Mariano Larsen y la filología. Aproximaciones lingüísticas a la historia americana

Emiliano Battista, Universidad de Buenos Aires – CONICET; Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas “Dr. Amado Alonso”

Repitamos con insistencia que la filología Sud-
americana no ha comenzado aún a tomar su vuelo. No
prejuzguemos nada, y ocupémonos por de pronto de
la reunión y de la selección de materiales (1882: 88).

1. Introducción

Ni bien el hombre europeo obtuvo conocimiento de la existencia de pobladores nativos en el continente americano se aventuró en el camino de las conjeturas respecto de su (posible) origen. Para decirlo simbólicamente, desde el momento en que los navíos de Colón atracaron en el “Nuevo Mundo” se activaron las especulaciones; las más inmediatas correspondieron a la pluma de los sucesivos viajeros, quienes (en comunión con los cartógrafos) comenzaron a suponer cuáles pudieron haber sido eventuales rutas de acceso. La idea era justificar la presencia de determinadas civilizaciones milenarias en América, tierra ignota hasta entonces y distanciada del resto del mundo por dos enormes océanos. En principio, exploradores e

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historiadores ensayaron explicaciones que no gozaron siquiera del estatuto de hipótesis, pues carecieron del respaldo científico requerido. Fue recién al promediar el siglo XVIII que el desarrollo de la anatomía comparada y la irrupción del naturalismo otorgaron rigor de método a las afirmaciones practicadas. Paulatinamente, las investigaciones de los hombres de ciencia se robustecieron y sus argumentos devinieron asunciones teóricas de la incipiente arqueología.

Hacia 1800, los avances en materia de conocimiento científico se conjugaron con otros dos procesos, sumamente imbricados entre sí: la emergencia de los estados (nacionales) y la aparición de cierta nostalgia (romántica) por el pasado. El cruce resultante entre modernidad e historia impulsó a intelectuales de diferentes disciplinas a trabajar en pos de la identificación y/o el establecimiento de particularidades, tanto en términos genéticos como sociales. Según el criterio del período, gran parte de los filólogos supuso que el comportamiento de las lenguas humanas obedecía a los mismos patrones de desarrollo que el comportamiento de los seres biológicos; en función de esta premisa, el estudio de las tradiciones (culturales), al menos en cuanto a su desarrollo idiomático, siguió la dinámica epistemológica del estudio de los organismos (naturales). Foucault (1966: 274) resumió el punto al señalar que “la constitución de la historicidad en el orden de la gramática se hizo de acuerdo con el mismo modelo que en la ciencia de lo vivo”.

En vistas de ello, no es exagerado afirmar que la llegada del siglo XIX dio paso a un nuevo modo de reflexión sobre el lenguaje. En sintonía con el proceso arriba descrito, consideramos oportuno parafrasear lo expresado por Amado Alonso (1940) en una conferencia inédita en la que retomó ciertas palabras de Antoine Meillet (1903) para caracterizar el asunto referido: así como en 1492 Cristóbal Colón emprendió su viaje rumbo a las Indias y se topó con América, en 1816 Franz Bopp emprendió la reconstrucción del indoeuropeo y se encontró con el método histórico-comparativo (Battista 2013). Dicho método fue, justamente, aquel con el que se estableció la noción de ciencia en la disciplina (Robins 1967).

2. La lingüística del siglo XIX y el escenario argentino

En los tiempos precedentes –nos referimos, específicamente, al período comprendido entre los siglos XVI y XVIII–, los estudios sobre el lenguaje habían estado signados por la

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hegemonía de la filosofía racionalista, que organizaba sus postulados a base de la noción de gramática general. Hacia fines del siglo XVIII, investigadores y/o viajeros comenzaron a advertir las similitudes entre lenguas (incluso geográficamente distanciadas); a raíz de ello, sin dejar de apuntar al estudio de los universales, las descripciones gramaticales redireccionaron paulatinamente su atención hacia los orígenes. Los especialistas se embarcaron en la comparación de las formas disponibles –pertenecientes a distintas lenguas y a sus distintos estados– y emprendieron la reconstrucción de antecedentes comunes. En palabras de Lyons, fue una época en la que tuvo lugar “una insatisfacción general con las explicaciones lógicas y una preferencia por el razonamiento histórico” (1968: 23). El cambio de foco operado por la reflexión lingüística durante aquellos años radicó en que los filólogos se valieron de la comparación sistemática para identificar parentescos entre diversas lenguas, determinar las características estructurales de un estadio evolutivo anterior –la protolengua– y establecer la naturaleza de los procesos que explicaban el itinerario seguido en esa evolución (Benítez Burraco y Barceló-Coblijn 2015: 108).

