto, también en Francia meridional y la Italia septentrional.

    Otro sufijo, -ona, que también se encuentra en varios topónimos (Barcelona, Badalona, Ausona, Tarazona,) aparece tanto en el territorio que se atribuye a los “ligures” como en el de los ilirios. Lo mismo ocurre con nombres como Badajoz y con los derivados de raíces como

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    *borm-,*borb-,*born- (Bormella, Bormate, Bormujos, Bornos, Borbén). Finalmente, otros como Corconte, Corcuera y los derivados de *carau – ‘piedra’ (Caravantes, Carabanzo, Caravia, Carabanchel) solo tienen correspondencias ilíricas; también aparecería como ilírico el nombre de *Bletisama (‘muy ancha’) > Ledesma.

    Sobre la base de topónimos como estos últimos, se ha sostenido también (en particular por Menéndez Pidal) la existencia de ilirios en la antigua Hispania. Hay que observar aquí que el concepto de “ilirios” (como lo ha señalado Pisani) se está volviendo muy ambiguo (casi tan ambiguo como el de “ligures”), llegando a designar simplemente a ciertas poblaciones indeterminadas en cuyas lenguas desconocidas se encontraban sufijos que se encuentran también en topónimos del territorio históricamente ilirio. Sin embargo, ya varios estudiosos admiten que, por lo menos, la lengua primitiva de los ligures no indoeuropeos había sido influenciada (y quizás, hasta cierto punto, indoeuropeizada) por las lenguas de los pueblos indoeuropeos vecinos, ilirios o, tal vez, ambrones (estos también representados en la toponimia peninsular: Ambrona, Ambroa, Hambrón).

    Algo más clara, aunque no del todo, parece la situación de los iberos: estos se relacionarían con los pueblos camíticos del norte de África, en particular con los bereberes. Ellos habrían, pues, inmigrado a Hispania, en época prehistórica, desde África del Norte: esta es, por lo menos, la opinión más generalmente aceptada en la actualidad. Es la tesis de Schuchardt, el cual, además, sostiene el origen ibérico de los vascos. Pero otros estudiosos, como el italiano Trombetti, el ruso Marr y el alemán Winkler relacionan a los iberos (y a los vascos: o, mejor quizás, lo hacen con los iberos porque parten de los vascos, a los cuales atribuyen origen ibérico) con los pueblos caucásicos.

    Según Trombetti, los vascos representarían un eslabón intermedio entre los pueblos caucásicos y los del África del Norte, encontrándose más cerca de aquellos que de estos, y constituirían, como los caucásicos, un resto marginal de todo un continente étnico y lingüístico preindoeuropeo que en época prehistórica habría ocupado toda la cuenca del Mediterráneo; tal tesis se apoya en varias correspondencias entre el vasco y muchas lenguas caucásicas (correspondencias estructurales y formales a veces sorprendentes, pero casi nunca sistemáticas y regulares) y en topónimos (en primer lugar en la existencia, en el Cáucaso, de una región que se llamaba antiguamente Iberia, y que más tarde se llamó con nombre bizantino, Iviria, y es la actual Georgia.

    De todos modos, es evidente que la solución del problema ibérico depende de la solución que se dé del problema de las relaciones entre vascos e iberos, pues, si, por ejemplo, se admite que no hay entre esos pueblos relación de continuidad lingüística étnica, los vascos podrían

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    tener con los caucásicos una afinidad que no tendrían, en cambio, los iberos. Es cierto que entre los pueblos que se indican tradicionalmente como “ibéricos”, entre los que los romanos encontraron en Hispania, había uno que se llamaba vascones y que por lo menos el nombre de ese pueblo se conserva en el de los vascos y de los gascones (lo cual, además de otros argumentos, indicaría una amplia difusión de los vascones también por Aquitania). Pero el problema del vasco y de los vascos de ningún modo puede considerarse como solucionado en este sentido; además el problema de la lengua vasca y del pueblo vasco pueden muy bien constituir dos problemas distintos. Ya Humboldt indicó a los vascos como directos descendientes de los antiguos iberos y Schuchardt ha sostenido con abundante argumentación que el vascuence es la continuación del antiguo ibérico o, mejor, de un dialecto del antiguo ibérico, señalando al mismo tiempo numerosas y significativas correspondencias entre la lengua de los vascos y varias lenguas camíticas del norte de África. En su obra sobre la declinación ibérica (Die iberische Deklination, Viena, 1915), Schuchardt señaló, asimismo, varias correspondencias vasco-ibéricas, tratando de interpretar el ibérico por medio del vascuence.

    Pero la verdad es que no se ha llegado por ese camino a un efectivo desciframiento de la lengua de los antiguos iberos (las inscripciones ibéricas permanecen en gran parte mudas para nosotros), que el vascuence puede explicarse solo en parte por el camítico y que, por otro lado, también la teoría caucásica tiene buenos argumentos a su favor. Por eso, varios autores admiten hoy una tesis que representa una especie de compromiso entre la teoría caucásica y la africana: el vascuence sería en su origen “cántabro-pirenaico” (y se relacionaría con las lenguas caucásicas), pero luego se habría “iberizado” o, por lo menos, habría sido profundamente influenciado por el ibérico africano. Ya veremos los problemas que las varias soluciones proponen por lo que concierne a la exacta atribución de los elementos del español que se consideran como procedentes de los “substratos”.

    Quizás menos compleja, pero más oscura, aparece por el momento la situación de los tartesios, acerca de los cuales, en realidad, sabemos muy poco. Algunos los relacionan con los iberos, considerándolos como parientes de estos e inmigrados ellos también de África. Pero la toponimia de la zona tartesia no puede apoyar esta tesis, pues no coincide con la ibérica. Las noticias históricas que tenemos acerca de los tartesios resultan insuficientes y más bien confusas: ya hemos visto que hasta ahora no se ha logrado trasladar de la leyenda a la historia la famosa ciudad de Tarsis. Sin embargo, aun sobre la base de las escasas noticias que de ellos tenemos, se ha tratado de estructurar teorías acerca del origen de los Tartesios. Narra Heródoto que un rey de los Tartesios, Argantonio, proporcionó a los focenses tanta plata como para construir una muralla de ese metal y resistir durante cierte tiempo contra Ciro. Ahora, el nombre

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    de Argantonio ha sido interpretado por algunos por medio del céltico argantos – ‘plata’ (cf. lat. argentum): se trataría, pues, de un nombre mítico, de una personificación de ese metal precioso. Pero otros estudiosos han visto en el mismo nombre la palabra etrusca arenti, con sufijo griego, y han relacionado, por lo tanto, a los tartesios con los etruscos, hasta llegar a veces a identificarlos con estos.

    De todos modos, la hipótesis más ampliamente aceptada en la actualidad, considera, justamente, a los tartesios como un pueblo propiamente “mediterráneo”, relacionado con los tirsenos de la antigua Asia Menor y, por lo tanto, directa o indirectamente, con los pueblos llamados “tirrenos” y, en particular, con los etruscos de la antigua Italia.

    Habría habido, pues, en Hispania, también una colonización tirrénica, según algunos (Schulten), propiamente etrusca: tal tesis se apoya, ella también en algunos topónimos (que tienen correspondencia en Etruria o en otras zonas ocupadas antiguamente por los etruscos) como: Tarraco, Subur, Arnus (nombre de un río, idéntico al nombre del Arno, los iberos fueron difundidos por los griegos, pero tienen en español forma latina. Tiene, en cambio, forma griega (continuando la voz griega proparoxítona y no la correspondiente voz latina, que era paroxítona) el importante hidrónimo Ebro (si continuara la forma latina Iberus, debería ser *Ibero), como los antropónimos Estéban e Isidro (que como continuación de la voz latina correspondiente es Isidor Isidorus).

    Pero en general los elementos griegos del español, cuando no se trate de neologismos doctos (palabras técnicas que se refieren a la filosofía, a las ciencias y a las artes, tomadas del griego o creadas con material griego, en época relativamente reciente), pertenecen al “léxico heredado”, es decir que han entrado ya en latín (preclásico, clásico, vulgar) y se han difundido en Iberia como palabras latinas y no griegas. En efecto, es muy difícil encontrar grecismos específicos, que hayan entrado solo en el latín de Hispania o en el español como tal: los grecismos pertenecen más bien al patrimonio común de las lenguas romances y, con exclusión de los neologismos, pertenecían ya al latín (a todo el latín, o solo a la lengua docta, o solo a la popular, o a lenguajes técnicos dentro del latín). Los mismos neologismos griegos, o greco-latinos, no son, por lo general, específicos del español, sino que pertenecen al patrimonio lingüístico común de la cultura occidental. Además, los grecismos han entrado en latín y en las lenguas romances, prácticamente, a lo largo de toda su historia: por consiguiente, no pertenecen propiamente al “substrato”, sino más bien al “adstrato”, y ni siquiera a un “adstrato” geográfico sino a un permanente “adstrato” cultural. Por eso, si, en lugar de distribuirlos en varios capítulos, refiriéndolos a varias épocas, los tratamos todos aquí (lo cual no quiere decir que los registremos todos, pues los grecismos del español son muchos miles: nos limitaremos a dar

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    unos pocos ejemplos de cada serie), lo hacemos justamente, para dar una visión de conjunto de lo que el español debe a la lengua griega (y, en parte, también porque resulta difícil establecer con exactitud en cada caso la antigüedad de un grecismo).

    Podemos distinguir “grosso modo” cinco categorías de grecismos:

    1) palabras preclásicas, es decir, entradas en latín anteriormente a la época clásica. Tratándose de vocablos casi siempre técnicos pero entrados por un trámite no docto, se reconocen, en general, por determinadas características fónicas que revelan una adaptación fonológica al sistema latino de ciertos fonemas particulares del griego: ph > p, y > u, th > t, kh > c; presentan a menudo, además, la confusión entre c y g, característica del latín arcaico (por lo menos en la escritura, quizás por influjo etrusco).

    Pertenecen a esta categoría de grecismos del latín palabras como: purpura (a esp. pórpola, cat. porpra) porphyra; gubernare > gobernar kybernân, tumum (esp. tomillo) thymon, creta) esp. greda; cutĭsus > esp. codeso; ampŏra y ampulla > esp. ampolla (lat. cl. amphŏra > ánfora), gammarus (gámbaro) kámmaros (continúan en cambio una forma más reciente los esp. cámaro, camarón), origa num (> orégano), sepĭa (> jibia), balneum (> baño), caměra (> cámara), sagma (> jalma), ancŏra (> ancla, y la más reciente forma culta áncora), hemina, etc., y eso independientemente de la época en que se encuentren documentadas en el latín escrito. En efecto, algunas de esas palabras se encuentran documentadas solo bajo la forma clásica (o, simplemente, no están documentadas en latín), pero su continuación en las lenguas románicas indica que ellas debían ser populares ya en una época anterior; así, por ejemplo: chorda (esp. cuerda); symphonĭa (> esp. zampoña y, como continuación de una forma más reciente, sinfonía), cĭthára (esp. cedra y, como forma docta más reciente, cítara), *colpu (esp. golpe) kólaphos, mĭntha (> esp. menta), etc. Algunas de ellas pueden ser también palabras entradas en época clásica, pero directamente en la lengua diaria y popular y no por trámite docto.

    2) palabras clásicas, es decir, entradas en el latín clásico generalmente por trámite docto. En la época clásica se estudia y se conoce mejor el griego; por lo tanto, las palabras griegas entradas en esa época ya no se adaptan a la fonología latina, sino que mantienen su forma griega, en la grafía (donde encontramos los signos y diagramas x, y, z, ph, th, introducidos, justamente, para transcribir vocablos griegos) y, seguramente, también en la pronunciación, por lo menos hasta cierto punto. En las formas románicas correspondientes encontramos los griegos y y ph continuados por i, f y no por u, p, como en las palabras preclásicas.

    Pertenecen a esta categoría la mayoría de los grecismos del latín, es decir, toda una larga serie de palabras concernientes a las ciencias, a la literatura, a la enseñanza, a la danza y música,

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    a los deportes, etc., como, por ejemplo: idea, phantasia, philosophia, musica, poesis, mathematica, tragoedia, comoedia, scaena, phytmus, rhetor, chorus, palaestra, athleta, paedagogus, etc., etc.

    La mayoría de esos grecismos no tienen continuación popular ininterrumpida en las lenguas románicas, sino que se han mantenido o en la lengua docta o han sido reintroducidos (del latín o del griego) en época posterior y por trámite docto. Sin embargo, hay algunos que, evidentemente, eran también populares y se han conservando como tales en el neolatino; así: petra (> piedra), phalanga (> palanca), mataxa (> madeja), spatha (> espada), cophĭnus (> cuévano) cyma (> cima), gypsus (> yeso), orphanus (> huérfano), schola (> escuela), apotheca (> bodega; en cambio, botica continúa una forma postclásica), etc.

    3) palabras postclásicas, es decir, entradas en el latín imperial, en el “bajo latín”, en el “latín vulgar”. Su notable número se debe a la profunda grecización cultural de Roma en esa época y, sobre todo, al influjo del cristianismo. Presentan, estas también, características fónicas peculiares, pero ya no por una adaptación más o menos completa al sistema fonológico latino, sino por cambios intervenidos en esa época en el mismo fonetismo griego; en particular iotacismo (la de i, y, e y de los diptongos con iota en un único fonema i) y la sonorización de p, t, k después de nasal; cf. por ejemplo, el ya citado botica (que reproduce con i la e larga griega, lo cual, como se ha visto, no ocurre en bodega, que continúa una forma clásica; y tampoco ocurre en alguna palabra postclásica, como ecclēsia > esp. iglesia, probablemente entrada en latín por un trámite más docto), akēdía > acidia, kampē > campa, camba, gamba (a. esp. cama – ‘pierna’, it. gamba, fr. jambe), sántalon > sándalo.

    Pertenecen a esta categoría los varios términos cristianos, en general semicultos, como los que dieron en español obispo, ángel, blasfemar, bautizar, y también palabras como: parabola > palabra, cara, thius > tío, celeusma (‘canto de remeros’) > chusma, cathédra > cadera (la continuación docta de la misma palabra es cátedra), schisma > isme (la continuación docta es cisma), y —lo que es muy importante lingüísticamente, porque se trata de una penetración en el mismo sistema gramatical del “latín vulgar”— la particula katá > esp. cada y la interjección makárie – ‘enhorabuena’, ‘bienaventurado’, de donde la conjunción a esp. maguer – ‘a pesar de que’. También es importante la adquisición en esa época del sufijo verbal -izein > -idiare (que dio en español, por trámite popular, -ear, cf. guerrear, colorear, voltear, etc. y, por tramite más culto -izar) y del sufijo nominal -eia > ia, el cual reforzó, revitalizó y muchas veces sustituyó el sufijo lat. -ĭa, que no tenía acento (cf. bizarria, hombría, morería, etc.) Esa corriente de palabras griegas confluidas en el “latín cristiano” y el “latín vulgar” continuó, probablemente, por lo que concierne en particular a España, durante la época

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    visigoda, con la dominación bizantina de las costas, pero resulta difícil establecer hoy cuales vocablos se adquirieron en época todavía romana y cuales en época ya germánica.

    4) palabras griego-arábigas, es decir, palabras griegas entradas en español a través del árabe; se reconocen por presentar comúnmente el artículo árabe (como al- o a-). Pertenecen a esta categoría palabras como Almagesto (que continua el título árabe de la Megístē Syntáxis de Ptolomeo), atramuz (thérmos), adarme (dirhem drakhmē), zaguán (stoán), alcaicería (kaisaría), etc.

    5) préstamos cultos modernos y neoformaciones científicas con material griego. Pertenecen a esta categoría vocablos como mecánica, crisis, monarquía, drama, geología, teléfono, telepatía, monografía, biografía y muchísimas otras palabras técnicas del campo de la filosofía, de las ciencias, de las artes y de la técnica, cuya serie aumenta continuamente y libremente, por medio de neoformaciones que surgen en el ámbito del mismo español o en otros idiomas de cultura occidentales y se adoptan y adaptan casi automáticamente. Una gran difusión han adquirido, además, en nuestra época, los sufijos de origen griego, como -ismo, -ista, los prefijos como a-, anti-, auto-, prefijoides como bio- y sufijoides como -logia; menos vitales aparecen ciertos sufijos como -isa issa, adquirido ya en el latín posclásico, pero contrastado por el sufijo lat. -a y por otros) y prefijos como hiper- (contrastado por el latín super-); y se emplean exclusivamente en neoformaciones con material griego otros prefijos, como para-, peri-, ana-, dia-, etc.

    El acento en las palabras griegas adquiridas modernamente es analógico. En las palabras antiguas (cuando el acento latino no coincidía con el griego) tenemos generalmente la acentuación latina: cf. huérfano, escuela, cuerda, cada orphanós, skholé, khorde, katá: solo en unos pocos casos, como los ya citados Ebro, Estéban, Isidro, a los cuales podemos añadir el nombre común golpe, se continúa la acentuación griega.

    En conclusión, podemos decir que la influencia griega sobre el español es una influencia típicamente cultural y no debida a mezcla y convivencia de pueblos y a prolongado bilingüismo: muy notable en el léxico (y desde el punto de vista semántico resultaría aún más amplia que desde el punto de vista formal, pues, como ya se ha dicho en otro lugar, muchas palabras que formalmente son latinas, particularmente entre las compuestas, encierran un significado griego), ella aparece limitada en la derivación y no afecta mínimamente la morfología, la sintaxis y el sistema fonológico.

    Los Fenicios. Tuvieron en España un papel análogo al de los griegos, es decir que fueron colonizadores y civilizadores de la costa. Los alfabetos ibéricos y tartesios se derivan más a menudo del fenicio que del griego. Pero lo que la lengua española debe al fenicio es muy poco.

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    Hay apenas unos pocos topónimos que se derivan indirectamente del fenicio y un número muy limitado de vocablos comunes que, ellos también, no son propiamente fenicios, desde el punto de vista del español, sino latinos, pues entraron ya en latín. Entre los topónimos —que han sido estudiados por A. Dietrich (Phönizisch Ortsnamen in Spanien, Leipzig, 1936) y que, en su mayoría, ya se han citado— recordamos: Cádiz (Qādis Gades Gadir o Aggadir – ‘recinto amurallado’; los griegos llamaban la misma ciudad Gadeira, cf. la bíblica Gadara), Medinasidonia (Asido, comp. con el elemento árabe Medina), Málaga (Málaka – “¿factoría?”), Adra (Abdera), Cartagena (Carthago [Nova] ¿con sufijo ibérico?), Mahón (Mago, Portus Magonis), Ibiza (Ebusus – ‘isla o tierra de pinos’). La antigua Carteie (Gereth – ‘ciudad’) tiene hoy el nombre árabe Algesiras.

    También del nombre de España (Hispania) se han dado etimologías fenicias: se derivaría de una voz que significaría ‘tierra de conejos’ o de un fen. *span, a relacionarse con el hebr. saphan – ‘escondido’, ‘misterioso’: Hispania significaría, pues, ‘pais misterioso, remoto, legendario’. Pero según otros se trataría de una latinización de la voz ibérica Hispali, antiguo nombre de Sevilla, es decir, de la misma voz que, a través del ár. Isbilia, dio, justamente, el esp. Sevilla: el nombre habría sido aplicado en el comienzo solo a la ciudad y a la región de Sevilla y luego habría sido extendido a toda la Península. Entre las palabras latinas de origen fenicio y que se conservan en español, citamos: mappa > mapa, saccus (tomada por los romanos del griego, pero de procedencia fenicia en esa última lengua) > saco, y, como vocablo especifico, magalĭa (cf. hebr. magor - ‘vivienda’, ‘albergue’) > a. esp. nagüela –‘cabaña’, ‘mesón’, esp. act. mallada o majada (‘lugar o paraje donde se recoge de noche el ganado y se albergan los pastores’ y, en el Río de la Plata, ‘manada o hato de ganado lanar’).

    Los Celtas. Tuvieron una influencia directa en la Península más profunda que la de los griegos y fenicios y eso a pesar de que, según parece, aun conservando sus costumbres nacionales y manteniéndose como dominadores, adoptaron las lenguas de los pueblos ‘indígenas’ por ellos vencidos: en efecto, los celtas emplearon lenguas locales, y no el céltico, en sus inscripciones y en sus monedas, tanto que se piensa que el céltico se habría extinguido como lengua en la Península, ya antes de la llegada de los romanos. Dejaron, sin embargo, una serie muy numerosa de topónimos, en primer lugar, los que contienen o contenían los característicos elementos briga –‘fortaleza’; ‘altura fortificada’, sego, segi – ‘victoria’, dunum – ‘fortaleza’, ‘ciudad’, como: Coimbra (Conimbriga), Munébrega (Mundobriga), Arcos (Arcobrĭga), Alpuébrega (Alpobrĭga), Lagos (Lacobrĭga), Bragança (Segovia), Segorbe (Segobrĭga), Sasamón (Segisămo), Besalú (Bisuldunum), Navardún, Verdú, Salardú, etc.