Así, si bien el trabajo de los ideólogos siguió su curso y apareció incluso “un hombre que vivió a caballo entre los dos siglos” –Wilhelm von Humboldt, cuyos intereses giraban en torno al lenguaje en general y su línea reflexiva no se ajustaba al desarrollo de la metodología comparativa (Robins 1967: 195)–, a principios del siglo XIX la disciplina redefinió sus metas; se instituyó, pues, la nueva ciencia del lenguaje. Los trabajos de Rasmus Rask y Jacob Grimm, primero, y los de August Schleicher, unos años después, consiguieron abordar la lengua bajo “la lógica de su desarrollo naturalizado en la historia como evolución orgánica regular y pronosticable” (Ennis 2016: 12). De esta manera, la filología trascendió el campo específico de la disciplina y, en tanto “dispositivo privilegiado para la gestión de la tradición en la modernidad”, asignó los “estándares de cientificidad” a un gran grupo de áreas de investigación que hoy podríamos englobar dentro de las “humanidades” (Ennis 2016: 10-11). Antropólogos, arqueólogos, paleontólogos, geógrafos e historiadores no solo aunaron sus esfuerzos a la luz del criterio de la “reciprocidad científica” (De Mauro & Domínguez 2013), sino que específicamente se valieron de la lingüística histórico-comparativa como un “insumo metodológico fundamental” a la hora de respaldar y legitimar sus argumentos (Battista 2019a).

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La filología pasó a ser, indiscutiblemente, una ciencia (histórica); los trabajos fundacionales referidos le valieron ese estatuto. No solamente gozaba del mismo prestigio que las ciencias naturales, sino que irradiaba criterios analíticos hacia el vasto terreno de las humanidades. Al estudiar el lenguaje en los grandes autores, transfería su rigor metodológico a los análisis literarios. Semejante cualidad ponía a la disciplina al servicio de cuestiones de estado, dado que, además de intervenir en la consolidación lingüística identitaria de una nación, era capaz de construir el “canon textual” de una cultura (Degiovanni 2007).

Así, en un marco de sumo interés por la gestión del pasado, por el establecimiento de tradiciones y por el hallazgo de filiaciones étnico-culturales –fenómeno extendido a todas las naciones y pueblos del continente americano–, la filología ganó un poder singular entre las ciencias y adquirió un peso sustancial para la probación histórica. Fueron tiempos en los que la reflexión lingüística estuvo asociada, según palabras de Foucault (1966: 284), a “profundas resonancias políticas”.

Desde 1810 –momento en que inició el periplo de independización de España–, la escena intelectual de la Argentina se caracterizó por el desfile de distintos movimientos cívicos y sociales vinculados al proceso de consolidación de la nación. En primera instancia, la acción involucró a un grupo de jóvenes románticos que buscaron intervenir directamente el imaginario cultural y así modelar el Estado. Estos fueron los miembros de la “generación del 37 o de los proscritos”, caracterizados como “positivistas sui generis o prepositivistas” (Zea 1949); entre otros, en el grupo se destacaron Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento y Vicente Fidel López. La producción (periodística, literaria y pedagógica) de estos y otros intelectuales del siglo XIX argentino –munidos del iluminismo francés durante el período de emancipación política (hasta 1852) y del romanticismo liberal durante el período de organización nacional (hasta 1880) (Alberini 1966)1 – fue decisiva para la configuración identitaria de las naciones hispanoamericanas. Tal como anticipamos, profesionales de distintas áreas del poder letrado –políticos, diplomáticos, arqueólogos, teólogos, etcétera– se sirvieron de la filología como insumo metodológico con el que

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robustecer y complementar sus prácticas discursivas; el comparatismo lingüístico se convirtió en el engranaje epistemológico que les permitió que los argumentos presentados gozaran de estatuto científico (Battista 2019a). En este contexto, apareció aquello que aquí identificamos como la labor filológica de Larsen, conformada por tres contribuciones que resultan objeto específico de análisis en el presente trabajo.