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    Varios otros topónimos del mismo tipo fueron sustituidos luego por otros de origen distinto; así, por ejemplo: Mirobrĭga (Ciudad Rodrigo), Nemetobrĭga (Puebla de Trives), Lacobrĭga (Carrión), Brigantium (Betanzos), Brigaetium (Benavente), etc.

    Son, además, célticos los topónimos derivados de elementos como bedus –‘zanja’, ‘arroyo’ (Bedoña, Begoña, Bedeya, Bedoja: todos de Bedunia), deva - corresp. a lat. divus, deus (cf. hidrónimos como Deva, en Guipúzcoa, y Riodeva, en Teruel, dado que los celtas tenían el culto de los ríos), coslo, cosla - ‘avellana’ (Coslada), arganto – ‘metal brillante’, ‘plata’, Arganda, Argandoña, Argance), cambo – ‘corvo’, ‘encorvado’ (Cambados), o que contienen los sufijos -acu (Luzaga) u -obre (illobre, Tiobre y varios otros, todos en la zona habitada antiguamente por los ártabros, en Galicia, como también muchos otros, como Cartama (Cartima), Coruña (Clunia), Alcobendas (cf. el nombre de persona Alcovindos – lit. ‘corzo blanco’), Yebra y Évora (Aebŭra), Braga (Bracăna, Bracara) y el mismo nombre de Madrid (Magel) y este, según parece, del. celt. megetorito – ‘vado ancho’ o ‘puente grande’); v. R. Lapesa, Hist. Leng. esp., pp. 16-17.

    La lengua de los celtas de Hispania era, probablemente la misma que se hablaba en Galia. Por eso, quizás, y también porque la mayoría de las palabras célticas del español se adquirieron ya en latín (por todo el latín y no solo por el latín de Hispania) y se heredaron luego por varios idiomas neolatinos, no encontramos, prácticamente, en español celtismos específicos. El único elemento céltico especifico sería tona (cf. galés ton, irl. tonn); se señala, además, arapennis arapende > arpende), como forma dialectal peninsular, en lugar de arepennis > fr. arepent (pero San Isidoro relaciona arapennis con lat. arare > arar y quizás indique con eso una efectiva contaminación entre arepennis y arare, debida a etimología popular); son dudosos, en cambio, manteca y parra, de los cuales se dan también otras etimologías, y berro (berura, cf. galés berwr) que, además, se encuentra también en francés, bajo la forma berle (berula, y este, quizás, de un célt. *berura). Se ha propuesto una etimología céltica también para esp. perro (del galo-latín perrus – ‘cuadrúpedo’, y este de un céltico *petrros). Y Varrón indicaba como voz hispánica lancea (> esp. lanza); podría, en efecto, tratarse de un celtismo peculiar de la Península, pero no es un celtismo específico del español, pues, adoptado por el latín, fue heredado, como vocablo latino, también por otros romances.

    Hay, en efecto, una serie de celtismos muy antiguos en latín que se han difundido, con la colonización romana, en todo el Imperio, de Iberia hasta Dacia; así, por ejemplo: caballus (esp. caballo, fr. cheval, ital. cavallo, rum. cal), camisia (esp. camisa, fr. chemise, ital. camicia, rum. cămașă, carrus (esp. carro, fr. char, ital. carro, rum. car), bragae (esp. bragas; por lo que se

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    refiere a Dacia, cf. rum. a îmbrăca – ‘vestir’), sagum (> sayo, saya). A esta misma categoría pertenecía cattus > gato, al cual, sin embargo, se atribuye también origen africano.

    Comunes a todos los romances occidentales (y en particular a Iberia, Galia e Italia septentrional), o, por lo menos, a varias zonas del occidente neolatino, son otros celtismos, aún más numerosos, como: besar (basiare), cambiar (cambiare), pico, (fr. bec, it. becco), cabaña (capanna), abedul (betulla), salmón (salmo), palafrén (paraveredus), cerveza (cervisia), carpintero (carpentarius), legua (leuca), alondra (alauda, por contaminación con calandria, cf. a. esp. alca calandria), camino, taladro (taratrum), brío (celt. brigos – ‘fuerza’), vasallo (vassallus), etc. A la misma categoría se atribuye a. esp. camba, cama – ‘pierna’ (fr. jambe, ital. gamba), pero es más probable que se trate de una voz griega.

    Finalmente, hay unos pocos celtismos comunes solo a Iberia y Galia, como alosa (‘sábalo’, un pez), fr. alose, y el ya recordado berro.

    Pero en todos esos casos no se trata de “celtismos prelatinos” del español sino de celtismos del latín o, por lo menos, del “latín vulgar”. Y, como se ha visto, aun siendo su número bastante notable, ellos no indican siquiera un profundo influjo del céltico sobre el latín, pues se trata normalmente de términos técnicos: nombres de vestidos célticos (como camisia y bragae), términos de carpintería (que, según parece, era una especialidad de los galos), nombres de plantas y animales.

    Por algunos de esos celtismos hay evidencia de que se empleaban en el céltico peninsular: así el término bragae > bragas no puede separarse del nombre del pueblo céltico de los bracări y del topónimo Bracăra (Braga), y el topónimo latino-celta Octaviolca nos indica que en el céltico peninsular existía la palabra olca – ‘terreno cercado inmediato a la casa’ > esp. huelga (cf. el topónimo Las Huelgas y el fr. ouche; no confundir con huelga ‘tiempo en que se está sin trabajar, cesación del trabajo’, etc., que es de origen latino); v. R. Lapesa, ob. cit., p. 33.

    Mucho más importante sería, en cambio, el influjo del substrato céltico (por lo menos según los glotólogos “substratistas”) en el campo fónico, y en particular por lo que concierne a algunos cambios fonéticos pertenecientes a la serie de los que determinaron la diferenciación de las lenguas romances. En efecto, —como ya se ha visto— se atribuye a acción del substrato céltico el cambio de lat. kt (ct) en xt y luego en italiano (octo > *oxto > oito; cf. también, port. feito, noite, leite; formas a través de las cuales han pasado también las actuales formas españolas ocho, hecho, noche, leche). Del mismo modo se explica el cambio análogo ks > š (el sonido del fr. ch y del ant. esp. x): laxare > lexar (> dejar).

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    En lo que respecta a la morfología (o, más bien, a la formación de las palabras), es probablemente céltico el sufijo -iego aecu (algunos, sin embargo, lo consideran “ibérico” o, de todos modos, “precéltico”), que tenemos en derivados como: andariego, nocherniego, mujeriego, solariego, palaciego, labriego pero que no es más vital en la actualidad.

    Las primitivas lenguas hispánicas y el vascuence. Hablamos, naturalmente, de lenguas “primitivas” no en el sentido de que se trate de lenguas no inmigradas, o sea autóctonas en la Península, sino simplemente en el sentido de lenguas de los pueblos anteriores a los fenicios, griegos y celtas; lenguas, en parte, seguramente no indoeuropeas y, en parte, quizás, indoeuropeas o, por lo menos, indoeuropeizadas.

    El problema del influjo ejercido sobre el español por esas lenguas “primitivas” — cuya eventual inmigración en la Península se pierde en la prehistoria remota y de las cuales ha sobrevivido hasta nuestros días solo el vascuence es muy importante, cualquiera sea la solución que se le dé, pues esas lenguas son, justamente, las que constituyen el efectivo “substrato” de los romances hispánicos (en efecto, mientras los fenicios y los griegos fueron solo colonizadores de la costa y los celtas fueron, probablemente, absorbidos lingüísticamente por los pueblos “indígenas”, esos se mantuvieron todavía durante los primeros siglos de la dominación romana) y los elementos del español —no solo lexicales, sino también fonéticos y morfológicos— que se atribuyen a influjo del substrato “ibérico” y del substrato y adstrato vasco son muy numerosos. Bien se puede decir que los pueblos hispánicos son, en gran parte, esas poblaciones que se mezclaron con los colonizadores romanos, aprendieron el latín y luego abandonaron de a poco sus lenguas primitivas, después de cierto periodo de bilingüismo.

    Asimismo, es muy importante el problema más limitado de las relaciones entre el romance de Hispania y el vascuence, porque, cualquiera que sea su posición, el vascuence no es una lengua inmigrada en época histórica, sino que es la continuación de una lengua prelatina y precéltica, si no del ibérico o de un dialecto ibérico, por lo menos de una lengua contemporánea al ibérica y a las demás lenguas prelatinas del suelo hispánico. Además, en la historia particular del español, el vascuence tiene más importancia que en la de los otros romances ibéricos, y en la historia del castellano más todavía que en la de los otros dialectos españoles, pues el dialecto castellano, que llegó a ser el español por antonomasia, surgió y se desarrolló en un territorio con substrato y adstrato vasco y convivió con el vascuence, teniendo con ese estrechas relaciones de intercambio, antes de extenderse hacia el sur y lograr su posición hegemónica en España. Quizás la misma cuna del primer castellano, la antigua Cantabria, tuviera substrato vasco o parecido al vasco, si los cántabros, como se piensa, eran parientes de los vascos, y, de todos modos, buena parte de las primeras zonas en las que se difundió el

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    castellano fueron zonas quitadas al vascuence. En efecto, desde los primeros documentos, encontramos el español estrechamente vinculado con el vascuence: en las Glosas Emilianenses (Glosas de San Millán, siglo X), encontramos también glosas vascas, junto a las latinas y romances, lo cual indica que los monjes que las escribieron, y su ambiente, eran probablemente bilingües; y más tarde, en Gonzalo de Berceo, que era riojano, se encuentran palabras vascas no explicadas, lo cual significa que el ambiente al cual se dirigía el poeta, probablemente, las entendía.

    El conjunto de elementos que se atribuyen o que suelen atribuirse al “substrato” prelatino resulta en la actualidad bastante bien delimitado (aun los antisubstratistas, al tratar de reducir al mínimo su número, se refieren a ellos como a “elementos que se atribuyen comúnmente al substrato”). Lo que, en cambio, constituye un problema más arduo es la clasificación de esos mismos elementos, su repartición entre los varios “substratos”: vascuence, ibérico, otros idiomas prelatinos.

    Como ya vimos, la solución depende en gran parte de la posición que se atribuye al vascuence, con respecto a las demás lenguas prerromanas.

    Para los que sostienen que el vascuence es la continuación del ibérico o de un dialecto ibérico, no hay, prácticamente distinción entre iberismos y vasquismos, sino solo entre iberismos (vasquismos) más antiguos y más recientes y no son, en cambio, ni ibéricos ni vascos sino “ligures” o “cántabros pirenaicos” aquellos elementos que, aun encontrándose en el vascuence, tienen correspondencias también en el resto de la zona atribuida al “ligur” o pirenaico-alpina.

    Para los que sostienen que el vascuence es una lengua “cántabro-pirenaica” preindoeuropea, relacionada con las lenguas caucásicas, son, sobre todo, ibéricos aquellos elementos que no tienes correspondencia en el vascuence y, al contrario, son “vasquismos” los elementos que tienen tal correspondencia, aun admitiéndose que entre esos podría haber empréstitos vascos del ibérico, sobre todo si se trata de elementos que tienen correspondencias norafricanas. Pero aun entre esos últimos podría haber puros vasquismos, puesto que las correspondencias norafricanas podrían deberse al parentesco que, a pesar de todo, el vascuence tendría con el camítico, a través del ibérico.

    Más difícil todavía resulta la repartición de los elementos de substrato si se admite la tesis conciliadora según la cual el vascuence sería una lengua originalmente cántabro-pirenaica (“caucásica”) pero más o menos profundamente camitizada (iberizada). Los que sostienen esta tesis subrayan que el vascuence es una lengua sumamente mixta: tendría un fondo de tipo caucásico enriquecido y modificado por un superestrato ibérico, luego por otro superestrato

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    indoeuropeo o indoeuropeizado (“ligur” o “ambro-ilírico”) por influjos célticos y, finalmente, por numerosos y profundos influjos latinos y romances. Según esta tesis, en español habría cierto número de auténticos vasquismos (del fondo primitivo del vasco) y luego un número mayor de vasquismos recientes (pero, estos, más bien de “adstrato” que de “substrato”); por otra parte, independientemente de si se encuentran o no en el vascuence, no serían vasquismos sino elementos ligures los que tienen correspondencias en la llamada zona ligur y serian iberismos los que tienen correspondencias norafricanas: en el vascuence tales elementos serían préstamos de “superestrato” y “adstrato”, así como para el latín de Hispania deberían ser préstamos de “substrato”. El ibérico, pues, habría cedido elementos, por un lado, al vascuence y, por otro lado, al latín de Hispania, y esos elementos pueden a menudo coincidir.

    Cualquiera sea la tesis que se admita, son evidentes e importantes las relaciones y correspondencias entre el vascuence y el ibérico. En efecto, topónimos explicables por el vascuence se encuentran allende los límites del territorio propiamente vasco, en toda la zona atribuida a los antiguos iberos, es decir, en gran parte de España (faltan solo en el sur y el suroeste de la Península); por las inscripciones ibéricas se comprueba que también el ibérico, como el vascuence, carecía de f y r iniciales; se comprueba, además, una notable comunidad de sufijos y prefijos (cf. Schuchardt, Die ib. Deklination) y numerosas correspondencias lexicales (Schuchardt ha logrado reunir una serie de 105 importantes isoglosas lexicales entre el vascuence y varios idiomas del norte de África, entre ellas verbos tan fundamentales como ir y adjetivos como bueno, frío, grande). Naturalmente, podría tratarse de préstamos y de influjos del ibérico sobre el vascuence, pero, de cualquier manera, se trataría de un influjo muy profundo.

    Las dificultades que se presentan al querer separar el vascuence del ibérico, como al querer relacionarlos, son numerosas y serias, tanto por el lado del vascuence como por el lado del ibérico.

    En primer lugar, la evolución interna del vascuence nos es casi totalmente desconocida: nada o muy poco sabemos acerca de esa lengua por lo concierne a la época anterior a los primeros documentos escritos, y estos son más bien recientes. En efecto, durante muchos siglos el vascuence no tuvo literatura escrita. Apenas en el siglo X aparecen algunas palabras y frases aisladas, en glosas, y hasta el siglo XVI —en el cual se publican los poemas de Dechepare (1545) y la traducción del Nuevo Testamento de Leizarraga (1571)— no tenemos prácticamente textos extensos. En esos documentos, el vascuence aparece en un estado muy semejante, casi idéntico, a lo que es en la actualidad, pero es evidente que puede haber evolucionado mucho en los siglos anteriores: J. Oliver Asín, que en su Historia de la lengua española afirma la

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    identidad entre el vascuence e ibérico, piensa que el vascuence debe haber evolucionado, con respecto al ibérico, tanto o más que las lenguas románicas con respecto al latín y, justamente, a tal evolución atribuye las discrepancias entre el vascuence e ibérico. Hay que tener en cuenta, además, que el vascuence es una lengua profundamente romanizada: entre las lenguas no románicas es, quizá, la más latinizada, más que el albanés y, en cierto sentido (es decir, con respecto a la importancia y frecuencia y no simplemente al número de sus elementos latinos), también más que el inglés. Más de la mitad de su léxico (casi todas las palabras que se refieren a cultura, religión, administración, pensamiento, costumbres, particularmente cristianas, y también muchos vocablos de los más corrientes, hasta de civilización elemental) es de origen latino o romance: el vascuence emplea corrientemente más elementos latinos que cualquier otra lengua no romance, lo cual da a su vocabulario un aspecto extrañamente románico y, al mismo tiempo, significa que ese idioma debe haber perdido muchos de sus elementos primitivos (¿ibéricos?), sustituyéndolos con elementos latinos y neolatinos; cf. G. Rohlf, “Baskische im Spiegel des lateinischen Lehnwortes”, en Voretzsch-Festschrrift, Halle,1927.

    He aquí algunos de sus latinismos y romanismos más corrientes, muchos de ellos identificables como tales a primera vista, a pesar de ciertas notables modificaciones semánticas: abereanimal (habere), típulacebolla, errota molino (rota, pake o bake (pacem; obsérvese la conservación de la velar latina), erregerey (regem: n. la conservación de la velar), atxetermédico (archiater), miriku-médico (medicus), pesta o bestafiesta (n. b, f inicial > p, b), liburu-libro (nota la solución del grupo consonantico br), gurutzcruz, al andudiciembre (adventus), iruhilo (filum, n. la caida de f inicial y el rotacismo de l intervocálica), ikohigo (ficum), bajohaya (fagum), gaztelucastillo (castellum), gerezicereza (cerasia), elizaiglesia (ecclesia), semehijo (semen, semilla), astoasno (asinum), izpathaespada, borondefrente (frontem), aldarealtar, gorputzcuerpo (corpus), lege y ley (legem), aphezpikuobispo (episcopus; n. la conservación de las sordas intervocálicas), escolaescuela, ahatepato (anatem), zamaricaballo (sagmarium), zentsusentido (sensus), borondatevoluntad (voluntatem), gauzacosa (causa), arimaalma (anima), zerucielo (caelum), opusesfuerzo físico (orus), antzarganso (anserem), asturudicha (astrum), etc. V. W. J. Entwistle, The Spanish Language, p. 19.

    En cambio, los celtismos del vascuence, a pesar de su probable convivencia y de sus indudables contactos con el céltico, son muy pocos y discutibles. Se citan como celtismos: andre ‘muchacha’, ‘joven mujer’; aita ‘padre’; (h)artz ‘oso’, izoki ‘salmón’, ekarri ‘traer’ (cf. lat. carrus, carricare).

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    También podría deberse a influjo céltico el empleo del sistema vigesimal en los numerales: cf. 20 – ogei, 40 – berrogei (‘dos’, ‘veinte’).

    Otra dificultad muy notable la ofrece el mismo sistema gramatical del vascuence, y particularmente su verbo, sumamente anómalo y en el cual resulta extremamente arduo discernir una sistematicidad o regularidad cualquiera.

    Humboldt distinguió no menos de 216 tipos de conjugaciones y Schuchardt reunió más de 50 000 formas verbales sin llegar a una solución verdaderamente satisfactoria.

    Lo que caracteriza el verbo vasco es su índole semánticamente pasiva y formalmente “incorporante” (hay incorporación de varios pronombres complementes). Así, por ejemplo, una forma como dut, que se traduce ‘yo tengo’, significa en realidad, desde el punto de vista del sistema vasco, algo como ‘ello es tenido por mí’ o, mejor, ‘a ello se (lo) tiene por mí’, pues se puede analizar como unión de: d- ‘a ello’ (compl. directo), -u- semantema verbal: ‘ser tenido’; -t- ‘por mí’ (forma de complemento de agente del pronombre de primera persona).

    Además de esos elementos, puede incorporarse también el receptor (en dativo; por ejemplo, ‘para ti’); de esta manera, una forma verbal puede resultar constituida de: agente, paciente, semantema verbal y receptor. Del mismo modo, mientras en las lenguas indoeuropeas el sujeto de los verbos intransitivos, como dormir, corresponde al agente (sujeto) de los verbos transitivos (yo duermo y yo leo un libro), en vasco el sujeto “lógico” corresponde formalmente al “paciente” (compl. directo): una forma como doa – ‘él va’ significa en realidad algo como ‘a él se le va’. Una idea solo aproximada de lo que es el verbo vasco pueden dar las formas como esp. me duele, lat. me pudet, me paenitet (con el sujeto “lógico” en acusativo). Hay, pues, en vascuence una sola voz verbal, con sentido pasivo (en el presente) y en la que el sujeto “lógico” es formalmente paciente, lo cual podría resultar relativamente sencillo si no se incorporaran las demás personas que pueden intervenir en una acción verbal; pero hay que tener en cuenta que conceptos que se expresan en una lengua como el español mediante varios vocablos y desinencias, en una expresión compleja como: lo tiene-s para él, se expresa en vasco mediante elementos íntimamente aglutinados en una única palabra con el semantema verbal.

    Así, por ejemplo, mientras la tercera persona de un verbo intransitivo se expresa mediante una forma única, no habiendo agente (cf. doa – ‘él va’), la misma persona de un verbo transitivo se expresa de seis maneras diferentes, según los seis agentes que pueden intervenir en la acción (correspondientes a las seis personas):

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    En tales formas el paciente es siempre el mismo. Pero, evidentemente, el paciente puede cambiar:

    (Los prefijos de paciente son: n-, [h-], d-, g-, z-, d-; los sufijos de agente: -t, -k, -gu, -zu, -[te-]). Es decir, que para seis agentes y seis pacientes (correspondientes, estos también, a las seis personas) tendremos 6X6, esto es, 36 formas verbales; e, incluyendo, también a los seis receptores, tendremos 36X6, esto es, 216 formas verbales teóricamente posibles para todo presente de un verbo transitivo. Además, para mayor complicación, intervienen modificaciones de las vocales en hiato, inserciones de vocales y elisiones de consonantes, que vuelven formas verbales irreconocibles, desligándolas de todo paradigma regular posible; así, de un verbo como enki – ‘tener', hay formas como: dot, jon, dabe, dit'ue, etc. Y hay que añadir que, mientras la conjugación del presente es pasiva, la del pretérito imperfecto es activa y que para indicar los modos y la índole de la acción hay otros sufijos y prefijos que se combinan con los de complementos (negativo: es-, cf. da –‘es’, ezta – ‘no es’; hipotético: ba-; potencial: -ke, etc.), lo cual complica más todavía los paradigmas verbales.

    Con respecto al verbo, el sistema nominal del vascuence aparece relativamente sencillo. En principio el nombre no cambia y se declina mediante sufijos, distinguiéndose varios casos: paciente (compl. directo), agente, receptor (compl. indirecto), sociativo (compl. de compañía), posesivo, adjetival, locativo (locus ubi), aditivo (locus quo), abitivo (locus unde), partitivo. En la traducción el paciente aparece como nominativo, pero desde el punto de vista del vasco es acusativo, caso inerte; el agente corresponde por la función a nuestro nominativo, pero es un ergativo; el receptor corresponde al dativo.

    El plural se forma con el sufijo -k o con el infijo -eta- etus (sufijo de colectivo para árboles, cf. fagetum > esp. hayedo). La determinación se hace mediante el sufijo -a, que vale,

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    pues, como artículo determinativo y que, como en español, puede acompañar el posesivo y el relativo; cf. gure – ‘nuestro’, gurea – ‘el nuestro’; zauden – ‘que estás’, zaudena – ‘el que estás’; el adjetivo no se declina.

    Los pronombres personales son: ni, hi, – gu, zu, y los adjetivos y pronombres posesivos se forman de estos, agregándoles el sufijo -re (cf. gu – ‘nosotros’, gure – ‘nuestro’). Para la tercera persona se emplean los demostrativos, en los cuales, como en español, se distinguen tres grados de distancia o de situación con respecto al hablante: on – ‘este’, ori – ‘ese’, ar – ‘aquel’.

    Hay algunos adverbios propiamente dichos, pero en general a nuestros adverbios corresponden nombres en locativo. A nuestras conjunciones corresponden normalmente en vascuence prefijos y sufijos verbales. (Por todo lo que concierne a la caracterización gramatical del vascuence, v. W. J. Entwistle, ob. cit., pp. 20–25).

    Lo dicho alcanza para indicar la dificultad del sistema vascuence y para señalar que se trata de un sistema profundamente distinto de los sistemas indoeuropeos y, al mismo tiempo, muy complejo y anómalo (quizás justamente por tratarse de una lengua mixta).

    Una dificultad más es dada por la notable diversidad de los varios dialectos vascos. Es verdad que los vascos tienen la conciencia de su unidad étnica y definen esa unidad por la lengua (su nombre nacional, Euskalerri, significa ‘la gente [herri] que habla Euskera [vascuence]’, pero es también un hecho que los varios dialectos vascos (vizcaíno, guipuzcoano, alto y bajo navarro, laburdino, suletino, con unos veinticinco subdialectos) resultan mutuamente incomprensibles. No existe una lengua vascuence común y la joven literatura vasca no ha logrado hasta ahora crear una lengua literaria unitaria17.

    Dificultades todavía mayores se nos presentan por el lado del ibérico. En primer lugar, porque se trata de una lengua insuficientemente documentada e imperfectamente descifrada: en efecto, se trata de descifrarlo mediante el vascuence y ni siquiera tenemos la seguridad de que el vascuence sea efectivamente ibérico.

    Las inscripciones consideradas ibéricas (reunidas por E. Hübner – Monumenta Linguae Ibericae, Berlín, 1893) son generalmente breves (sobre todo monedas) y por lo que concierne a los textos más extensos, como los plomos de Alcoy y de Castellón, no se ha llegado hasta ahora a un desciframiento integro y satisfactorio: no solo se han propuesto varias interpretaciones divergentes, sino que no hay acuerdo entre los estudiosos ni siquiera por lo que

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    Otras fuentes para el conocimiento del ibérico son: las inscripciones latinas de Iberia (en las cuales se encuentra a veces alguna palabra local); las informaciones que nos proporcionan algunos autores antiguos, particularmente historiadores y geógrafos (los grandes escritores de Hispania nos dan apenas alguna información tangencial: Marcial indica solo que las palabras ibéricas resultaban impronunciables para los romanos y Séneca solo nos dice una vez que en Córcega oyó una lengua parecida a la de los cántabros); el patrimonio considerado “prelatino” de los romances hispánicos y del gascón (por lo que a este concierne, cf. Luchaire, Les origines linguistiques de l’Aquitaine, Pau, 187.7), y la toponimia hispánica “prerromana”. Pero por lo que concierne a los elementos aislados de esas fuentes no tenemos ninguna seguridad de que se trate de elementos ibéricos.

    En realidad, tal seguridad no la tenemos ni siquiera por lo que atañe a las inscripciones llamadas ibéricas, que, además de haberse descifrado solo limitadamente, parecen pertenecer a más de una lengua. Hasta en los nombres que en ellas se encuentran se comprueba una mezcla lingüística: así el nombre Indíbilis o Andobales parece compuesto de elementos célticos e ibéricos y Mandonio parece un derivado “ilirio-celta” (quizás relacionado con la palabra mando, que se encuentra en vascuence con el significado de ‘mulo’); y al mismo nombre de la población indicada como ibérica, de los vascones (barscunes, bascunes), nombre continuado por el de vascos, ha sido explicado como indoeuropeo (céltico o precéltico): significaría ‘los montañeses’, ‘los de las alturas’ y, con sentido figurado, ‘los orgullosos’, ‘los altivos’; cf. R. Lapesa, ob. cit., p. 19.

    Las concordancias entre ibérico y vascuence, comprobadas en las inscripciones, parecen notables, por lo menos a primera vista. Encontramos en ellas, por ej., en el Plomo de Alcoy, ausencia de f y r iniciales (cf. vasc. iku – ‘higo’ errege – ‘rey’) y de s inicial impura, como en vascuence; carencia de grupos consonánticos (cf. la solución vasca gurutz del lat. crucem); palabras que coinciden con palabras vascas (iri – ‘ciudad’, gara – ‘altura’, ildu – ‘surco’, kide – ‘compañero’: los significados son los que esos vocablos tienen en vascuence); prefijos (i-, b-, ba-, da-) y sufijos (-la, -ra, -k, -ik, -n, -i) que se encuentran también en vascuence (cf. las concordancias señaladas por Schuchardt en la declinación). Pero la exactitud de tales concordancias no ha sido confirmada hasta la fecha por una traducción de los textos elaborada sobre la base de las mismas.

    Por otro lado, de las palabras indicadas como peculiares de Hispania por los antiguos, algunas son seguramente célticas, otras son probablemente célticas y otras quizás puedan explicarse por el mismo latín (como ha sostenido recientemente Harri Meier) y solo unas pocas pueden ser interpretadas por el vascuence.

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    Tal vez algo más pueda deducirse de la toponimia. En efecto, como ya señalamos, topónimos de tipo vasco o explicables por el vascuence se encuentran muy allende los límites de la zona vasca.

    Encontramos, en primer lugar, topónimos derivados con sufijos que tienen correspondencia en vascuence. Así, por ejemplos, nombres derivados con el sufijo -toi o -doi (vasc. ‘sitio de’), como Alastuey (‘Huesca’) —cf. vasc. latstoi— ‘sitio de arroyos’ o Araduey (Aratoi (vasc. aratoi ‘sitio de llanuras’), nombre de un río de León que actualmente se llama Valderaduey y que corre por Valladolid y por una región que, efectivamente, se llama Tierra de campos (nombre que parece una traducción de aratoi). U otros nombres derivados con el sufijo -oi (quizás una variante del precedente), que encontramos sobre todo en el norte de Aragón y Cataluña: Allué, Bentué, Binué, Larrué, Ardanuy, Jenuy, Senuy, Beranuy, Azanuy, etc. Otro sufijo muy frecuente en topónimos que se encuentran por toda la Península, es -enus, -ena, -en (Caracena, Borbén, Teleno, Navaleno, Mairena, Lucena, Purchena, Lucainena, Cairén, Bairén, Requena, Leciñena, Mallén, etc.), que es todavía vital en vascuence (-ena) para formar posesivos (Michelena, Simonena, Errandoena – ‘de Miguel’, ‘de Simón’, ‘de Fernando’) o apelativos (Ibairrena ob. cit. pp. 24–25.

    También se relacionan con el vascuence los sufijos -accu, -eccu, -occu (> ueque; cf. el sufijo abundancial vasc. -oki), que encontramos en Novellaco, Lumpiaque, Jadraque, Pinseque, Alpanseque, Mazueco, Barrueco, Aranzueque, Trijueque, Jirueque, topónimos del norte, del centro y del oeste de España (pero se les atribuye también origen distinto).

    Hay luego una serie numerosísima de topónimos que contienen palabras vascas, como: iri – ‘ciudad’, ‘villa’; eša, etxe – ‘casa’, berri – ‘nuevo’, gorri – ‘rojo’, ara – ‘llanura’, aran – ‘valle’, otz – ‘frío’, aranz – ‘espino’, muño – ‘otero’, ‘colina’.

    Contiene iri: Iria Flavia, antigua ciudad romana de Galicia (hoy Padrón).

    Contienen iri y berri: Iliberris (Iriberri – vasc. ‘ciudad nueva’), antiguo nombre de Granada, modificado luego en Elvira, por etimología popular; y Eliberris, antiguo nombre de Auch (Augusta Ausciorum).

    Contienen berri: Alcubierre (Zaragoza), Benaberre (Huesca), Isabarri (Lérida), Lumbierri, Algerri (Cataluña), Montiberri (nombre híbrido latino-vasco).

    Contienen gorri: Ligüerre, Lascuarre (vasc. latskekorri – ‘arroyo rojo’).

    Contienen eša: Javier, Javierre (ešaberri – ‘casa nueva’), Egea (Huesca y Zaragoza).

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    Contienen ara: Ara (Huesca), Aramil (Oviedo), Arageme (Cáceres), Araya (Cáceres, hidrónimo), Arahal (Sevilla), Arañuel (Castellón).

    Contienen ara y otz (vasc. araotz – ‘llano frío’): Arahos (Lérida), Aragüés, Arbués, Arbós.

    Contienen aran: Valle de Arán (Huesca; nombre pleonástico: ‘valle del valle’), Aranjuez, Aravalle (Lérida), Valle de Aranjo (Oviedo), Aranda (Zaragoza y Burgos).

    Contienen aranz: Aranzueque (Guadalajara), Aranza (Galicia), Aranzo (Burgos), Arancés (Oviedo), Arancil (Toledo).

    Contienen muño: Muño (Oviedo), Las Muñecas (León), Muñeca (Soria y Palencia). (Hay que notar, por lo que concierne a los nombres que contienen berri, gorri, otz, y los sufijos -toi, -oi, que el hecho de presentar ellos en territorio español las mismas modificaciones de las palabras latinas, es decir, ě > ie, ŏ > ue, mientras no presentan las mismas características en territorio catalán, indica que deben ser muy antiguos: anteriores a los siglos VI-VIII).

    Varios otros topónimos hispánicos pueden explicarse por el vascuence; así Arriaca, antiguo nombre de Guadalajara (vasc. Arriaga – ‘pedregal’, ‘sitio pedregoso’; obsérvese que también el actual nombre árabe significa ‘valle de las piedras’); Salduba (cf. zaldi – ‘caballo’, o saldo – ‘rebaño’), antiguo nombre de Zaragoza (Caesaraugusta); o los varios topónimos de las zonas quitadas al vascuence por el castellano (sur de Álava, noroeste de la Rioja, Bureba): Ochanduri, Herramelluri, Cihuri, Ezquerra Urquiza, Zalduendo, Urrez; y, naturalmente, los topónimos vascuences constituyen la absoluta, mayoría de las zonas todavía vascas (Álava, Guipúzcoa, Navarra). En las mismas zonas vascas hay, sin embargo, varias localidades que tienen dos nombres, uno latino o romance y el otro vasco (nombres que a veces se traducen mutuamente): Pamplona (‘Ciudad de Pompeyo’), Iruña (vasc. ‘ciudad buena’), Burguete-Auritze, Valcarlos-Lusaide, Bonloc-Lecuine, Roncesvalles-Orreaga (‘encinar’, ‘lugar de encinas’), Villanueva-Iriberri.

    Ahora, ¿qué deducciones pueden hacerse sobre la base de la toponimia? Es evidente que el número y la difusión por la Península de topónimos explicables por el vascuence —aun no excluyendo la posibilidad de préstamos más o menos antiguos o eventuales colonizaciones esporádicas de vascos, en época romana, germánica o árabe— imponen necesariamente la conclusión de que una lengua pariente del vascuence o semejante al mismo (o, por lo menos una lengua en que se encontraban palabras que hoy se encuentran en vasco y se empleaban de manera análoga) debía hablarse antiguamente en la mayor parte de Hispania. Y, en cierto sentido —por lo menos en el cuadro de un estudio puramente lingüístico—, ni siquiera importa mucho establecer si el vasco es o no la continuación de esa lengua: lo importante es que ciertas

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    líneas isoglosas que hoy abarcan solo la zona vascuence abarcaban antiguamente un territorio mucho más amplio (es decir, que el vasco continúa una serie de las isoglosas que constituían aquella desconocida lengua antigua), lo cual nos permite suponer que en una situación análoga a la de los topónimos pueden encontrarse varias otras isoglosas de las que abarcan hoy conjuntamente el vasco y el español.

    Por otro lado, la misma toponimia nos indica que en el suroeste de la Península (en particular, en Bética y Lusitania) se hablaban lenguas de un tipo diferente, o que no presentaban análogas isoglosas comunes con el vascuence, pues, en efecto, en esas regiones encontramos toda una serie de importantes topónimos que no pueden explicarse por el vasco y que, además, son de un tipo netamente distinto: Baetis, Baetulo, Olisipo (Ulisipo), Hispalis, Scallabis, Saetabis. Pero también cerca de la zona vasca, en la actual Cataluña, encontramos un topónimo que podría resultar muy significativo por lo que concierne a la antigua variedad étnica peninsular; se trata de Llerda (act. Lérida), nombre que, interpretado por el vascuence (Llerda), significaría ‘ciudad extranjera’ (cf. vascuence erdera ‘lengua extranjera’, opuesto a euskera – ‘lengua nacional’): si admitimos que la lengua ‘parecida al vascuence’ que se hablaba en gran parte de la Península era el ibérico, debemos concluir que Llerda no era una ciudad ibérica, pues el pueblo que hablaba esa lengua la consideraba como ‘extranjera’; si, en cambio, aceptamos la tradición, según la cual esa ciudad era ibérica, debemos concluir que la antigua lengua ‘parecida al vasco’ no era el ibérico, dado que el pueblo que la hablaba consideraba a los iberos como ‘extranjeros’. Pero, en realidad, dado que el término ‘ibérico’ no designa una realidad histórica bien definida, se trata más bien de nombres que de conceptos.

    Y los conceptos, por lo menos según la toponimia, quedan establecidos como se ha visto: una lengua parecida al vasco que se hablaba en la mayor parte de Península (o ‘lenguas parecidas al vasco’), y una o más lenguas distintas del vasco, particularmente en el suroeste.

    Nos queda por considerar el influjo ejercido por ese substrato prerromano sobre el latín de Hispania y sus efectos por lo que concierne a la formación y desarrollo de los romances ibéricos, y en particular del español. Según algunos autores ese influjo sería tan profundo que determinaría y caracterizaría la individualidad del español (cf. las palabras de Amado Alonso acerca de la “mentalidad ibérica” que habría presidido la formación del castellano). Otros, en cambio, lo consideran solo como una determinación exterior y le atribuyen solamente unos pocos fenómenos; y hasta para estos últimos se proponen también soluciones antisubstratistas.

    Se pueden observar, en primer lugar, una serie de analogías de carácter general entre el español y el vascuence. Así, N. J. Entwistle (que no es, sin embargo, un “substratista” convencido) señala que ambas lenguas evitan la negación y prefieren a la abstracción lo positivo

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    y concreto; que ambas son lenguas imaginativas, pero que los objetos de la imaginación que ellas reflejan son más bien cosas que ideas; que ambas revelan un gran refinamiento por lo que concierne a las circunstancias de la acción verbal, refinamiento que se manifiesta en el gran número de tiempos; que ambas demuestran preferencia por una sola voz verbal (la pasiva, en vasco; la activa, en español); que ambas presentan una notable riqueza de verbos auxiliares, entre los cuales las diferencias son más bien sentidas e intuidas que lógicamente determinadas. Pero las observaciones de ese tipo se refieren más bien a hechos de etnopsicología reflejados en la lengua que a hechos puramente lingüísticos y lingüísticamente relacionados y las analogías señaladas indican más bien una comunidad cultural que una interdependencia idiomática; son semejanzas más bien estilísticas que gramaticales. En general las comparaciones basadas en “la mentalidad que se refleja en las lenguas” aparecen más bien arriesgadas, pues la lengua no es solo reflejo inmediato de una “mentalidad étnica” (otro concepto más bien ambiguo y oscuro), sino también costumbre y tradición. Así, por ejemplo, el vocabulario húngaro actual es en buena parte indoeuropeo (eslavo, germánico, latino) y la sintaxis húngara se acerca cada vez más a la de las lenguas de cultura de Europa, pero, a pesar de eso, el sistema lingüístico húngaro queda profundamente distinto de los indoeuropeos y refleja una mentalidad, una primitiva visión del mundo, bien diferente; por otra parte, el sistema húngaro presenta grandes analogías estructurales, por ejemplo, con el sistema guaraní: sin embargo, sería muy difícil deducir de ello una semejanza actual de mentalidad entre húngaros y guaraníes y más difícil todavía —si no absurdo— tratar de relacionar históricamente los dos sistemas.

    El asunto de la “mentalidad ibérica” del español hay que tomarlo cum grano salis. En el aspecto del cual, según nosotros, se puede decir efectivamente que refleja una mentalidad (si no actual, por lo menos primitiva, y que es el constituido por el sistema gramatical (y en particular por el sistema morfológico) conjuntamente con el sistema lexical, en el aspecto realmente “interior significativo”, casi no hay analogía posible entre el vascuence y el español. El sistema español es perfectamente latino en todas sus partes y análogo a los demás sistemas neolatinos: no hay en español nada que recuerde la declinación vasca o que se parezca a la concepción pasiva del verbo que nos presenta el vascuence, nada análogo al sujeto – paciente o a la incorporación de los complementos en el verbo; y si entre el léxico español y el vascuence (incluyendo en el léxico también los sintagmas fijos) puede observarse hoy una notable analogía, esta no se debe a influjo del vasco sobre el español sino, al contrario, a la latinización del vasco. A esta misma latinización podrían, quizás, atribuirse buena parte de las analogías estilísticas entre los dos idiomas. Si es que el substrato “vasco-ibérico” y el adstrato vasco han

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    contribuido de alguna manera al desarrollo del “plano de contenido” del sistema semanto-gramatical del español, solo pueden haber actuado como frenos y factores orientadores y no como factores determinantes.

    Es decir que el bilingüismo ibero-latino o vasco-romance puede haber contribuido a que se mantuvieran en español ciertas formas, justamente porque formas paralelas existían también en “ibérico” y vasco (como por ejemplo, en el caso de la distinción de tres grados en el pronombre demostrativo: esteeseaquel, análogos funcionalmente a los lat. hicisteille; distinción que se ha reducido en la mayoría de los demás romances), o a “orientar”, por la misma razón, el desarrollo de ciertas formas, pero siempre de formas o existentes en latín o posibles desde el punto de vista del sistema latino (como en el caso de la distinción entre varios auxiliares o en el del empleo del artículo en la determinación del relativo y de los complementos de valor análogo: el que, el de la casa, donde otros romances emplean el demostrativo, cf. ital. colui che, quello del la casa.)

    Donde, en cambio, es evidente e innegable la semejanza entre español y vasco, es en el “plano de la expresión”, en el aspecto acústico-fisiológico del lenguaje, o sea en el sistema fónico; y la semejanza era aún mayor hace unos siglos. Ambos idiomas poseen solo las cinco vocales más comunes (a, e, i, o, u), sin grandes diferencias de timbre. Ambos presentan las consonantes β, ð y ɣ (b, d, y g espirantes), que no se encuentran, normalmente en los romances no ibéricos (el macedorrumano posee ð y ɣ por influjo griego y sobre todo en palabras griegas, pero como fonemas distintos de d y g); y a las consonantes vascas š, s, tz correspondían exactamente en español antiguo x, s, c.

    Pero existen también diferencias notables, sobre todo si se considera el español actual: el vascuence evita la r incial, anteponiéndole una vocal (lat. regem > v. errege); no acepta la f inicial (aversión que ya no es operante en español), a la que modifica o reduce (lat. fagum > v. bagu, lat. ficu > iku); resuelve mediante epéntesis vocálica varios grupos consonánticos (lat. crucem > v. gurutz); posee palatales que no se dan en español (t', d'). De todos modos, considerando que también el castellano ha modificado, en cierta época, en h la f inicial antevocálica y que también en castellano se ha manifestado esporádicamente la aversión a r inicial (hay, en efecto, casos de a prostética delante de r: lat. ruga > esp. arruga), además de las semejanzas que persisten hasta la actualidad, se puede sostener que la población de la zona en la que primitivamente se desarrolló el castellano tenía ciertas costumbres articulatorias y una conciencia fonológica semejantes a las de los vascos.