3. La filología de Larsen

Juan Mariano Larsen (1821-1894) nació en Marsella (Francia), pero se asentó en la Argentina desde muy temprana edad. Se graduó como doctor en teología en la Universidad de Buenos Aires. Luego, se desempeñó como redactor y traductor en diferentes revistas porteñas y como profesor de latín en el famoso Colegio de Ciencias Morales. Hacia 1855, se trasladó a La Plata, donde fundó el Liceo de la ciudad, establecimiento que llegó a dirigir durante quince años. En la siguiente década, en paralelo con sus tareas en docencia y en traducción, escribió periódicamente en La Revista de Buenos Aires (1863-1871), publicación creada por Vicente Quesada y Miguel Navarro Viola con el objeto de conformar un ámbito orgánico consagrado a la recuperación de la originalidad latinoamericana a través de sus expresiones literarias y culturales (Buchbinder 2012: 85). En esta revista Larsen ofreció, en sucesivas entregas, un trabajo que luego sería editado en forma de ensayo independiente: Pequeña mitología (1863). También publicó un artículo sobre “Filología Americana. La lengua quichua y el doctor López” (1870): una contribución que actuaba como réplica a una serie de artículos que, entre 1865 y 1869, en la misma revista, había publicado su colega: Vicente Fidel López (1815-1903). El trabajo de este historiador y político había aparecido en formato libro (y en lengua francesa) bajo el título de Las razas arias del Perú (1868), en el que sostenía con audacia la hipótesis del origen ario de la raza peruana y presentaba al quichua como una lengua aria aglutinante, pariente cercana del griego, del sánscrito y de otras lenguas de Asia Central (Battista 2019b). Larsen, entonces, lanzó una respuesta a la ampulosa y controversial obra de López no solo porque este había practicado un estudio histórico acerca del origen de la civilización incaica basado en el análisis lingüístico comparativo, sino también, y principalmente, porque dicha hipótesis reñía con las ideas delineadas en un trabajo previo de su autoría: América Antecolombiana, o sea noticias sobre algunas interesantes ruinas y sobre los viajes en América anteriores a Colón (1865).

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En años siguientes, Larsen continuó su labor con las reimpresiones de importantes trabajos pertenecientes a dos jesuitas dedicados al estudio de diferentes lenguas habladas por pueblos indígenas sudamericanos. Así, en 1877, editó Arte y vocabulario de la lengua lule y tonocté (1732), de Antonio Machoni de Cerdeña. Al introducir la obra, presentó esta lengua (hablada por pueblos que habitaban el Chaco-santiagueño) como “una de las más pobres que se conocen, tanto en el vocabulario como en las formas gramaticales”, sobre todo al ser comparada con el guaraní, el quichua y el araucano; a su criterio, esto demostraba a “ciertos filólogos que no todas las lenguas americanas [tenían] entre sí las analogías que ellos se figura[ba]n” (8-9). Valiéndose de “la severidad del método inductivo” –“que no permite generalizar sin previo análisis” (9)– y yendo contra la opinión de los misioneros, Larsen advertía al lector acerca de las afinidades de “algunas palabras usuales” (como, por ejemplo, las referidas a las partes del cuerpo) entre el lule y el vilela (lengua hablada por otros pueblos de la misma región); sin embargo, no descartaba que pudieran deberse “al comercio o a la comunión de las naciones” (14-15).

Por último, en 1882 y 1884, respectivamente, Larsen editó el Diccionario araucano-español, o sea Calepino chileno-hispano (1765) y la Gramática araucana, o sea arte de la lengua general de los indios de Chile (1765), de Andrés Febrés. Complementó la primera de estas dos obras con un “Apéndice sobre las lenguas quichua, aimara y pampa” (1882), texto sumamente interesante a la luz de las directrices trazadas por la presente investigación. A continuación, nuestra contribución se detiene en el análisis de los referidos materiales, que se hallan revestidos de un valor historiográfico en al menos tres sentidos: en primer lugar, porque forman parte de una serie en la que identificamos la labor filológica de Larsen (y, eventualmente, de López); en segunda instancia, porque dan cuenta del lugar que, en el transcurso del siglo XIX, el saber (científico) le asignaba al rigor metodológico de la lingüística histórico-comparativa; y, finalmente, como corolario, porque constituyen prácticas discursivas que ponen de manifiesto la capacidad de utilización política de la ciencia del lenguaje (Del Valle & Stheeman 2004, Ennis 2018, Battista 2019a).

3.1. Sobre el origen de las lenguas indígenas americanas

“Lo misterioso nos atrae”, afirmaba Larsen al introducir su América Antecolombiana (1865), y explicaba: “Mucho antes del descubrimiento positivo de cualquier verdad, los hombres

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sueñan con ella, embelesados en una ansiosa contemplación empeñada en penetrar lo distante y lo inexplorado” (1). Su propósito era arrojar luz sobre uno de los interrogantes que desvelaba a innumerables historiadores de su tiempo: ¿Qué civilizaciones poblaron América antes de octubre de 1492?