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    Por lo que concierne a la historia del fonetismo español, se atribuyen comúnmente a efecto del substrato vasco-ibérico (que, naturalmente, debe haber actuado mediante el bilingüismo y no como oscura y hereditaria tendencia biológica) los siguientes fenómenos:

    1) la peculiar realización castellana (y, en general, española centro-septentrional) del fonema /s/ como ápico-alveolar, realización tan distinta de la dental andaluza e hispanoamericana y que, para los oídos extranjeros, y aún para los andaluces e hispanoamericanos, resulta muy parecida a š. La misma realización tiene la s en vascuence y también en dialectos románicos de Galia con substrato probablemente análogo al vasco (Gascuña, Languedoc, Alvernia).

    2) la aspiración y caída de la f inicial antevocálica (f > h > cero), fenómeno que caracteriza el dialecto castellano distinguiéndolo de los demás dialectos españoles. En los siglos XI-XII ese fenómeno se verificaba solo en la zona al norte de Burgos, en La Montaña y La Rioja, y de ahí se difundió a todo el castellano y luego a las zonas castellanizadas.

    En efecto, la f inicial no existía en ibérico y tampoco la admite, el vascuence: en los empréstitos que en la lengua original tienen la espirante labiodental, el vascuence transforma esta consonante en bilabial sorda o sonora (festa > pesta, besta; fagum > bagu, fava > baba; cf. también el moderno esp. falange > vasc. palanke) o la pierde, seguramente después de una fase de aspiración (filum > iru, ficum > iku). El mismo fenómeno de aspiración de f inicial se registra, además, en gascón: lat. filium > gasc. hilh. Parece, pues, muy probable que se trate de un caso de adaptación por relativa “equivalencia acústica” ocurrido inicialmente en un periodo de bilingüismo y determinado por la conciencia fonológica de una población que en su lengua original no conocía el fonema f o, por lo menos, no conocía tal fonema en posición inicial. El fenómeno de adaptación de fonemas ajenos a un sistema fonológico no tiene, de por sí, nada de extraño o excepcional y, como lo ha demostrado magistralmente N. S. Trubetzkoy en sus Grundzüge der Phonologie (‘Principios de fonología’) no tiene nada que ver con una dudosa “base de articulación” fisiológica o con la supuesta “imposibilidad de pronunciar un sonido extranjero” (cf. la adaptación de r como l en chino, de f como hv en ucraniano, de š como č en español en general shampoo > champú, fr. champagne > champaña, y de la italiana como ž en rioplatense).

    Sin embargo, los antisubstratistas observan que el fenómeno se registra esporádicamente también en otros dialectos romances (por ej., en dialectos rumanos: filium > hiu, ferrum > hier) y que, por otra parte, el vascuence no sustituye normalmente la f por h sino más bien por p o h. A esto se podría contestar que, justamente, en otros dialectos romances el fenómeno es solo esporádico y no general (sin considerar que no es siempre indispensable que los fenómenos

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    análogos y hasta idénticos tengan también explicaciones análogas) y que podría tratarse, en el caso del castellano, de un substrato no propiamente vasco sino, quizás, cántabro, es decir, de una lengua probablemente parecida al vascuence pero no necesariamente idéntica a este (obsérvese, en este sentido, que en el este de Asturias y el nordeste de León la frontera entre las áreas de f inicial conservada y de f > h coincide con el antiguo límite entre astures y cántabros), y que, finalmente, por lo menos una de las adaptaciones vascas de f inicial (f > cero) implica una fase intermedia h.

    Según nosotros, en este, como en otros casos de problemas de substrato, lo importante es el modo de encarar el concepto mismo de substrato: lo importante es no concebir el substrato como una entidad casi-metafísica, como una oscura fuerza biológica que actuaría espontánea e inesperadamente en todo un territorio o en toda una “raza” y hasta salteando varias generaciones, como ciertas características somáticas en la herencia biológica. El substrato no existe de tal manera, simplemente porque la lengua no es un hecho biológico y racial sino una “institución social”, es decir, un hecho de costumbre, de tradición y de cultura: “substrato” es nada más que un término que empleamos para designar una lengua a la que una población abandona para adoptar otra y, más particularmente, los eventuales elementos de la lengua abandonada (ya sean costumbres articulatorias como construcciones, palabras, elementos funcionales) que se mantienen en la nueva lengua aprendida, habiendo pasado a esta en el necesario período intermedio de bilingüismo.

    3) Ausencia en español de v labiodental, fonema normal en todos los demás romances y su confusión con la fricativa bilabial sonora β. En efecto, el vascuence tampoco conoce la fricativa labiodental sonora v.

    4) La conservación sin sonorizar de las sordas intervocálicas latinas en el Alto Aragón, zona inmediatamente vecina del vascuence: arag. ripa, lacuna, por cast. riba, laguna (cf. lat. ficum > vasc. iku; con la k conservada como sorda).

    5) La sonorización de las oclusivas sordas después de nasal o líquida, fenómeno que se registra en la misma región (Alto Aragón), aunque más limitadamente que el precedente: campum > cambo, pontem > puande, sortem > suarde, altum > aldo (cast. puente, suerte, alto), cf. lat. frontem > vasc. aldare, lat. tempora > vascuence dembora, lat. altare > vasc. aldare, lat. voluntatem > vasc. borondate (con nt > nd, mp >mb, lt > ld).

    Por lo que concierne a esos dos últimos fenómenos, hay que señalar que en vascuence no existe la distinción fonológica entre sonoras y sordas, es decir que la sonoridad no es fonológicamente “pertinente”: la realización de una consonante como sonora o sorda depende de su posición y de los fonemas vecinos, lo cual significa que, en cada pareja, la sonora y la

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    sorda no son sino “variantes combinatorias” del mismo fonema (en otras palabras, la distinción entre sonoras y sordas pertenece en vascuence a la norma de realización y no al sistema funcional de la lengua).

    6) la palatalización del grupo it, surgido del lat. kt (kt > xt > it: según se afirma, por influjo del substrato céltico): it > t’ > č (cf. octo > oxto > oito > otyo > ot’o > ocho, factum > hecho, lacte > leche, dictum > dicho) fenómeno, también este, característico del castellano.

    7) la palatalización de ll y nn > l’, n’ (cf. collum > cuello, pinna > peña, annum > año).

    8) la caída de p inicial seguida por consonante (pl > pl’ > l’) como en planum > pl'ano > llano; cf. lat. plantatum > vasc. landatu.

    9) la ausencia de s impura inicial (schola > escuela, spatha > espada), fenómeno que, en efecto, es característico del vascuence, pero que, como es sabido, es general no solo en todos los romances hispánicos sino también en Galia (aunque en francés la aversión a s impura no sea más operante actualmente), se encuentra también en italiano, aunque limita (in iscuola, in istrada), y, según resulta de las inscripciones, se manifestó primeramente en el latín de Italia y África y no el de Iberia.

    Por lo que concierne a estos dos últimos fenómenos, recuérdese la ya señalada tendencia del vascuence a resolver los grupos consonánticos (particularmente iniciales o pertenecientes a la misma sílaba).

    10) la prótesis de una vocal (a) delante de r inicial, fenómeno que en español se encuentra solo esporádicamente (cf. ruga > arruga; más en español antiguo también arroturas, Arremón), pero que es general y constante en vascuence (cf. lat. regem, v. errege, lat. rota > errota, esp. reino, Ramón > v. erreinu, Erramon). Es muy probable que el fenómeno, en español, se deba a influjo vasco; obsérvese, sin embargo, que se encuentra también en otros dialectos romances (es general en macedorrumano).

    Š a substrato “ligur” dado que se encuentra también en genovés, se atribuye la palatalización adelantada hasta š, č de los grupos iniciales fl-, kl-, pl-, en gallegoportugués y leonés: lat. flamma, clamare, plenum > leon, xama, xamar, xeno o chama, chamar, cheno; port. chama, chamar, cheio (esp. llama, llamar, lleno). Obsérvese, sin embargo, que la palatalización de esos grupos tiene una gran difusión en los dialectos romances: kl- palataliza también en rumano (clamare > rum. chemá, clavem > rum. cheie) y los tres grupos palatalizan en italiano (bajo forma fy-, ky-, py- en el ital. central: fiamma, chiamare, pieno, pero también hasta otras formas en los demás dialectos: clamare > lomb. ciamé, plangere > napol. chiagnere, florem > sicil. šuri).

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    A substrato céltico se atribuye comúnmente la sonorización de las oclusivas sordas intervocálicas, general en el iberorromance y en el galo-romance, y que, como se ha visto, llega hasta la Italia central. En efecto, en las inscripciones peninsulares se encuentran a menudo oscilaciones entre sordas y sonoras en la grafía de nombres y vocablos célticos como: Doitena / Doidena, Ambatus / Ambadus, Ataecina / Adaegina, briga / brica (v. Lapesa, ob. cit., p. 30). Pero recuérdese también que el ibérico, como el vascuence, no distinguía fonológicamente las sordas de las sonoras: por lo tanto, sobre todo si se admite que el fenómeno, casi general en el occidente románico, partió (como afirma W. von Wartburg y como parecen demostrarlo las inscripciones latinas precisamente de Iberia y no de otras zonas habitadas por celtas, podría tratarse de un fenómeno pasado del ibérico al céltico y luego al latín de Hispania.)

    En la morfología (además de los fenómenos ya indicados y que, más que innovaciones debidas al substrato, son fenómenos de conservación de formas latinas, quizás favorecidos por el substrato) solo se pueden atribuir al antiguo substrato prelatino unos pocos sufijos actualmente en decadencia, muertos o moribundos.

    Se atribuyen al ibérico, al vasco o al iberovasco los sufijos, normalmente despectivos, -orro, -arro, -urro (buharro, bizzarro, cachorro, cacharro, guijarro, y también gr. kithara > esp. guitarra), que conserva todavía cierta vitalidad; -ieco, -ueco (> -eccu, -occu), vitales por los siglos XI-XII, pero que desde hace mucho tiempo no se sienten más como sufijos (cf. muñeca, morueco); y los sufijos de diminutivo -ico (vital en Aragón, Murcia y Granada) y -uco (Santander).

    Al substrato “ligur” se atribuye -asco (peñasco, nevasco, borrasca) y también -z, tan frecuente en patronímicos (Díaz, Pérez, Ruiz, Sánchez, Muñiz, Muñoz, Jiménez, Rodríguez, Vázquez, etc.) En efecto, topónimos en -az, -ez, -oz se encuentran a menudo en las zonas atribuidas al ligur. Sin embargo, se ha tratado de explicarlo también por el latín, como continuación de -ci, genitivo de -cus (separado de nombres germánicos como Rodericus, Fredericus, dado el empleo como apellidos de los genitivos Roderici, Frederici). Y hay también quien lo considera ibérico. El sufijo se encuentra en vascuence, con valor posesivo y modal, pero, quizás, como empréstito.

    Finalmente, se atribuye a un substrato imprecisado, quizás del oeste de la Península, el sufijo móvil inacentuado, con vocalismo -a (relámpago, médano, ciénaga, cáscara lampo, meda, cieno, casca; cf. también los derivados como ráfaga, bálago, de los cuales no se conoce una forma simple) y consonantismo indiferente (sótalosótano, murciegomurciégalo, murciélago, murciégano), tan característico del español. Se observa, en efecto, que derivados

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    semejantes parecen ser palabras que se consideran prelatinas, como páramo y légamo (‘légano’) y antiguos topónimos esdrújulos como Bracăra, Bletisăma, Naiăra.

    Por lo que concierne al léxico, se atribuye al substrato una serie bastante numerosa de palabras, pero sin que haya un acuerdo más o menos general, ni siquiera entre: los substratistas, acerca de su repartición entre las varias lenguas prerromanas de la Península. Además, como ya se ha dicho, varios autores tienden a disminuir su número, proponiendo para muchas de ellas etimologías latinas, o también célticas o germánicas. El registro que sigue debe, pues, tomarse “con beneficio de inventario”, tanto por lo que concierne a su extensión como por lo que se refiere a la atribución de las palabras registradas a uno u otro substrato.

    Se consideran como prerromanas y muy antiguas, es decir, como pertenecientes al substrato en sentido amplio (sin clasificarlas bajo rótulos particulares como “ibéricas” o “vascas”, o “ligures”): barro, carrasca, cueto (‘otero peñascoso’), lavanco (‘pato salvaje’), légamo, tojo, y algunas palabras registradas por autores clásicos (Plinio) como: baluz (ballux), palacrana (palacra), arroyo (arrugia, cf. los topónimos Requejo, Requena; pero Harri Meier propone una etimología latina, de ruga).

    Se atribuyen más específicamente a un substrato “ligur” y no “ibérico” otras palabras, que también se consideran muy antiguas, como: páramo (que se encuentra ya en una antigua inscripción latina de León, donde vivían pueblos no ibéricos, como los vaccaei y vettones), gándara (‘pedregal’), lama (‘barro’) balsa (relacionada con Balsa, ciudad de la antigua Lusitania, en terreno pantanoso; pero H. Meier propone la etimología latina vasculum), losa (documentada ya en la inscripción del bronce de Aljustrel: lansiae lapides). Con un substrato africano se relaciona tamujo (cf. Tamugadi, antigua ciudad de Argelia). También, antiguas (¿ibéricas?) pero relacionadas más específicamente con el vascuence se consideran: nava (‘tierra baja entre montañas’; cf. Navarra y vasc. naba), vega vaiga, vaica (cf. vasc. ibaiko – ‘ribera’), arto ‘cambronera’ (cf. vasc. arte – ‘encina’).

    De dudosa atribución, pero reunidas por varios autores bajo el vago rótulo de “ibéricas”, son otras palabras sin etimología segura, como: bahía (registrado por S. Isidoro), barranca, cama (que podría ser de origen griego; San Isidoro sugiere, en efecto, una etimología griega, pero inaceptable, como la mayoría de las que propone), garra, sapo, sarrio (‘antílope de los Pirineos’) sarna (reg. por S. Isidoro; podría ser céltica), manteca (considerada por algunos autores entre las palabras prerromanas más antiguas; pero según otros sería céltica o germánica), manto (citada como voz ibérica por Probo; pero se trata probablemente de una derivación regresiva del lat. mantellum). Los autores latinos citan como “ibéricas” (“hispánicas”) varias otras voces que, o no se encuentran en español o tienen forma latina (por

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    haber sido adquiridas ya en latín, y no solo por el latín de Hispania) y se continúan también en otros idiomas romances, extrapeninsulares. Así: cusculium (Plinio) > coscojo, coscoja; cuniculus (Plinio) > conejo, cantus (Quintiliano) > canto (‘borde’; cf. vasc. kanto / in /; pero se trata probablemente de un grecismo o celtismo), gurdus (Quintiliano) ‘estupido’ > esp. gordo (pero es una palabra relativamente antigua en latín), lancea > lanza (probablemente un celtismo hispánico), plumbum > plomo, galena, minium (‘óxido rojo de plomo’: cf. el vasco min- ‘vistoso’, ‘encendido’ y el hidrónimo Miño), suber > esp. sobral.

    Más recientes son, en cambio, una serie de vasquismos más o menos evidentes (la mayoría de ellos caracterizados por la terminación -rro, -rra), como: izquierdo (v. ezker), becerro (v. bejizekor), cachorro (v. txakur; pero se propone también la etimología lat. cattellus), pizarra (v. pizar ‘fragmento’), ardite, abarca, ascua, socarrar, guijarro, chaparro, boina, laya (‘pala de labrar’), narria, gamarra, cencerro, gazuza (fam. ‘hambre’), bizarro (v. bizar ‘barba’), gazmoño, zato (v. zat ‘pedazo’: con el diminutivo catico, empleado por Gonzalo de Berceo, y el derivado catiquero), bildurra (dial. ‘miedo’, ‘cobardia’; empl. por Berceo bajo la forma bildur; y, probablemente, también urraca, vgorra (v. gorri ‘rojo’), zorro (v. zugur ‘astuto’, ‘prudente’) y la locución adverbial de bruzos, de bruzas, de bruces (cf. v. buruz ‘de cabeza’).

    Son, finalmente, vascos (o explicables por el vascuence: en algún caso, quizás, ‘ibéricos’) el sobrenombre Minaya que aparece en el Cid (vasc. annaia ‘hermano’), una serie de nombres de pila: García (Garsea; quizás ‘ibérico’, o, por lo menos, muy antiguo, si le corresponde Arcea, que aparece en inscripciones; cf. vasc. artz – ‘oso’), Velasco y Blasco (¿ibéricos? – cf. vasc. bele ‘cuervo’), Iñigo (Enneco ¿ibérico?: en las inscripciones aparece Ennebonx, Ennegensis), Gutierre (vasc. guti – ‘poco’, ‘pequeño’), Urraca, Jimena (Ximena), Jino (Ximeno), Sancho, Javier (Xavier – vasc. etxe borri ‘casa nueva’) y un buen número de apellidos: Velázquez; Blázquez; Vázquez, Gutiérrez, Jiménez, Sánchez, Echeverría, Mendizábal (vasc. ‘colina ancha’) Zumalacárregui (vasc. ‘sauzal’, ‘lugar de sauces’), Arteaga (‘lugar de encinas’), Madariaga (‘lugar de perales’), Lizárraga (‘lugar de fresnos’), Jáuregui (‘palacio’), Irigoyen (‘ciudad alta’), Echegoyen (‘casa alta’), etc.

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    6. La España romana

    El latín de España según las inscripciones y según los autores. Elementos característicos conservados en español. La cristianización de la Península y su influjo en la lengua. El sistema de isoglosas iberorromances causas de su diversificación.


    El destino de Iberia como provincia romana y como futuro territorio neolatino y de sus idiomas como lenguas romances se decide durante la segunda Guerra Púnica. En el año 218 los escipiones desembarcan en Ampurias y empiezan la guerra contra las colonias cartaginesas. En 206 cae Gades (fen. Gadir, la última y más importante fortaleza cartaginesa en Hispania. De esta manera, a principios del siglo II a. C., se encuentran ya sometidos a la dominación romana el territorio al nordeste del Ebro, el litoral mediterráneo y la Bética. Luego, durante todo ese siglo, continúa la lucha contra los lusitanos y celtíberos, y, con ella, la penetración romana hacia el centro y el oeste de la Península: la conquista de Hispania se encamina hacia su estado definitivo solo con el sitio y la caída de Numancia (113 a. C.). Pero las sublevaciones de los pueblos indígenas y su lucha contra Roma continúan también durante el siglo sucesivo y los cántabros y astures son pacificados solo en 19 a. C., por Augusto. Sin embargo, algún movimiento de rebelión se registra todavía en el I siglo d. C., hasta la época de Nerón.

    La dominación romana en Hispania se extiende, pues, por más de seis siglos: desde 218 a. C. hasta 409 d. C., que es la fecha de la invasión de los vándalos, suevos y alanos. Pero ya desde la segunda mitad del III siglo d. C. comienza en la frontera de la Península la lucha contra los pueblos germánicos, lucha que mantendrá las provincias hispánicas en un estado de casi constante intranquilidad y que culminará en el siglo VI d. C., con la transformación de Hispania en un reino germánico: el reino visigótico.

    La colonización romana en Hispania fue una obra de rápida civilización y, con la excepción de alguna zona, de profunda romanización, no solo en la lengua sino también en las costumbres, en la vida civil, jurídica y militar, en la técnica agrícola e industrial y hasta en la religión: en efecto, también la mitología romana penetró en la Península y fue adoptada por los pueblos indígenas (en Asturias se conserva hasta la actualidad el nombre de Diana > ast. xana – ‘hada’.)

    La romanización fue particularmente rápida y profunda y de un nivel cultural y social más bien alto sobre todo en la Bética (Baetica), es decir, la región del río Baetis (Guadalquivir), también porque esa región era más rica y tenía una civilización y una cultura más adelantadas que las de las demás zonas de la Península. En esa región se funda en 206 Itálica, colonizada

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    enseguida por veteranos romanos. En 171, siempre en el sur de la Península, los legionarios casados con indígenas fundan la colonia libre de Carteia y en 169 Córdoba (Corduba) es proclamada colonia patricia, por la clase social a la que pertenecían sus colonizadores. Según nos dice Estrabón, en el siglo I d. C. los Turdetanos (Tartesios) estaban ya casi completamente romanizados.

    Otra zona de intensa romanización, pero ya no de tipo urbano y burgués sino más bien de tipo militar y rústico, fue el valle del Ebro, colonizado desde el importante centro de Tarraco (Tarragona). Ya en 90–89 a. C. soldados de la ciudad ibérica de Salduba (Zaragoza) combaten en las guerras civiles (“guerras sociales”) de Italia. En la misma zona, en Osca (Huesca), Sertorio funda una importante escuela, con la finalidad de preparar para las magistraturas a los jóvenes nobles de Iberia.

    De modo que tenemos dos focos importantes de romanización, la Bética y la Tarraconense, y dos corrientes de romanización: una hacia el oeste, desde el valle del Guadalquivir; la otra hacia el noroeste, por el valle del Ebro. Se romanizan, en cambio, más lentamente, el Levante (la zona del litoral mediterráneo entre la Bética y el Ebro) y los celtíberos del centro de la Península. Y más lentamente todavía —y oponiendo una mayor resistencia a la penetración de Roma— se romanizan los pueblos del oeste y del noroeste: los lusitanos, galaicos, astures y cántabros.

    La lengua de Roma se difundió por la Península como lengua de los negocios, lengua oficial de la administración y lengua de cultura, ganando gradualmente terreno y eliminando de a poco las lenguas indígenas. Estas últimas lenguas se retiraron a la campaña y fueron limitadas a la vida privada y familiar, pero pasaron unos siglos antes de que desaparecieran totalmente: en efecto, desde los primeros decenios de la romanización y hasta después de Cristo, se dan a las ciudades que se van fundando nombres híbridos, compuestos de un elemento latino acompañado por un segundo elemento de tipo vascuence (-urris, cf. Calagurris > Calahorra), o céltico (-briga, -olca), o ibérico (iria), como: Gracchurris (Alfaro), ciudad fundada en 178 a. C. por Tiberio Sempronio Graco, lulio brĭga, Caesarobrĭga (Talavera), Augustobrĭga (Ciudad Rodrigo), Flavioriga (Bilbao o Portugalete), Iria Flavia (Patrón), Octaviolca, todos nombres que demuestran que, no solo en el primer siglo sino todavía en tiempos de César, de Augusto y de los Flavios, palabras célticas, como briga u olca, e ibéricas, como iri, eran todavía corrientes en Hispania, lo cual significa que las lenguas indígenas no habían aun desaparecido. Por otra parte, los autores nos lo confirman explícitamente. Cicerón, en su De Divinatione, habla de lo extraño que sería oír a los hispanos hablar sin intérprete en el Senado (“Tamquam si Poeni aut Hispani in senatu nostro loquerentur sine interprete Tácito nos informa acerca de un indígena

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    de Termes” (act. Santa María de Termes, Soria) que, acusado de haber participado en el asesinato del pretor Lucio Pisón (25 d. C.), habla en su idioma nativo al negarse delatar a sus cómplices (“Voce magna, sermone patrio, frusta se interrogari clamitavit”): Plinio el Viejo recoge varias palabras indígenas que se refieren a los minerales de Hispania; Silvio Itálico habla de los Galaicos que cantan en sus “lenguas patrias”; Pomponio Mela y Marcial hablan de la difícil pronunciación de ciertos nombres hispánicos; Estrabón nos dice indirectamente que en su época las regiones hispánicas fuera de Bética no estaban todavía muy romanizadas; y sabemos que en la misma Roma la madre del emperador Adriano seguía hablando “ibérico”.

    A pesar de eso, como ya se ha dicho, la romanización de Hispania fue relativamente rápida y muy profunda; tan rápida y profunda, que Hispania se volvió el segundo país del Imperio hasta llegar, junto con Galia, a rivalizar con Italia y con la misma capital, y, mucho antes de que Caracalla otorgara la ciudadanía a todos los súbditos del Imperio (212 d. C.), Vespasiano la otorgó a los hispánicos (70 d. C.).

    Los romanos fundaron en Hispania toda una serie de ciudades y colonias, muchas de las cuales conservan hasta la actualidad el nombre que les dieron los fundadores. Así: Mérida (Augusta Emerĭta), Lugo (Lucus Augusti), Medellín (Colonia Metellinensi, llamada así del nombre de Cecilius Metellus), Pamplona (llamada así en honor de Pompeyo), Mons Iovis > Jove (Iovis), Chipiona (del nombre de Servilius Caepio), Port Vendres (Portus Veneris), etc. Se remontan también a la edad romana los nombres de Zaragoza (Caesara Augusta, que sustituyó al ibérico Salduba), de Triana (nombre de un barrio de Sevilla Traiana) y muchos otros topónimos difundidos por toda la Península, como Antoñana (Antoniana), Antoñan, Antuñano, Oreja (Aurelialianus), Orinana Orbaneja (Urbanus), Quintillán (Quintilianus), Oriañana (Albiniana), Orejo (Aurelius), Semproniana, Albiñana, Marcén (Martius), Leciñena (Licinius), etc. Los nombres romanos son particularmente numerosos en algunas regiones del norte, como la de Huesca, donde el nombre de esa misma ciudad (lat. Osca) alude —según sostiene R. Menéndez Pidal— al origen samnita (osco) de sus fundadores (si no es de un más antiguo Bolscan, como afirman otros autores).

    Muy pronto los hispánicos llegaron a cubrir las más altas magistraturas del Imperio: el primer cónsul provinciano fue, justamente, un hispánico de Gades, Balbo. Hispania dio a Roma cinco emperadores —Galba, Trajano, Adriano, Máximo y Teodosio— y a la cultura latina varios escritores y poetas, como los dos Séneca y Lucano (los tres de Córdoba), Marcial (de Bílbilis), Quintiliano (de Calagurris, Calahorra), Pomponio Mela (de Tingentera), Columela (de Gades, Cádiz).

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    Durante la edad romana se difundió por Hispania el cristianismo y la Península fue una de las regiones más prontamente cristianizadas (ya en los primeros siglos d. C.). Es muy significativo el hecho de que haya sido justamente un emperador hispánico, Teodosio (de Coca), el que proclamó el cristianismo religión oficial del Imperio, prohibiendo los cultos paganos. Hispania participó en el gran movimiento cristiano de los orígenes con una serie de mártires (sobre todo durante las persecuciones de Diocleciano) y de santos, como: S. Eulalia, S. Emeterio, S. Tirso, S. Fructuoso, S. Celedonio, S. Facundo, S. Víctor, S. Justo, S. Zoilo, S. Ananías, S. Cucufatas, S. Torcuato, S. Félix, cuyos nombres se conservan en numerosos topónimos. Dio además al cristianismo, en el siglo IV, dos notables poetas, Juvenco y Prudencio, y a la iglesia un papa, S. Dámaso.

    Por efecto del cristianismo —como ya se ha observado en el capítulo sobre el latín “vulgar”— la lengua latina se vivifica, se agiliza y populariza (dadas las necesidades de la propaganda religiosa), penetra más profundamente entre los pueblos no latinos, se universaliza y se unifica mayormente, aunque en un plano distinto del latín clásico y del latín oficial y administrativo (Eteria, monja hispana del siglo IV, aun no siendo persona inculta, emplea en su obra ya recordada toda una serie de formas y giros populares que se conservaran en romance, como: tenere consuetudinem, subire, montem, plecaremus, absolvent, cata, de-intro, colliget, susum sursum, cum acusativo, etc.). Por obra del cristianismo se adoptaron, con el sentido técnico que tienen hasta la actualidad y no con el significado más amplio que generalmente tenían en griego, toda una larga serie de grecismos como: angelus (en gr. ‘mensajero’), tyr (‘testigo’), asceta (‘atleta’), evangelium, apostolus, diabolus, ecclesia, basilica, episcopus, diaconus, cathechuměnus, eremita, baptizare, monasterium, coemeterium, bola, parabolare, talentum. Se deben al cristianismo cambios de significado como el de paganus – ‘paisano’, ‘civil’, ‘pagano’, o de talentum – ‘moneda y peso’ – ‘dotes naturales’, ‘inteligencia’; ampliaciones de significado, como la de parabola > palabra; especializaciones, como la de verbum (que traduce el gr. légos) y una mentalidad cristiana revela la nueva locución adverbial del tipo bonamente, sanamente.

    Por lo que concierne a las particularidades del latín de Hispania, nuestra información no es muy abundante: en general, mucho más que de los documentos, las conclusiones acerca de dichas particularidades se deducen de los mismos romances hispánicos y de su comparación con los demás idiomas neolatinos.

    Indudablemente, ciertas peculiaridades generales y exteriores, cierto “tono” o “acento provincianu”, ciertas características estilísticas, debieron manifestarse muy temprano en el latín hispánico. Cicerón dice que el latín de los poetas de Córdoba tenía “algo grueso y extraño”

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    (pingue quiddam atqe per erinum); Aulo Gelio, que el retórico hispano Antonio Juliano hablaba “con acento hispánico” (hispano ore); Espartiano, que Adriano, cuando era todavía cuestor, hizo reír a los senadores con su “pronunciación campesina” (…cum craticnem imperatoris in senatu agrestius pronuntians risus esset...). Pero se trata de observaciones demasiado genéricas.

    Las inscripciones, estudiadas en particular por Carnoy (Le latin d’Espagne d’après les inscriptions, 2a. ed., Bruselas, 1906), tampoco nos dicen mucho. En general hay en (que son algo más numerosas solo en las inscripciones lusitanas ellas pocos vulgarismos y, en la mayoría de los casos, se trata de vulgarismos generales romances más bien que específicamente hispánicos (característicos, por ejemplo, también de Italia, Galia o África): no solo, sino que a veces esos vulgarismos indicarían una dirección evolutiva contraria a la que tomaría más tarde el español. Así, por ejemplo, no encontramos huellas o indicios de f h o de ct > xt it. Se comprueban, en cambio, el “betacismo”, es decir, v b (bibit por vivit), fenómeno que encontramos también en las inscripciones de Italia y Galia, y la sonorización de las oclusivas sordas intervocálicas o entre vocal y liquida (imudavit por immutavit, sagerdotes por sacerdotes, perpeduo por perpetuo, y, viceversa, Perecrinus por Peregrinus Aucustinus por Augustinus). Así también, encontramos una serie de palabras características, algunas de ellas latinas y otras consideradas como prerromanas, como: alis (alius) > ant. esp. al- “alguna otra cosa”, paramus, tam magnus > esp. tamaño, caballus, mancipius > esp. mancebo, socra (en lugar de socrus, fem. de la cuarta decl.) > esp. suegra, lausia > losa, collacteus > collazo, natus – ‘niño’, natales – ‘antepasados’, mulier, uxor, superum como preposición (> esp. sobre), altarum > esp. otero.

    Plinio, Columela, Pomponio Mela registran una serie de palabras populares de Hispania, casi siempre términos técnicos (nombres de plantas, animales, minerales), en general no conservados en español o conservados como elementos del léxico latino heredado, por haber sido adquiridas por todo el latín. Un número más amplio de “hispanismos” (a veces falsos hispanismos, pues se trata de “vulgarismos” generales y conservados también en otros romances) registra o emplea, en sus Etymologiae, San Isidoro de Sevilla (siglo VI); se trata de grecismos, celtismos, algún “iberismo”, palabras latinas con significados peculiares hispánicos, pero sobre todo de germanismos: thius > esp. tío, symphonia, como nombre de instrumento musical (> zampona > capanna > cabaña, cattus > gato, camisia > camisa, plagia > playa, antenatus > alnado, catenatum > candado, argenteus – con el significado de ‘blanco’ (cf. esp. arienzo), malledus > majuelo, mantum > manto, merendare > merendar, serralia o sarralia > cerraja, armilausa, blavus ‘azul’, burgus, saio > sayón, flasca, hosa, medus, etc. (cf. J. Sofer, Lateinisches und Romanisches aus den Etymologiae des Isidorus von Sevilla, Göttingen,1930).

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    Pero, como ya se ha dicho, todas esas informaciones resultan insuficientes. Por esto, para conocer más ampliamente las características del latín (latín “vulgar”) de España, hay que deducirlas por medio de la comparación lingüística, entre el español y el latín, por un lado, y entre el español y las demás lenguas romances, por el otro. Dichas características pueden clasificarse en cuatro tipos principales: arcaísmos, conservaciones, dialectismos e innovaciones.

  • 1. Arcaísmos. Hispania, por la época inicial de su romanización (fines del siglo III y comienzos del siglo II a. C.) aceptó y conservó algunos elementos preclásicos, es decir, elementos “arcaicos”, desde el punto de vista del latín clásico ciceroniano y augusteo, así como el español de América conserva hasta la actualidad elementos que en el español de España se han perdido: así, el esp. cueva y port. cova continúan el lat. arcaico cova, anterior al clásico ava. Del mismo modo, el esp. cuyo, port. cujo continúan el adjetivo posesivo-relativo cuius, cuia, cuium del latín arcaico, que en latín clásico fue sustituido gradualmente (se encuentra, en efecto, hasta Virgilio) por el genitivo del pronombre relativo (cuius, sin variación de género); tal adjetivo se conserva también en Cerdeña (región romanizada antes que Hispania).
  • 2. Conservaciones. Incluimos en esta categoría numerosos elementos en cierto sentido análogos a los anteriores, pero ya no con respecto al latín literario sino desde el punto de vista del latín “vulgar”. Es sabido, en efecto, que en el latín hablado durante la época imperial continuaron surgiendo innovaciones, pero estas no lograron siempre difusión en todo el Imperio, no llegaron a ciertas zonas laterales o aisladas, que conservaron los elementos anteriores a las innovaciones mismas: por eso el latín hispánico presenta —por lo que concierne a los elementos conservados— una larga serie de coincidencias con Cerdeña, con el sur de Italia, Sicilia, la zona alpina, Dalmacia y Dacia, todas zonas aisladas o laterales, que ignoran numerosos neologismos aceptados por Galia e Italia centro-septentrional. Así, por ejemplo, son características conservaciones haránicas: metus > esp. miedo (cf., en cambio, ital. paura, fr. peur pavor, tam magnus > esp. tamaño, petere > pedir (cf. también rum. a peți), fabulare (cl. fabulari), esp. hablar, port. falar (en cambio los ital. palare, fr. parler continúan un más nuevo parabolare; fabulare se conserva también en Cerdeña, zona aislada: sard. faeddare, y en Recia, zona lateral y aislada: rét. favler; formosus > esp. hermoso, port. formoso, cf. rum. frumos (en Galia e Italia, en cambio, se difundió la innovación bellus >
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  • fr. beau, ital. bello); passerem – ‘gorrión’, ‘ave’ > esp. pájaro, port. páxaro y rum. pasăre (mientras en Galia e Italia, y también en Cataluña, se difundió *avicellus > fr. oiseau, ital. uccello, cat. ocell); reus – ‘acusado’, ‘criminal, malo’ > esp. reo (y rum. râu, mientras en Italia tenemos captivus, cattivo, cf. fr. chétif); afflare (‘husmear’, término de caza que sustituyó al clásico invenire – ‘encontrar’) > esp. hallar, port. achar (cf. también rum. a aflá, dalm. flar), mientras en Italia y Galia tenemos, respectivamente, trovare y trouver tropare, o quizás de turbar (aquam); plicare > esp. llegar, port. chegar (cf. también rum. a plecá – ‘partir’), mientras en Italia y en Galia tenemos *adripare > ital. arrivare, fr. arriver. Particularmente interesantes y numerosas son las isoglosas de conservación que Hispania tiene en común con Dacia, otra zona lateral; puede darnos una idea de ellas el siguiente cuadro (en el cual registramos en mayúsculas las formas latinas y en minúsculas las formas romances):
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    Se puede observar que a veces, como en el caso de oblitare o cubitus, también Galia conserva la fase más antigua, porque, en efecto, Italia es más innovadora que Galia en la edad romana; o también que formas como caseus o latrare o mulier se conserva también en Italia, pero se trata de una conservación más limitada, o con significado innovado.

    Conservaciones análogas se comprueban en el sistema gramatical. Así el latín de Hispania forma el comparativo con magis > esp. más, port. mais (cf. rum. mai), mientras el italiano y el francés lo forman con el más reciente plus > it. piú, fr. plus, y conserva la distinción de tres pronombres demostrativos (esteeseaquel iste – ipseeccum ille), por lo menos como concepto si no con las mismas formas latinas (hicisteille). Conserva, además, la forma de pluscuamperfecto de indicativo amaveram; cantaveram > amara, cantara, que más tarde pasa a imperfecto de subjuntivo (la misma forma se conserva asimismo en portugués, catalán, provenzal e italiano meridional), y también, aunque precariamente, el futuro perfecto cantavero, amavero, esp. cantare, amare, port. cantar, amar, conservado asimismo en el macedorrumano (cântare) y en el dalmático kanturo – con valor de futuro imperfecto). Finalmente, el latín hispánico conserva el acento clásico en la terminación -aginta de las

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    decenas, en los numerales cardinales (sexagínta, septuaginta > sessaénta, setaénta > sesenta, setenta), mientras el resto de la Romania occidental acentúa –áginta (así se explican, en efecto, las formas fr. soixante, ital. sessanta, settanta). Y, como se ha visto, también en el sistema gramatical Iberia coincide en las conservaciones con otras zonas laterales, y en particular con el oriente. Por lo que concierne a las concordancias con esta última región, pueden señalarse, además de las ya señaladas: la formación de demostrativos (pronominales y adverbiales) con accu / ecce: esp. aquel, aquí, rum. acél, ací, y la conservación del acusativo quem del pronombre interrogativo: esp. quién, port. quem, rum. cine.

    Sin embargo, hay también coincidencias u oposiciones entre el romance peninsular y otros romances que no tienen su origen en la edad romana, es decir, que no se pueden atribuir a características del latín hispánico: las coincidencias pueden deberse a tendencias análogas y las oposiciones al hecho de que las innovaciones que han vencido en Hispania han sido, en cambio, eliminadas en otras regiones. Así, germanus en lugar de frater (esp. hermano, port. irmão, cat. germá) es una innovación que en la Edad Media había conquistado también casi toda Italia, pero que fue luego eliminada por fratello (fratellus, derivado diminutivo de la forma más antigua frater (fr. frère, rum. frate); del mismo modo, la innovación quaerere > esp. querer (que coincide con el loqud. kérrere), por volere (forma “regularizada” y normalizada de velle), venció en España y Portugal, pero fue eliminada en Francia, Italia y Cataluña por la forma más antigua (fr. vouloir, ital. volere, cat. voler).

    En su caracterización de las lenguas romances (desde el punto de vista de la geolingüística) observa Matteo Bartoli que “las innovaciones de edad romana son mucho más numerosas en Italia que en las demás regiones romances y son mucho más raras en Iberia que en cualquier otra región, que en Francia, Provenza, España y Rumanía las innovaciones de edad romana son más raras que las de edad romance y las de substrato más raras que las de superestrato. Resulta de tal caracterización que el latín de Hispania debe considerarse como eminentemente conservador. Pero, naturalmente, eso no ha de entenderse como debido solo a la posición marginal de la Península y el simple hecho, algo mecanicista, de que ciertas innovaciones surgidas en Italia o Galia no lograron llegar a esa área lateral: la resistencia a las innovaciones ha de deberse a una particular mentalidad conservadora, a un espíritu evidentemente tradicionalista, a la conciencia de la propia superioridad cultural y de una propia individualidad lingüística, que la Hispania romanizada debió oponer muy pronto a las demás regiones del Imperio, a la misma Italia y a la capital.

  • 1. Dialectismos itálicos. Ya se dijo que en el latín hablado que se difundió en las regiones romanizadas había necesariamente formas dialectales, debido al hecho
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  • de que los mismos colonizadores procedían a menudo de zonas en que se hablaba un latín dialectal: eran étnicamente itálicos (oscoumbros) y no latinos. En efecto, también en el latín de Hispania se afirmaron a veces formas dialectales (itálicas), eliminando las respectivas formas genuinamente latinas: así los esp. nudo, octubre, cierzo corresponden a los oscos nūdus, octūber (que se encuentran ya en una inscripción de Pamplona del año 119), cěrciu, y no a los latinos nŏdus, octŏber, cĭrcius (cf. también catal. nu, uytubre, port. outubro). Por lo que concierne a la evolución del fonetismo, se considera por muchos (y en particular por R. Menéndez Pidal) como debida a colonización itálica la asimilación de las oclusivas a las nasales en los grupos mb, nd, es decir, mb > m (lumbu > lomo, palumba > paloma, columba > cat. coloma: el fenómeno se registra en castellano, aragonés, catalán y gascón) y nd > n (cf. demandare > cat. demanar; el fenómeno es catalán y gascón, pero frecuente también en aragonés). Así también, la asimilación ld > ll, l (frecuente en la Edad Media en Castilla, Aragón y León: soldata > sollada) y la sonorización de las oclusivas sordas p, t, k después de nasal c líquida, fenómeno característico del aragonés (cf. arag. cambo, puandecampo, fuente), y que se explica también por influjo del substrato o adstrato vascuence. En efecto, las tres asimilaciones caracterizaban los antiguos dialectos oscoumbros y son características hasta la actualidad de los dialectos italianos centro-meridionales, de substrato oscoumbro; la sonorización de p, t, k se registraba en el antiguo umbro y se encuentra en la actualidad en los dialectos italianos centrales. Sin embargo, otros estudiosos observan que se trata de fenómenos corrientes de asimilación, que se encuentran en muchos otros idiomas (cf. riopl. también > tamién) y que pueden explicarse por simple fonética fisiológica (cf. por ej., entre los más recientes, André Martinet, Word, VIII, 2, pp. 184–188, en una reseña de los Orígenes del Español de R. Menéndez Pidal). Queda, a pesar de todo, significativo el hecho de que dichos fenómenos se encuentran en la Italia centro-meridional exactamente en las zonas habitadas antiguamente por oscoumbros.
  • En Iberia ellos se registran en la región pirenaica o, por lo menos, deben haber tenido como centro de irradiación una zona colonizada, según parece, por itálicos: la de las ciudades de Ilerda (Lérida) y Osca (Huesca; esta última, capital de Sertorio, que era él mismo sabino).

  • 2. Innovaciones. También algunas de las innovaciones que caracterizan el español frente a los demás idiomas románicos deben hacerse remontar a la edad romana.
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  • La más importante de ellas es una innovación en el sistema morfológico: la reducción de las conjugaciones de cuatro a tres por eliminación de la tercera conjugación en -ěre), cuyos verbos pasan a la segunsa y cuarta, es decir, a las conjugaciones en -ēre e -ire (facěre > hacer, vivěre > vivir, scriběre > escribir). En el vocabulario hay relativamente pocas innovaciones de edad romana. Señalamos, entre las más antiguas (alguna de ellas registrada ya por Plinio y varias por San Isidoro): formaceus > hormazo, argenteus – ‘blanco’ > arienzo, bostar (‘establo de bueyes’), colomellus – diente canino > colmillo, serralia – ‘lechuga silvestre’ > cerraja (port. serralha, cat. serralla), captare (oculis) > cattare > catar (‘ver’, ‘mirar’), amarus (variedad de verde) amarillo, perna > pierna; los derivados corationem > corazón y los compuestos pedis ungula > pezuña y faciem ferire > zaherir. En algunas innovaciones, Hispania concuerda con otras regiones occidentales: con Galia (cf. cuprum; esp. cobre, fr. cuivre, mientras Italia y Dacia conservan aeramen > it. rame, rum. aramă) o con Italia (cf. thius > esp. tío, ital. zio, mientras Galia y Dacia conservan el lat. avunculus > fr. oncle, rum. unchiu).
  • El latín hispánico que acabamos de caracterizar era, indudablemente, o, mejor, llegó a ser bastante unitario y así se mantuvo probablemente el romance hispánico, según algunos (Walther von Wartburg hasta el siglo X). Esto, sin embargo, no quiere decir que no se registraran en él corrientes divergentes y diferencias regionales, algunas de ellas ya desde la primera época de romanización. Tales diferencias se atribuyen a los distintos substratos, a la división administrativa romana y a la ulterior división eclesiástica, a la diferente colonización, a varias corrientes de romanización. Ahora, para comprender la diferenciación de los romances ibéricos es necesario, en primer lugar, recordar la división administrativa romana de la Península, porque ella no fue arbitraria, sino que coincidió en buena parte con la repartición de los pueblos indígenas (substratos) y fue continuada por la división eclesiástica y porque de ella dependieron la dirección y los alcances de las corrientes de romanización.

    Inmediatamente después de la conquista, Hispania se dividió en dos provincias: Hispania Citerior (noreste de la Península) e Hispania Ulterior (suroeste). Más tarde, en 27 a. C., Agripa llevó el número de las provincias de dos a tres, dejando subsistir la Citerior como provincia Tarraconensis y dividiendo la Ulterior en Baetica (sur) y Lusitania (oeste). Luego, Caracalla añade una nueva provincia, separando de la Tarraconense el noroeste y creando la Gallaecia-Asturica. Finalmente, Diocleciano separa de la Tarraconense la zona central de Península, creando la Carthaginensis (las cinco provincias, con la Baleárica, forman la diócesis Hispania dependiente de la prefectura de las Galias).

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    Ya sabemos que la colonización romana no fue idéntica en las varias regiones de Hispania: en la Ulterior, y particularmente en la Bética, la colonización fue socialmente y culturalmente más elevada, una colonización urbana y patricia, mientras que, en la Citerior, y particularmente en la Tarraconense, la colonización fue más popular, una colonización de legionarios, colonos y mercaderes. Por lo tanto, también el latín de la Ulterior debía ser más culto, más conservador, mientras que el de la Citerior debía ser más popular y más innovador. Ahora, se admite que la zona occidental de la Península (Lusitania, Galicia, Asturias: con las ciudades de Évora, Emérita, Bracara, Astúrica) fue romanizada desde Bética, es decir por la corriente de romanización que partía hacia el noroeste y el norte del valle del Guadalquivir, mientras que la zona centro-nororiental (Cataluña, Aragón, la zona de Burgos) fue romanizada por la Tarraconense, es decir por la corriente de romanización que seguía el valle del Ebro, aceptando, pues, dichas regiones un latín más culto o más popular, según su procedencia. Además, la Citerior mantuvo relaciones más constantes con Italia y Galia, y por lo tanto su latín quedó siempre más abierto a las innovaciones, mientras que la Ulterior, cuando los vínculos con Roma empezaron a debilitarse, quedó más bien aislada y su latín mantuvo por lo tanto caracteres conservadores.

    A tales circunstancias se deberían las diferencias más antiguas entre el gallegoportugués (continuador del latín de la Ulterior), por un lado, y el español y el catalán (continuadores del latín de la Citerior) por el otro. Más tarde, la reducida Tarraconense mantuvo con Galia e Italia relaciones más frecuentes y estrechas que el resto de la Península, participando, por consiguiente, en nuevas innovaciones: a tal circunstancia se deberían las isoglosas más antiguas que diferencian el catalán (y, en parte, el aragonés, continuadores del latín de esa Tarraconenses reducida) del luso-español, continuadores del latín de Bética, Lusitania, Gallaecia, Astúrica y Carthaginensis. Así, por ejemplo, el catalán y el aragonés presentan los numerales de decenas en -anta (áginta) y no en -enta (agínta), cf. catal. sixanta, y sustituyen, en el plural, el adjetivo-pronombre posesivo suus por el genitivo plural de ille, illorum (cat. llur, arag. lor). Y el catalán, en particular, no elimina la tercera conjugación latina (cf. cat. pendre, retre frente a esp. prender, rendir) y presenta en el léxico varias coincidencias con Galia e Italia, oponiéndose al español y al portugués: menjar (‘comer’), parlar (‘hablar’), trobar (‘hallar’), voler (‘querer’), taula (‘mesa’), cosi (‘primo’), donar (‘dar’), cercar (‘buscar’), ociure (‘matar’), etc. Pero la posición lingüística del catalán requiere un examen más detenido, bajo este aspecto, pues algunas de esas diferencias y oposiciones se remontarán efectivamente a la edad romana, mientras otras deben haber surgido indudablemente en la Edad Media, ya romance, cuando Cataluña (condado de Barcelona) dependió del estado carolingio. Del mismo modo, las más

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    antiguas diferencias entre la primitiva Castilla cantábrica y la zona de Burgos se atribuyen al hecho de que, en la división de Caracalla, Cantabria pasó a Gallaecia-Astúrica mientras la meseta burgalesa quedó dentro de la Tarraconense y luego, en la división de Diocleciano, fue atribuida a la Cartaginense.

    La Iglesia, como ya se dijo, continuó en general la división administrativa romana; sin embargo, hay algunas fronteras lingüísticas que se explican exclusivamente por los límites de la administración eclesiástica: así la zona de Miranda del Duero (Miranda do Douro), que políticamente pertenece a Portugal, habla hasta la actualidad leonés, probablemente porque durante la Edad Media perteneció a la diócesis de Astorga).

    Harri Meier, que es el estudioso que más se ha ocupado de esos problemas en los últimos tiempos (Beiträge zur sprachlichen Gliederung der Pyrenäenhalbinsel, Hamburgo, 1930; Die Entstehung der romanischen Sprachen und Nationen, Frankfurt a. M., 1941; “A formação da língua portuguesa”, en Ensaios da Filologia Românica, Lisboa, 1948, pp. 5–30) y que, como se ha visto, atribuye mucha importancia a las divisiones administrativas romanas y a las corrientes de romanización, a las cuales relaciona con el distinto origen de los colonizadores, es decir, con las diferencias dialectales en el latín de Italia, considera que toda Iberia fue romanizada por el latín de la Italia centro-meridional, pero que, justamente, Bética habría sido romanizada por un latín más meridional y más culto, y la Tarraconense por un latín más bien central y campesino, rustico; admite, además, que en la Tarraconense la romanización se hizo mediante militares y colonos agricultores, mientras la colonización de Bética fue más bien urbana y más profunda que la del nordeste (un indicio de eso sería el hecho de que en la Tarraconense se adoptan a menudo los nombres indígenas de las ciudades, mientras en la Bética las localidades indígenas tienen siempre, al lado de su nombre antiguo, un nombre latino: Segida – Augurina, Ulia – Fidentia, Ebora – Cerealis, Iliberri – Florentini, Illipula – Laus). Bética, y en general la Ulterior (a cuyo latín correspondería el portugués), se habrían mantenido luego conservadoras, mientras la Citerior habría manifestado tendencias claramente innovadoras y progresistas. Al distinto origen de los colonizadores y a las tendencias conservadoras de Bética se deberían la conservación, en el latín “vulgar” de esa región, de la distinción entre o y u finales (de la cual hay huellas en portugués hasta la actualidad: en efecto, la vocal e u o de la penúltima sílaba es, en esa lengua, abierta si la vocal latina de la última sílaba era o y cerrada si dicha vocal latina era u: cf. eu de o desapero, logofogo, novosnovo), del grupo consonántico mb (cf. palumba, pomba) y de los antiguos diptongos ai, ei bajo la forma ei (leite, madeira) y au bajo la forma ou (pouco, ouro), y también el amplio uso del pretérito indefinido simple (como en la Italia meridional), y el infinitivo personal (que se

    encuentra también en el antiguo napolitano). En cambio, en el latín “vulgar” de la Tarraconense o y u finales dieron siempre o, y en español (que corresponde primitivamente a ese latín) el grupo mb ha dado m (palumba > paloma, lumbu > lomo), los diptongos ai, ei, au han sido reducidos (leche, madera, poco, oro), no existe el infinitivo personal y se prefiere el pretérito perfecto o compuesto (como en la Italia central).

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    Todo eso puede ser muy probable y las isoglosas señaladas deben, en efecto, ser antiguas y pertenecen a la serie de las que distinguen actualmente los romances ibéricos. Pero ello no debe hacernos creer que la formación de esos romances se hubiese ya delineado en la edad romana y que la diferenciación siguió en la misma dirección independientemente de los acontecimientos posteriores. En realidad, en la edad romana y, quizás, hasta mucho más tarde, las diferencias que existieran en el latín y en el romance de Iberia no eran más que aspectos regionales de una unidad lingüística bastante coherente y solo se volvieron significativas cuando a ellas se agregaron nuevas diferencias surgidas en la Edad Media: isoglosas como la diptongación de e y o breves acentuadas o la aspiración de f inicial y varias otras, que determinan realmente la individualidad del español (mejor dicho, del castellano) entre los demás romances ibéricos. Las fronteras lingüísticas de la Península se definieron en realidad en la Edad Media, Y el hecho determinante de esa definición fue la Reconquista y, en particular la ascensión del castellano.

    El latín hablado en la antigua Hispania constituye, evidentemente, la base de los dialectos neolatinos de la Península y de las tres lenguas comunes y literarias en relación con las cuales se definen y delimitan los tres sistemas dialectales: el español, el gallegoportugués y el catalán. Pero esas lenguas no proceden solo de ese latín hablado y su descendencia de ese mismo latín no es de ninguna manera lineal, sino extremadamente complicada.

    En efecto, el postulado fundamental de la gramática histórica es la tradición ininterrumpida de ciertas formas en cierto territorio y la tarea previa que ella se propone es, justamente, la de separar “el léxico heredado” del “léxico adquirido”, para observar en aquel la evolución de dichas formas de tradición ininterrumpida, formas que se suele designar como “populares”. Pero ese postulado no es más que una necesaria pero violenta abstracción y queda muy lejos de reflejar la realidad de los movimientos que se registran en una lengua. La lengua es solo una abstracción y el llamado “léxico heredado” es una abstracción de segundo grado, efectuada sobre la base de la anterior: en realidad, de muy pocos elementos se podría decir que se han conservado sin solución de continuidad en un punto cualquiera de un territorio lingüístico, pues el lenguaje es continua creación de actos lingüísticos cada vez nuevos y la abstracción que estructuramos sobre la base de esos actos, y a la que llamamos “lengua”, es una

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    entidad sumamente móvil; en una lengua hay continuos movimientos de una región a otra, de un dialecto a otro, de la lengua literaria a la lengua corriente, de la lengua escrita a la lengua oral, de la lengua común a los dialectos y a los lenguajes técnicos y especiales, y viceversa, o sea, en último análisis, de un individuo creador a otro individuo creador, de los actos lingüísticos de un individuo a los actos lingüísticos de otro individuo que toma aquellos como modelo. Ahora, nosotros, considerando las formas que constituyen una lengua actual, un sistema abstracto actual, separamos y reunimos bajo el rótulo de “léxico heredado” a aquellas que presentan los efectos de fenómenos ocurridos en varios momentos de todo el transcurso de tiempo que separa ese sistema actual de un sistema anterior tomado como término de comparación (por ej., español – latín vulgar de Hispania), sin preocuparnos por todos los desplazamientos, las innovaciones fracasadas y las regresiones que puede haber sufrido una palabra (palabra “forma”, no palabra concreta) durante esa misma época. Y al “léxico heredado” (cuya homogeneidad, si no es convención científica reconocida y explicita, es pura ilusión) oponemos el conjunto declaradamente heterogéneo del “léxico adquirido”, constituido por

    a) elementos de “substrato” (es decir, de lenguas habladas en el mismo territorio anteriormente al primer sistema considerado en nuestra comparación; por ej., el ibérico con respecto al latín de Hispania);

    ) elementos de “adstrato” (es decir, de lenguas habladas en territorios adyacentes al territorio de la lengua considerada históricamente: por ejemplo, el portugués o el vascuence con respecto al español);

    c) elementos dialectales (es decir, pasados de otros dialectos al dialecto considerado, o pasados a la lengua común considerada de un dialecto que no constituye su base, y aun de este mismo dialecto, pero en una época sucesiva a la formación de la lengua común: por ejemplo, elementos leoneses en castellano, elementos andaluces en el español común, elementos característicos de Castilla la Vieja entrados en el español común después de la formación de esta lengua); y

    d) elementos de “superestrato” (es decir de una lengua que se sobrepone a la lengua considerada, como esa se sobrepuso al substrato, pero que, en lugar de eliminar del uso la lengua a la que se sobrepone, es absorbida por ella: por ejemplo, el gótico con respecto al romance hispánico). Todo ese “léxico adquirido” se reconoce, o por no pertenecer al caudal de elementos y formas de la lengua primitiva considerada y no constituir derivación del mismo, o por no presentar la evolución “normal” de los elementos heredados (además de la información documental, filológica, que se pueda tener acerca de varios elementos en particular).

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    Los elementos de “substrato”, adoptados ya en la lengua primitiva, presentan normalmente todas las modificaciones ulteriores de los elementos “heredados”; se reconocen, sin embargo, a menudo 1) por no pertenecer al caudal de elementos y formas de dicha lengua primitiva y pertenecer, en cambio, al de la lengua o de las lenguas del “substrato” (en el caso de que se trate de lenguas conocidas), 2) por no pertenecer a ninguna de las demás categorías de “léxico adquirido” lingüística y filológicamente constituidas, 3) por presentar determinadas características fónicas o formativas ajenas a la lengua primitiva considerada y que corresponden, en cambio, a las de la lengua o de las lenguas del “substrato”, en el caso de que se trate de lenguas conocidas, o de ciertos topónimos que se consideran muy antiguos y, eventualmente, de otras lenguas que se suponen “parientes” de las del “substrato”, en el caso de que se trate de lenguas desconocidas. Además, varios lingüistas, en lugar de conformarse con el rótulo “de origen desconocido”, modesto pero franco, suelen atribuir al “substrato” la mayoría de los elementos sin etimología segura o conocida: de aquí que los límites de esa categoría aparezcan, por lo general, más bien borrosos e inestables y muchas veces hasta arbitrarios.

    Los elementos de las demás tres categorías se reconocen como “adquiridos” (aparte la posible documentación explicita) por no pertenecer al caudal de elementos de la lengua primitiva considerada ni constituir derivaciones del mismo —y pertenecer en cambio (o haber pertenecido) al “adstrato” o al “superestrato” —y por no presentar todas las modificaciones “normales” que presenta el “léxico heredado” (lo cual nos sirve para fijar la fecha relativa de su ingreso en la lengua considerada, o, por lo menos el terminus ante quem, pues presentan solo aquellos cambios que han ocurrido en la lengua misma después de su adquisición), y, en el caso de tratarse de mutaciones entre lenguas o dialectos afines (es decir, con base prácticamente idéntica o, por lo menos, análoga), por presentar ciertas modificaciones propias del “adstrato”, del “superestrato” o de los dialectos distintos del que se está considerando, pero que no se han verificado en la lengua considerada si por ejemplo, cabo y jefe proceden ambos del lat. caput, pero jefe xefe se reconoce como de origen francés por presentar los cambios k > š y p > f, propios del francés en determinadas posiciones, pero impropios en español) —lo cual también sirve para fijar su fecha de ingreso en la lengua considerada, el terminus post quem de su adquisición, pues deben haberse adquirido después que en el “adstrato”, en el “superestrato” o en los dialectos de los que proceden ocurrieron las modificaciones observadas— y, como en el caso anterior, por no presentar sino algunas de las modificaciones propias del “léxico heredado” (las ocurridas después de su adquisición en la lengua considerada).

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    Naturalmente, la clasificación puramente formal de los elementos de una lengua en las varias categorías indicadas puede no concordar en todo con la realidad histórica, sobre todo cuando se trata de mutaciones entre lenguas y dialectos afines, o entre dos fases de la misma lengua (por ejemplo, portugués – español, leonés – castellano, español clásico – español actual). Ante todo, los elementos “heredados” pueden, en determinados casos, presentar muy pocas modificaciones o no presentar ninguna (por ejemplo, lat. flores, sal > esp. flores, sal), tanto que ciertos elementos históricamente adquiridos de la misma primitiva, pero que se encuentren en situación análoga desde el punto de vista fónica, pueden perfectamente aparecer como pertenecientes al “léxico heredado”. En segundo lugar, en la “adquiridos” pueden haber tenido una evolución idéntica a la que habrían tenido en el “léxico heredado” de la lengua o del dialecto que se consideran históricamente (por ejemplo, ciertos portuguesismos, italianismos, o provenzalismos “irreconocibles” en español). En tercer lugar, pueden intervenir adaptaciones sucesivas por las cuales ciertos elementos “adquiridos” lleguen a ser asimilados a los “heredados”. Finalmente, una palabra puede ser “heredada” por lo que concierne a su forma y “adquirida” en lo que respecta a su significado o, por lo menos, a una parte de su significado (cf. la palabra horno en la metalurgia).

    Entre las mismas categorías, hay, además, interferencias conceptuales, por lo que concierne a los criterios de su distinción. Así, por ejemplo, el término “substrato” se aplica particularmente a las lenguas anteriores a la forma primitiva de la lengua considerada (en el caso del español, a las lenguas hispánicas anteriores al latín), pero, evidentemente, se puede hablar de “substrato” en un sentido también más amplio: un dialecto puede constituir el “substrato” de otro dialecto de la misma lengua (así en varias zonas, el leonés con respecto al castellano y los dialectos mozárabes con respecto a los dialectos hispánicos del norte), un dialecto o una lengua puede constituir, al mismo tiempo, “substrato” y “adstrato” de otra lengua o dialecto (así el leonés, el aragonés, el catalán, el vascuence, con respecto al castellano y con respecto al español lengua común), los dialectos constituyen “substrato” de la lengua común; de manera que también los “dialectismos” y “regionalismos” pueden ser considerados, en cierto sentido, como “elementos de substrato” y de “adstrato”.

    Interfieren, asimismo, con las categorías indicadas, las categorías, establecidas con criterio distinto, de los préstamos y extranjerismos. En efecto, se aplican los términos “substrato”, “adstrato” y “superestrato” cuando hay “sobreposición” y mezcla o contacto de enteras poblaciones y efectivo bilingüismo, fronterizo (en el caso del “adstrato”) o en todo un territorio (en el caso del “substrato” y del “superestrato”), y se habla, en cambio, de “préstamos” o “empréstitos” en el caso de mutaciones esporádicas, sobre todo culturales (por ejemplo, de

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    elementos italianos, provenzales, ingleses o alemanes, en español). Pero la diferencia así establecida es solo diferencia de grado, si se considera que el caso límite del bilingüismo es el de un único individuo que conoce una única palabra perteneciente a otra lengua (o dialecto) y la introduce en su lengua o su dialecto: en cierto sentido podemos, pues, decir que también el italiano, el provenzal, etc. constituyen “superestratos” del español. La distinción se hace más sutil en el caso del “substrato”: aquí, evidentemente, podemos hablar de “préstamos” solo si nos colocamos del punto de vista de la lengua vencedora, que adquiere elementos del “substrato”; más debemos hablar de “conservaciones” si nos colocamos del punto de vista de la población que aprende una lengua nueva y abandona la propia, pero conservando ciertos elementos de esta en la lengua aprendida (cf. el caso de los elementos “ibéricos” conservados en el latín hispánico o el de los elementos leoneses conservados en las zonas leonesas castellanizadas).

    Finalmente, “extranjerismos” serían todos los elementos procedentes de una lengua o de un dialecto “extranjeros”, es decir, ajenos a la lengua y los dialectos nacionales. No cabrían, pues, dentro de esta categoría los elementos de “substrato” (si se acepta que la población que habla la lengua aprendida continua étnicamente a la que hablaba la lengua abandonada), ni los “dialectismos” y “regionalismos”, pero, en esencia, los límites de la categoría dependen de la medida en que se admite que la lengua define la nacionalidad (así, por ejemplo, (¿serían o no “extranjerismos” los eventuales catalanismos del español?). Y dentro de los “extranjerismos” se pueden distinguir los Fremdwörter, las palabras extranjeras no asimiladas, empleadas con su forma extranjera y con la conciencia de que no pertenecen a la lengua nacional, y los Lehnwörter, o “préstamos” propiamente dichos, es decir, las palabras extranjeras ya asimiladas y adaptadas y, sobre todo, empleadas sin la conciencia de que proceden de una lengua ajena a la nacional (cf. vocablos como ticket, club, picnic, living, boomerang, empleadas en esa forma y con la conciencia de que se trata de palabras no españolas, y los mismos vocablos empleados en la forma tique, clu, pini, livin, bumerán y sin dicha conciencia).

    Hemos hecho toda esta larga digresión teórica no solo para dar una idea de las categorías de elementos que constituyen el español (y cualquier otra lengua) y para indicar la situación de ciertas series de vocablos españoles, de las que ya hemos hablado o hablaremos, sino también para señalar que, entre los elementos que constituyen el español actual y que no tienen una “tradición ininterrumpida” desde el “latín vulgar”, de Hispania hasta nuestros días o que, de todas maneras, por sus características fónicas, deberían atribuirse al “léxico adquirido” y no al “heredado”, hay también numerosísimos elementos latinos. No solo, sino que, considerando la totalidad del léxico español actual (no solo del español corrientemente hablado, sino también

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    del español literario, científico, administrativo, técnico, etc.), encontraríamos seguramente más palabras latinas “adquiridas” que “heredadas” (y esto sin contar las palabras tomadas de otras lenguas neolatinas, como el francés o italiano).

    En efecto, hoy todavía persiste, por lo menos entre las personas cultas, la conciencia de la comunidad lingüística entre latín y español, la conciencia de que el latín no puede considerarse como lengua propiamente “extranjera” la conciencia de la posibilidad de adoptar y adaptar palabras latinas y de derivar palabras nuevas de bases latinas. Pero esta conciencia fue mucho más fuerte y clara en los tiempos pasados. Durante muchos siglos hubo una verdadera convivencia entre latín y español, considerándose los dos como formas de la misma lengua: la forma docta y la forma “vulgar”, vernácula o “corrompida”; hubo efectivo y amplio bilingüismo latino-español. Durante muchos siglos, mientras el “latín vulgar” de Hispania, el latín corrientemente hablado, evolucionaba y se transformaba en romance, la lengua docta, la lengua escrita y hasta la lengua oficial, pública, de los españoles siguió siendo el mismo latín clásico, o, por lo menos, una lengua cuyo modelo ideal era, o habría debido ser, el latín clásico. Y durante un número de siglos todavía mayor se tuvo por el mejor, y casi único, medio de enriquecer y dignificar el romance el adoptar y adaptar palabras latinas.

    Esa oposición, no de lucha sino de colaboración, entre el latín y el romance, entre la lengua “docta” y la lengua “vulgar”, entre el latín “culto” y el “romano paladino”, siguió, naturalmente, las alternas suertes de la cultura latina en España. En la historia de esta hubo, en efecto, épocas de decadencia, antes y también después de lograr el romance dignidad de lengua literaria y oficial.

    Una época de florecimiento la tenemos en el siglo VI, con San Isidoro de Sevilla, y otra en el siglo IX, con San Eulogio y Álvaro de Córdoba. En ese mismo siglo, por la decadencia y poca difusión de la instrucción, se llega en León a una especie de compromiso entre latín y romance (particularmente en los documentos legales, en los actos públicos), a una especie de “latín notarial” muy “romanceado”. En los documentos leoneses de esa época se encuentran, en efecto, no solo elementos “vulgares” sino también deformaciones del latín que nos revelan las transformaciones que ya había sufrido el romance: cingidur (por lat. cl. cingitur), accebi (accepi), reliosis (religiosis), (altariu altare), ribolo (rivulus), etc. Tal compromiso termina en el siglo XI, cuando, por efecto de la reforma cluniacense, se registra una decidida vuelta al latín “correcto” y cuidado; el monje de Silos (1109) es ya un autor “correcto”: con él y con otros clérigos instruidos empieza en España el latín escolástico. En los siglos sucesivos, y particularmente en el siglo XV, varios escritores que escriben en castellano toman como modelo de lengua literaria el latín y adoptan palabras y giros latinos: así el Marqués de Santillana,

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    Enrique de Villena, y, sobre todo, Juan de Mena. En el siglo XVI, por obra del humanismo (cuyos máximos representantes en España son Vives y Nebrija), se renueva la tradición latina, sustituyéndose a los modelos escolásticos los modelos clásicos, ciceronianos. No solo se sigue “relatinizando” el castellano, sino que, al mismo tiempo, se renueva la literatura de lengua latina; pero, al mismo tiempo, para mantener la corrección y pureza de estilo, se abandonan definitivamente al romance ciertos géneros como el épico y el lirico, limitándose el empleo del latín al género bucólico, a las obras de erudición y a la teología.

    La obra de latinización de la lengua literaria (y, a través de ella, aunque en medida menor, también de la lengua corriente) es continuada por el gongorismo y culteranismo y también por el conceptismo, y luego, en los siglos XVII y XVIII, interviene la autoridad de las Academias para reformar la ortografía, introduciendo nuevamente en la escritura letras correspondientes a sonidos que habían desaparecido, y la escritura influye sobre la pronunciación: se vuelve a escribir, y luego se llegará a pronunciar, digno y examen en lugar de dino y esamen, se distinguen ortográficamente palabras como luto y fruto de sus derivados (luctuoso, fructuoso), surgen parejas como respetorespecto.

    De modo que el español no solo tiene una base latina no solo es la continuación del latín hablado en Hispania, es una forma actual de ese mismo latín, sino que se sigue latinizando, “sigue procediendo del latín” (y ya no del latín “vulgar” sino del latín docto, ya sea clásico, o escolástico, o bajo latín), a lo largo de toda su historia, pues en toda su historia, y particularmente en las épocas de más intensa cultura latina, siguen entrando en español palabras latinas.

    La categoría en que conviene clasificar esas palabras latinas es, evidentemente, la del “superestrato”. En efecto, el “superestrato” debe entenderse no solo como una lengua extranjera que se sobrepone a una lengua dada y es absorbida y eliminada por ella, sino también como “superestrato” social y cultural, como la forma docta de la misma lengua primitiva, que se mantiene, por lo menos en ciertas categorías sociales y culturales, mientras su forma corriente está continuamente evolucionando, y constituye una inagotable fuente de enriquecimiento para esta: eso sobre todo en el caso de las lenguas neolatinas (y en particular de las occidentales, pues el rumano, aislado por las invasiones barbáricas, tuvo una historia muy distinta), que se desarrollaron y se diferenciaron como idiomas corrientemente habladas, mientras en su mismo territorio la lengua docta y hasta oficial seguía siendo el latín fijado en el periodo clásico, un latín más o menos cultivado, más o menos cuidado, según la cultura de quienes lo empleaban y el estado cultural general de cada época. (Pero no es muy distinto el caso del griego moderno con respecto al griego clásico, o el de las modernas lenguas indoeuropeas de la India, cuya

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    fuente principal de neologismos ha sido y es el sanscrito; tampoco es muy distinto el caso de las lenguas eslavas, particularmente de las sudorientales, cuyo modelo y cuya fuente de neologismos fue durante mucho tiempo el dialecto eslavo que más antiguamente había alcanzado dignidad de lengua de cultura y la koiné eclesiástico-cultural que de aquel se había desarrollado, es decir, el llamado paleoeslavo o antiguo eslavo eclesiástico —en sus orígenes, un dialecto búlgaro).

    Claro que, tratándose de palabras latinas, resulta aún más difícil que en otros casos distinguir entre lo realmente históricamente, “heredado” y lo realmente “adquirido”. En efecto, pueden, por un lado, haber ocurrido adaptaciones sucesivas a las modificaciones ya ocurridas en el romance y, por otro lado, ciertas palabras pueden haber sido afectadas solo en parte por dichas modificaciones, ya sea por emplearse normalmente en determinados sintagmas fijos, ya sea por transmitirse por un lenguaje más culto, más elevado, más conservador. Así, por lo que concierne al primer caso, los eventuales neologismos latinos adquiridos por el romance hispánico hasta después de la época visigótica no podrían reconocerse por características formales pues habrían sufrido las mismas transformaciones de los elementos “populares”, de los elementos propiamente “heredados”. Y, por lo que concierne al segundo caso, es muy difícil, por ejemplo, que la transmisión de una palabra tan corriente como alto se haya realizado con solución de continuidad, a pesar de no presentar esa palabra todas las modificaciones fónicas que presentan normalmente los elementos “heredados” y que ella misma presenta en topónimos como Montoto Monte altu. Lo único que se puede suponer no es, pues, que esa palabra haya entrado en español cuando el cambio al + cons. > o + cons. (cf. alteru > otro) ya había ocurrido, sino solo que, por alguna razón (por ejemplo, por ser frecuente en un lenguaje más culto, como el eclesiástico) —haya sido detenida en su evolución o haya sido readaptada su forma latina. En realidad, hay que tener en cuenta que la generalidad de los cambios fonéticos (la “inexcepcionalidad” de la ley fonética) es un postulado metodológicamente necesario, pero no debe ser un dogma. En efecto en una lengua hay un continuo movimiento de acciones y reacciones, de innovaciones y regresiones, una constante oposición entre tendencias y ambientes innovadores y tendencias y ambientes conservadores: las innovaciones no solo no alcanzan siempre a conquistar todo un territorio lingüístico (pues se difunden de un centro y en ciertas zonas pueden ser detenidas, ya sea por la simple inercia ya sea por tendencias contrarias) sino que no alcanzan siquiera todas las palabras de una serie en las mismas zonas en que se verifican, pues ahí también pueden chocar contra la resistencia y la reacción de ambientes e individuos conservadores. De esta manera, en una lengua podemos encontrar palabras en las que han ocurrido todos los cambios considerados “normales” y que son las que más sirven para

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    los fines de la gramática histórica, y otras en las que ciertos cambios simplemente no han ocurrido y que pueden, en cambio, ilustramos acerca del estado cultural de un ambiente lingüístico.

    Los latinismos “adquiridos” del español, o que, de todos modos, se distinguen de las palabras enteramente “populares”, suelen agruparse en dos categorías: la de los cultismos y la de los semicultismos. Se incluyen en la primera los elementos que, por haber entrado en español relativamente tarde (en una de las varias épocas de relatinización) y por haber sido conservados y transmitidos por ambientes doctos, mantienen casi intacta su forma latina, habiéndose adaptado solo en lo indispensable para su aceptación en el sistema español: presentan, en efecto, solo la adaptación de las desinencias, la simplificación de las consonantes dobles, la solución es- de s “impura” inicial y, naturalmente, la adaptación al sistema fonémico del español (y a su realización normal) y a la “pronunciación española” del latín (ge, gi > xe, xi; ce, ci > θe, θi o se, si, etc.). Se incluyen en la segunda categoría los elementos que, o por haberse transmitido al mismo tiempo por trámite popular y por trámite docto, o por haber sido detenidos en su evolución por influjo de las formas doctas, o por haber sido “readaptados” a las formas latinas, presentan una evolución fonética incompleta, no habiendo sufrido ciertos cambios característicos de los llamados elementos “populares”. (En una tercera categoría habría que incluir los vocablos y las expresiones latinas que se emplean en español del mismo modo que los antedichos Fremdwörter, es decir con su forma latina, no adaptada, y generalmente, con la conciencia de que se trata de palabras latinas como: status, humus, forum, plenum, quorum, syllabus, grosso modo, etc.).

    Así, por ejemplo, son cultismos, apenas superficialmente adaptados, vocablos como: insigne, espíritu, tribu, voluntad, línea, exhibir, existir, insistir, transmitir, prefacio, etc. etc.

    sejo), apóstol (*abocho), obispo (*besbo), milagro (*mirajo), peligro (*perejo), cabildo (*cabejo), reinar (*reñar), reino (*reño), iglesia, águila, octubre, incluir, percibir, excluir, etc. y también, palabras que reflejan una pronunciación medieval del latín, como aniquilar. Obsérvese, de paso, que a menudo la palabra fundamental puede ser semiculta y hasta popular, mientras sus derivaciones, o algunas de ellas, son cultas; cf. siglosecular, virgenvirginal, iglesiaeclesiástico, percibirpercepción, perceptible, perceptivo, perceptor, peligropericlitar, leylegal, orejaauricular, ojooculista, manomanual, dedodigital, loalaudable, laudatorio, lecheláctico, hembrafemenino, etc. (En muchos de estos casos la conciencia de la derivación se ha oscurecido o es totalmente inexistente en los hablantes que ignoran el latín).

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    Más interesantes todavía son las parejas de palabras, una culta y la otra popular (parejas solo etimológicas, pues, desde el punto de vista lexicológico actual, se trata de palabras ya muy diferenciadas semánticamente o, por lo menos, estilísticamente), como: causacosa, flamallama, argilaarcilla, argénteoarienzo, amplioanche, directoderecho, concilioconcejo, concilioconsejo, facturahechura, octavoochavo, delicadodelgado, famélicojamelgo (este, probablemente, de procedencia andaluza), películapelleja, fastidiohastío, rápidoraudo, cálidocaldo, estrictoestrecho, operarobrar, lucrologro, frígidofrío, colocarcolgar, íntegroentero, luminarialumbrera, minutomenudo, recuperarrecobrar, coagularcuajar, décimodiezmo, santificarsantiguar, laicolego, flamallama, plagallaga, planollano, vindicarvengar, fosahuesa, plenolleno, laborarlabrar, masticarmascar, fingirheñir, artículoartejo, radiorayo, cátedracadera, litigarlidiar, forofuero, etc.

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    Así también, hay parejas de cultismos y semicultismos (espátulaespalda, capítulocabildo, secularseglar, respectorespeto, respectarrespetar, etc.), como también de semicultismos y voces populares (reglareja, raciónrazón, boticabodega), y hay algún caso en que, de la misma palabra latina, tenemos una forma culta, una semiculta y una popular, como el caso de signo, sino, seña (este último de signa, plural de signum).

    Y los cultismos se dan no solo en el léxico propiamente dicho, entre las palabras, sino también entre los elementes formativos y derivativos. Así, las desinencias de superlativo -ísimo y -rimo son de procedencia docta y fueron reintroducidas en el español de la época clásica: en realidad, fueron reintroducidos los superlativos latinos como tales, por lo cual tenemos la alternancia popular / culto en el pasaje del grado positivo al superlativo del mismo adjetivo: fielfidelísimo, anchoamplísimo, librelibérrimo, pobrepaupérrimo; pero -ísimo se aplica también a adjetivos en su forma popular: hermosohermosísimo, llenollenísimo, y hasta a adjetivos de origen no latino: blancoblanquísimo, ricoriquísimo, azulazulísimo, etc.

    Así, también, son cultos los sufijos -ismo, -ista, y es semiculto el sufijo verbal -izar (los tres de origen griego). Y aquí también hay alguna pareja culto-popular, como la de los sufijos -ario, -ero (cf. boticario - alfarero).

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    7. La España visigótica

    El elemento germánico en el romance ibérico y particularmente en español. Transición del latín al romance: líneas esenciales del romance hispánico a fines del siglo VII.


    En los últimos años de la República, y particularmente con la conquista de las Galias, los romanos llegan a establecer contacto directo con unos pueblos “bárbaros” muy poco conocidos hasta aquel entonces y que estaban destinados a decidir las suertes del Imperio Romano de Occidente y a determinar los nuevos rumbos de la historia política y lingüística de la Romania: los pueblos germánicos.

    Ya alrededor del año 100 a. C. los germanos empiezan a abandonar sus sedes primitivas, alrededor del Mar Báltico, e inician un movimiento de expansión en varias direcciones, movimiento que continuaría luego, con inmodificado vigor, durante varios siglos. Los romanos tienen los primeros choques con ellos ya en la época de Mario, que vence a los cimbros y teutones. Pero solo unos cien años más tarde, en la época de Augusto, los germanos alcanzan a oponerse realmente al Imperio como una fuerza temible. La historia de la lucha conducida por los romanos contra las poblaciones germánicas establecidas al este del Rin y al norte del Danubio registra, en efecto, victorias como las de Germánico y de Tiberio, pero también la terrible derrota que Arminio (Hermann) inflige a las legiones de Varo en los bosques Teutoburgos. En realidad, los romanos no lograron nunca imponerse a los germanos y vencerlos completamente: hablando de ello, Tácito dice que los germanos habían sido “magis triumphati quam victi”. En efecto, las victorias romanas fueron momentáneas y no lograron disminuir la presión y la amenaza germánicas.

    Después del siglo I d. C., los choques se vuelven cada vez más frecuentes y se vuelven particularmente graves en el siglo III, cuando un nuevo pueblo germánico, los godos, llega del Báltico a las fronteras del Imperio, por el nordeste.

    Los godos quitarán a los romanos Dacia (la primera provincia perdida por el Imperio), y, junto con los demás pueblos germánicos, seguirán quitándoles otras, hasta llegar a conquistar y destruir el Imperio de Occidente. Ya por la mitad del siglo III (256–262), los godos, en una de sus incursiones, recorren las Galias y penetran en Hispania, llegando hasta Tarragona. Muy pronto el peligro germánico se vuelve la más grave preocupación del Imperio. Todo el Imperio se vuelve una fortaleza sitiada: las legiones están en las fronteras, en estado de guerra casi permanente y cediendo continuamente terreno frente a la presión germánica, y hasta dos emperadores, Decio y Valente, mueren combatiendo contra los godos. Al mismo tiempo, los

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    germanos se infiltran en el Imperio como colonos y mercenarios, y a veces los mismos jefes del ejército romano son de origen germánico, como Estilicón.

    En el año 409 invaden conjuntamente Hispania tres poblaciones germánicas: los suevos, que se establecen en Gallaecia (Galicia), los vándalos, que ocupan la Bética, y los alanos, que se establecen por Lusitania y la Cartaginense. Pertenecían esas tres poblaciones a los germanos occidentales o meridionales (como los francos y los actuales alemanes). Pero esa primera invasión no tuvo efectos duraderos en la historia de la Península. Los alanos fueron rápidamente romanizados o exterminados y solo queda como memoria de ellos algún topónimo como Villalán (en Valladolid) o Puerto del Alán (en Huesca). Los vándalos abandonaron la Península en 429, para trasladarse a África del Norte: también de ellos queda algún topónimo, como Bandalies (Huesca) o Campdevánol (Gerona). Según parece, se embarcaron en Iulia Traducta (act. Tarifa) por lo cual se dio a ese puerto el nombre de *Portu U / andalusiu ‘puerto de los vándalos’, del cual procedería el árabe Andalús > esp. Andalucía. Una importancia algo mayor y una influencia algo menos superficial deben haber tenido en Galicia los suevos; su memoria se conserva en varios topónimos como: suebos, suevos, suegos (La Coruña), sueve (Oviedo).

    Unos pocos años más tarde, en 415, empieza la segunda invasión germánica en Hispania, la de los visigodos; invasión que tiene una importancia mucho mayor en la historia de la Península, porque ese pueblo fundará un reino y establecerá en Hispania una dominación que durará algunos siglos: hasta 711, fecha de la invasión árabe. Los visigodos pertenecían a los germanos orientales (godos), que no tienen representantes actuales. Del 456 al 470 los visigodos luchan contra los suevos y en 476 su caudillo Eurico organiza un reino godo, ya independiente de Roma. Este reino adquiere importancia sobre todo desde los primeros años del siglo VI (cuando, después de la destrucción por los francos de su reino de Galia meridional, los visigodos trasladan su capital a Barcelona (507) y luego a Toledo) y alcanza particular esplendor en la segunda mitad del mismo siglo, con los reyes Leovigildo (573–586) y Recaredo (586 – 601).

    El influjo de los visigodos en Hispania fue mucho más profundo que el de los primeros invasores germanos, también por tratarse de un pueblo mucho más civilizado y en cierta medida latinizado, que había estado en contacto con la cultura griega, durante el siglo y medio que había permanecido al sur del Danubio, y con la latina, sobre todo en los casi cien años que duró el reino de Tolosa.

    Sin embargo, los contactos entre godos y romanos no fueron inmediatos. Los invasores eran relativamente pocos (de 100 000 a 200 000, según se ha podido calcular) y no ocuparon toda Hispania sino que se establecieron sobre todo en la actual Castilla (Palencia, Burgos, Madrid, Toledo y particularmente Segovia), pero no fueron asimilados tan pronto como podría

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    esperarse, porque evitaban mezclarse con la población romana, de la cual los separaba también su confesión religiosa, pues los visigodos, como es sabido, eran arrianos. Esta separación inicial entre godos y romanos aparece también en los topónimos que se remontan a esa época y que insisten sobre la nacionalidad romana o gótica de los habitantes: tenemos, por un lado, Romanos, Romãs, Romão, Romanillos, Romanones, y, por otro lado, Gudé, Vilagude (> Villa Goti), Aldegode, Valgote (Vallis Goti, Valle de Godo); Godos, Revillagodos, Villatoro (Villa Gotorum), Toro, Goter (Gotorum), Goda, Palacios de Goda, Godones (Gutones), Godín, Godins, Gudín (Gotinus), Godojos (Goticulos), topónimos que se encuentran particularmente en Castilla, pero también en León, Galicia y Portugal (v. J. Olive Asín, ob. cit., p. 34). Los contactos se volvieron más frecuentes solo después que Recaredo abandonó el arrianismo y pasó a la iglesia de Roma (589): pero los matrimonias mixtos se permitieron oficialmente solo por 655. Pero en esa época la separación entre romanos y godos debía ser más bien de casta que cultural y lingüística pues los godos debían ser ya bastante romanizados y, por lo menos como lengua de cultura, empleaban el latín, aunque entre ellos emplearan su idioma germánico. Ya Eurico hablaba latín y en latín se redactaron las leyes germánicas Lex Visigothorum y Forum Judicum (Fuero Juzgo) promulgadas por Eurico, reelaboradas por Recesvinto (654) y completadas por Ervigio (682) y Egica (693).

    Los godos ejercieron un notable influjo sobre la civilización de Hispania, aunque no tanto en la cultura propiamente dicha como en otros campos. Influyeron en la cultura y las relaciones jurídicas, con sus leyes ya recordadas, y también en las costumbres, en la vida militar, en las instituciones medievales, quizás también en la poesía llamada “popular”, si es que se pueden, de alguna manera, hacer remontar hasta ellos los orígenes de la epopeya castellana. Pero, sobre todo (y esto es mucho más importante por lo que concierne a la historia, no solo política sino también cultural y lingüística), los godos dieron a Hispania una organización unitaria y autónoma, separándola del resto del Imperio, e hicieron de esta manera surgir, quizás sobre la base del ya recordado “individualismo ibérico”, un sentimiento propiamente hispánico de independencia y al mismo tiempo de unidad. Es decir que, por su aislamiento del resto de la Romania, Hispania logra la plena conciencia de su autonomía, la conciencia de constituir no una “región” o una “provincia” sino un “país”, con características propias y con un destino propio. Tal conciencia se afirmó, naturalmente, también por lo que concierne al latín hablado de Hispania, que, justamente desde la época visigótica y por efecto de las circunstancias creadas por los visigodos, empieza a desarrollarse como sistema autónomo, separado del resto del “latín vulgar”: es decir que también al romance hispánico puede aplicarse la tesis de von Wartburg de que las lenguas neolatinas son, cada una de ellas, una sección del latín determinada en su

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    individualidad por los germanos — en el caso de Hispania, los visigodos. El haber separado Hispania del Imperio, el haberla aislado de Roma, fue, pues, el aspecto más significativo de la invasión y dominación visigodas; y esto, aunque los visigodos no hicieron sino consagrar y reforzar una situación que de hecho ya se había producido, pues Hispania ya se encontraba separada y aislada de Roma, dado que la vía terrestre, a través de las Galias, estaba ocupada por otros germanos, los francos, y que la vía marítima resultaba impracticable debide a los piratas.

    Otro hecho muy significativo y muy importante en la historia de la lengua española fue el de haber establecido los godos su capital en Toledo: en efecto, por esa circunstancia, toda la Península comienza a gravitar cultural y lingüísticamente hacia el centro y decae, en cambio, el prestigio, hasta aquel entonces intacto y operante, de las regiones de romanización más antigua y más profunda, como la Tarraconense y Bética.

    También de los godos guarda amplia memoria la toponimia de la Península. Hay, en primer lugar, toda una serie de topónimos que nos conservan los nombres de varios reyes visigodos: Adaulfe (Ataulfa); Castrogeriz, Villageriz (Sigerico); Allariz, Ariz (Alarico); Vigil (Leovigildo); Recaré, Recarey (Recaredo); Guitiriz (Witerico); Gondomar (Gundemaro); Bamba (Wamba); Guitiza (Witiza); Villasinde (Suintila). De otros nombres germánicos proceden: Castellganí (Galindo), Castelladral (Aderald), Villafruela (Fruela); Castrocentrigo, Villagondriz, Gunturiz (Guntherici); Villatuelda (Teodila), Villafafila (Fávila), Fuenteguinaldo (Winibald), Guisando (Wisand), Villeza (Agiza, Mondariz, Gomariz, Rairiz, Gomesende, Hermisende, Guimarães (Vimaranis), Aldán, Sendim, Casanande, etc. cf. J. Oliver Asín y R. Lapesa, ob. cit., respectivamente pp. 33–36 y 88.

    La mayoría de los topónimos visigodos proceden de nombres germánicos en genitivo: Sigerici, Witerici, Gundemari, etc. Otros son compuestos con un nombre común latino como casa, castrum, villa, fons. Son particularmente numerosos en Galicia y en el norte de Portugal, pero son frecuentes también en León y Castilla.

    Son, asimismo, germánicos muchos nombres de pila, como: Alfonso, Álvaro, Ramiro, Ramón, Raimundo, Elvira, Fernando, Rodrigo, Rosendo, Argimiro, Gonzalo y Gonzalvo, Adolfo, Bermudo, Galindo; como también varios apellidos: Beltrán, Baamonde, Magallanes, Guzmán, Manrique, Orfila, Gómez, González, etc.

    La terminación -ici de los patronímicos germánicos en genitivo (Roderici, Guntherici, etc.) debe haber, por lo menos, reforzado el sufijo -ez, iz, al cual, según se dijo, muchos consideran prelatino. En otros nombres germánicos se conservan hasta el siglo XIII restos de

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    la declinación en -a, -ani, cf. CíntilaCintillán, o la variante Froilán de Fruela. La influencia germánica en español, a pesar de ser muy notable, se registra —como en los demás romances occidentales, con exclusión del francés— casi exclusivamente en el léxico. En el fonetismo español no hay prácticamente nada que pueda atribuirse a influencia germánica. El gótico tenía solo tres vocales: a, i, u, pero de ese vocalismo especial no quedan huellas en español, ni siquiera en los nombres propios.

    En general, las palabras germánicas del español siguieron la evolución normal de las palabras heredadas del latín “vulgar” las pocas excepciones, como rapar, estaca, brotar, espeto (donde no se verifica la sonorización de las sordas intervocálicas) se explican por el hecho de que, probablemente, las tenues germánicas tenían una articulación distinta (aspirada) y no se identificaban con las tenues latinas.

    En la morfología, además de la posible acción de la terminación -rici de los patronímicos y de los ya recordados restos de la declinación -a, -anis, tenemos que registrar apenas el sufijo más bien raro -engo ing (cf. abolengo, realengo, abadengo) y dos sufijos improductivos: -aldo (cf. heraldo) y -ardo (cf. gallardo, bastardo); hay que recordar también que el germánico guisa alternó durante cierto tiempo (siglos XII-XIII) con el latino mente en la formación de las locuciones adverbiales de las que proceden la mayoría de nuestros adverbios de modo.

    En el léxico, en cambio, los elementos de origen germánico, en sentido amplio, son bastante numerosos. Hemos dicho en sentido amplio, pues, en efecto, tales elementos proponen arduos y no siempre solubles problemas de clasificación, tanto desde el punto de vista del germánico como desde el punto de vista del español. Desde el punto de vista del germánico, algunos de esos elementos son pangermánicos, es decir que se encuentran en todas las lenguas germánicas o, por lo menos, pueden clasificarse solo de una manera general como “germánicos” pero sin poder atribuirse a una lengua germánica en particular; otros, en cambio, son solo “orientales” o solo “occidentales” (“meridionales”); otros, finalmente, pueden atribuirse en particular a uno u otro de los idiomas o dialectos germánicos que tuvieron contactos con el latín o con los dialectos romances. Desde el punto de vista del español, hay que decir que son relativamente pocos los elementos que pueden considerarse como “germanismos" en un sentido estricto. En efecto, algunos de ellos entraron ya en el latín anterior a la época a la que atribuimos el llamado “latín vulgar” y otros muchos se adquirieron, justamente, por ese “latín vulgar”; tales elementos tienen normalmente correspondencias regulares en otras o en todas las lenguas romances occidentales y no pueden, por lo tanto, distinguirse de los elementos latinos “heredados”: germánicos desde el punto de vista del latín, ellos son latinos desde el punto de vista de los idiomas romances. Otros elementos se adquirieron por el bajo latín medieval y son,

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    por lo tanto, desde el punto de vista de los idiomas romances en los que se encuentran, “cultismos” o “semicultismos” latinos: y otros, muchísimos, no entraron directamente en español sino primeramente en otros idiomas neolatinos (francés, provenzal, italiano) y de estos pasaron luego a Hispania, siendo, por lo tanto, desde el punto de vista del español, “francesismos”, “provenzalismos” o “italianismos” y no propiamente “germanismos”: así, por ejemplo, la mayoría de los términos técnicos germánicos de guerra y caballería entraron en español a través del francés o del provenzal, en una época sucesiva a la visigótica española.

    Hay solo unos pocos elementos específicos, es decir, atribuibles en particular a los germanos que establecieren en Iberia, o que se encuentren solo en los romances ibéricos. Pero también varios de los elementos germánicos exclusivos del iberorromance pueden haber entrado a través del latín o haber llegado a Hispania ya latinizados de los germanos de Galia e Italia.

    En su mayoría, los elementos germánicos son términos técnicos, sobre todo militares. En este sentido es significativo señalar aquí que el mismo vocablo godo se ha vuelto, en español, sinónimo de “militar”: en efecto, es sabido que los visigodos constituyeron en Hispania, sobre todo, una casta militar, y es probable que hasta después de su total romanización esa casta haya mantenido sus costumbres germánicas, lo cual justifica expresiones como “sangre de los godos”, “alcurnia goda”. Pero hay también muchas que se refieren a otros aspectos de vida y civilización típicamente germánicos o de origen germánico: bajo este aspecto es muy sugestivo el registro que de los elementos germánicos (justamente en relación con la vida y la civilización germánicas y según el método “palabras y cosas”) de Rafael Lapesa (ob. cit. pp. 80–83), a quien seguimos en particular en estos párrafos.

    Entre los elementos germánicos más antiguos, adquiridos ya en el latín anterior al llamado “latín vulgar” se cuentan: saponem > esp. jabón, taxonem > esp. tejón; burgus (probablemente contaminado con un griego *pyrgos), conservado en español en el nombre de la ciudad de Burgos.

    Más tarde, en el latín del Bajo Imperio, en los “prerromances” y en el latín medieval, entraron muchísimos otros germanismos. En primer lugar, una amplia serie de palabras que se refieren a la guerra, a la vida militar y a la equitación, serie encabezada por el propio vocablo werra > guerra (que sustituyó el lat. bellum) y que comprende términos como: guardar, robar, guarnir y guarnecer, dardo, albergue, guarecerse, yelmo, brasas, estribo, espuela, overo (falvarius, cf. port. fouveiro), etc. Luego, otras que se refieren a la indumentaria: falda y halda, a. esp. huesa – ‘bota alta’, cofia, ropa, hato, randa, ataviar; a la casa y a la industria doméstica: sera y serón, tapa, espeto, aspa, a. esp. bastir – ‘construir’, ‘preparar’; a plantas y animales:

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    aliso, marta; a la vida feudal y al derecho germánico: ganar, sala, feudo, alodio, guardia y guardián, espía, bando y bandido, heraldo, embajada, tregua, etc.; a la vida afectiva: orgullo, escanir y escarnecer, a esp. onta, a esp. ardido, agasajar, garbo, gana, ufano y ufanía, lozano y lozanía, lagotear, los híbridos *exmagare >...desmayar y *exmarrire >... a. esp. desmarrido – ‘triste’; además de otros vocablos como farpa (‘arpa’), estampido, guisa y guisar, y de una serie de adjetivos y verbos, de los cuales algunos muy comunes: rico riks ‘poderoso’, fresco, blanco blank – ‘brillante’, blondo, gris, bruno, bramar, rapar, brotar, triscar, guañir, tascar, etc. Hay también traducciones parciales e interferencias (contaminaciones) entre palabras latinas y germánicas; así al adoptarse y adaptarse el verbo germánico garedan – ‘cuidar’ se tradujo su prefijo ga- con los lat. *con-, ad-: *conredare, *adredare > conrear, arrear; el gótico ga-hlaiba (literalm. ‘el que comparte el pan’) fue enteramente “calcado”, “traducido” con material latino, dando companio (de donde, compañón, compañero, compañía); la v (u consonante) inicial del lat. vastare > gasta dio g, como la w de los vocablos germánicos (warden > guardar, werra > guerra, warnjan > guarnir, wisa > guisa), por influjo del germánico wost- (cf., en cambio, lat. vadum > esp. vado, lat. vespa > esp. avispa, mientras el francés guêpe vespa revela en su forma la contaminación con el germ. wespa).

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    Tales interinfluencias y la frecuencia de ciertos vocablos germánicos, como guerra, robar, rico, blanco, fresco, que lograron eliminar del uso las correspondientes palabras latinas, nos dan la medida, nos indican la importancia del influjo germánico, directo o indirecto. Y decimos indirecto porque, como ya se ha observado, la mayoría de esos elementos germánicos no fueron adquiridos por el español directamente sino a través del latín o de otros idiomas romances. Así, entraron en español a través del latín medieval palabras como bando, alodio, feudo; a través del francés, otras como heralde (y faraute), desmayar (esmaier), blondo, gris y probablemente blanco; a través del italiano, embajada (ambasciata, que en ital. es un provenzalismo) y bruno; son francesismos o provenzalismos orgullo, onta (honta, fonta), escarnir, ardido, etc. Y quizás sea un provenzalismo también rico. Recuérdese, además, que muchos de esos elementos no son siquiera “gotismos”, sino que proceden de otros idiomas germánicos, en particular del franco; son franquismos muy antiguos, adquiridos en Galia ya por el bajo latín o por el prerromance de la época merovingia, huesa hǒsa (que se encuentra ya en San Isidoro), falda, hělm > yelmo, guardar, guisa son franquismos más recientes, de la época capeta (pero, desde el punto de vista del español, francesismos o provenzalismos) guarnir, dardo, bastir, sala, honta, escarnir, ardido, heraldo, etc. cf. Lapesa, ob. cit., p. 83.

    Entre los pocos vocablos germánicos específicos del romance ibérico, se citan como suevos: gall. lobio – ‘viña baja’ y laverca: ‘alondra’, y a. port. trigar – ‘apurar’. Y como

    Al mismo tiempo, dentro de la unidad lingüística hispánica definida por las características señaladas, se estaban delineado significativas diferenciaciones regionales que determinarían más tarde la escisión dialectal del romance hispánico. Desde la Tarraconense se difundían la simplificación de los diptongos ai, au, en e, o (carraira > carrera, auru > oro) y la asimilación de b en el grupo mb (mb > m, palumba > paloma, lumbu > lomo), llegando esos fenómenos hasta Cantabria y el norte de la Cartaginense mientras el resto de la Cartaginense (con la capital y el litoral), Bética, Lusitania y Galicia conservaban las formas antiguas ai, au, mb (cf. port. carreira, auro, pomba).

    Desde el centro de la Península (es decir, desde la zona de la capital gótica) se estaba difundiendo la diptongación de e y o breves (o: abiertas acentuadas, desde el punto de vista del latín vulgar) diptongación que admitía varias alternancias: serra > sierra, siarra; porta > puerta, puorta, puarta; bonu > bueno, buono. Tal fenómeno no llegó a la Tarraconense oriental, no conquistó enteramente la Bética y tampoco conquistó la Lusitania y la Galicia occidental; en efecto, el catalán (con una excepción que veremos enseguida) y el gallego-portugués conservan intactas las e y o breves (abiertas acentuadas; cf. cat. , port. bom. En la zona central las dos vocales se diptongaban también delante de yod (i consonante) y de palatales como l’, y tal diptongación en Astúrica (Asturias y León) y también en la Tarraconense oriental (Cataluña), mientras no se acertó en Cantabria (Castilla): cf. podiu > cat. poyo, leon, aran, pueyo, oc’lu > cast. ojo, león, arag. gueyo, guel’o, catal. ull (de manera que el catalán, exactamente al contrario del castellano, diptongó solo delante de yod o palatal; además, redujo luego los diptongos a i, u: folia > fulla, lectu > llit) por las mismas regiones se difunde la geminación y luego palatalización de l inicial (cf. león, llobu, lluna, llengua, catal. llop, lluna, llengua lupu.

    Algunos de los fenómenos que caracterizan el primer romance hispánico pertenecían ya a todo o casi todo el “latín vulgar” (así ge, gi > ye, yi, ce, ci > če, či, ly, ny > l’, ń), otros pertenecen a toda la Romania occidental (la sonorización de las sordas intervocálicas y kt, ks > xt, xs > it, ). Algunos, finalmente, son peculiares de Hispania (la geminación y palatalización

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    de i inicial) o en particular del español (la diptongación de ĕ, ŏ en cualquier posición, m mientras, como es sabido, el francés y el italiano diptongan solo en sílaba abierta). Pero estos últimos fenómenos no son todavía generales y, o no son castellanes, come l > ll, o no están todavía definidos en la forma que tendrán en castellano, como la diptongación de ĕ, ŏ. Y no hay documentación de ninguno de los fenómenos típicamente castellanos, como la aspiración de f inicial, la aspirantización de l’ > ž por ej. en fillo > hižo o la ulterior palatalización de -it (-it > č, por ej., en noite > noche). Es decir que todos los paradigmas característicos del hispánico común anterior al ascenso y a la expansión del castellano son distintos de los que determinarán la individualidad de ese dialecto, como puede deducirse del siguiente cuadro comparativo:

    Los paradigmas señalados con el signo + (y los respectivos fenómenos) constituyen isoglosas muy amplias, pero no generales; se trata de innovaciones en marcha, que no han logrado conquistar toda la Península (pueyo, buenobuenobuono, sierrasiarra, lluna) o de fenómenos de conservación ya afectados por innovaciones que se están difundiendo (auro > oro, carraira > carrera, palomba > paloma). El castellano afirmará su individualidad frente a ese hispánico común aceptando ciertas innovaciones surgidas en otras zonas (au > o, ai > e, mb > m), eligiendo entre formas alternantes (bueno, sierra), conservando en algunos casos estas formas más antiguas, es decir, sin aceptar ciertas innovaciones (poyo, luna y no pueyo, lluna), y, sobre todo, innovando por su cuenta (f inicial > h, -it > č, etc.). Muy probablemente, ya en la época visigótica se afirmarían en zonas muy limitadas de Cantabria ciertas innovaciones típicamente castellanas. Pero se trataba apenas de simples dialectismos locales, que solo más

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    tarde alcanzarán difusión, con la expansión política de Castilla, que llegará a quebrar la primitiva unidad del hispánico común, es decir, de aquellas isoglosas que Galicia y Lusitania a la Tarraconensis a través del centro y del sur de la Península.

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    1 Una primera versión de esta edición se presentó en el congreso de hispanística de Graz (XXII Deutscher Hispanistentag) [nota eds.].

    2 Cf. http://idb.ub.uni-tuebingen.de/opendigi/RS_Tue_AXVI2.

    3 Todos los números que aparecen son números sin actualizar, correspondientes a los datos de 1952 [nota eds.].

    4 Hace referencia a la República Federativa Socialista de Yugoslavia, que ya no existe. Se trata de dos ciudades que hoy en día pertenecen a Macedonia [nota eds.].

    5 Se trata de la Isla de Krk [nota eds.].

    6 Que antiguamente pertenecían a la zona lingüística occidental en los otros dialectos romances.

    7 Otto Jespersen (1860-1943) [nota eds.].

    8 Mistral, Frédéric (1830-1914) [nota eds.].

    9 Hoy en día, Moldavia es un territorio independiente [nota eds.].

    10 Serbia, hoy en día [nota eds.].

    11 Véase la nota anterior [nota eds.].

    12 Hoy en día, se refiere a Croacia [nota eds.].

    13 Paolo Savj-Lopez (1876-1919) [nota eds.].

    14 Karl Vossler (1872–1949) [nota eds.].

    15 Charles Hall Grandgent (1862-1939) [nota eds.].

    16 Heinrich Morf (1854-1921) [nota eds.].

    17 Existe el euskera batúa como lengua estándar desde 1968 [nota eds.].

    18 Es un arcaísmo; hoy en día se emplea nisip [nota eds.].