Desde un primer momento, Larsen cedía ante el lector y confesaba que en su opúsculo, aunque no tenía la pretensión de “inventar nuevas hipótesis”, era “mucho más lo dudoso que lo cierto” (5). Su labor consistía en dar a conocer las hipótesis vigentes y en glosar críticamente trabajos sobre el tema no disponibles en lengua española. En este sentido, la materia prima de su aporte eran los relatos de ciertos científicos y/o viajeros –William Jones, los hermanos Alexander y Wilhelm von Humboldt, Lorenzo Hervás, Johann Adelung, John Stephens, entre otros– así como los datos que estos habían recabado de quienes los habían precedido en sus investigaciones y/o periplos.

Larsen identificaba, pues, dos “fases principales” en la historia antecolombiana: la primera se remontaba a la “población postdiluviana” y correspondía a las “travesías y emigraciones por el norte de Asia y Europa”; y la segunda, cronológicamente mucho más cercana en el tiempo (a partir del siglo VII d.C.), correspondía a “las navegaciones con fines comerciales o políticos” ejecutadas por diferentes pueblos del norte europeo antes de la llegada de los españoles a América (5).

El primero de estos dos grandes movimientos migratorios perteneció a los pueblos de la India. Según conjeturaba el autor siguiendo a los eruditos, los habitantes del Indostán no atravesaron tan “inmensa distancia” navegando por los océanos, sino que se desplazaron por el continente asiático, vía el Tíbet, hasta llegar a Siberia, y, finalmente, desde allí emigraron a tierras americanas al cruzar por el estrecho de Bering (153). La misma ruta, explicaba Larsen, utilizaron los tártaros, los chinos y otros habitantes de Asia y de Europa Oriental, quienes también abandonaron su continente original transitando el referido accidente geográfico en períodos del año en que las inclemencias climatológicas y meteorológicas se lo permitían –incluso el congelamiento invernal pudo haber resultado propicio a las correrías anuales de lapones y esquimales (145)–, para luego diseminarse por México (Aztecas), Yucatán (Mayas) y el Perú (Incas).

Con respaldo en la palabra y el trabajo de “hombres doctos” –Henry Colebrooke, Richard Pococke, Johann Vater, William Anderson, John Scouler, Constantin de Volney–,

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Larsen ofrecía el justificativo de sus aseveraciones: “existen muchas raíces del sánscrito en la lengua mexicana” (171) y “el elemento tártaro es el principal en la población antecolombiana de América” (174). Así, se detenía en las semejanzas de sonidos y de desinencias en ciertos vocablos de lenguas indígenas americanas; específicamente, relevaba un origen tártaro al poner de manifiesto el parentesco entre las lenguas de los mejicanos (o aztecas) y de diferentes tribus del Pacífico Noroeste, como los nootkas, los koluschis y los ugaliachmutzis, entre otros. El autor explicaba al respecto que las palabras terminadas en “atl” abundaban en la lengua nootka tanto como en el azteca, e ilustraba –con asombrosa arbitrariedad– comparativamente: agcoalt significaba “una joven” en nootka y couatl significaba “mujer o esposa” en azteca; ogulsztld era el nombre otorgado al “Sol” por los hablantes de nootka y viízlíputzu pertenecía a una “divinidad mejicana” (179). Luego, siguiendo a Adelung y a Vater, declaraba haber “notado en el araucano algunas palabras parecidas al griego y al latín”, observación con la que apuntaba un dato más respecto de las “analogías” entre el tártaro y otras lenguas habladas por “indios Sudamericanos” (180-181). El segundo gran movimiento migratorio perteneció a los normandos y los ostmandos, etnias conformadas por vikingos (procedentes de Escandinavia) que, vía Irlanda (en el siglo VII), Islandia (en el siglo IX) y Groenlandia (en el siglo X), desembarcaron en América en la península de Vinlandia (en el siglo XI), para luego, desde allí, pasando por la isla de Terranova, asentarse en diferentes zonas correspondientes al actual territorio de Canadá (192 y 245).

Para la justificación de esta segunda oleada de desplazamientos, Larsen indicaba basarse en los estudios de Carl Rafn, Conrad Malte-Brun e, incluso, de Cristóbal Colón, quien visitó Islandia en 1477. La remisión deliberada a argumentos lingüísticos nuevamente resultaba crucial. Por ejemplo, el descubrimiento temprano de Irlanda por parte de los navegantes escandinavos era justificado de la siguiente manera: el término empleado por los habitantes de los reinos de Dublín, Ulster y Connhaugt desde el siglo VII –y hasta ser sometidos por los ingleses en el siglo XII– para designar a un “extranjero” era danair (“danés”), hecho que “confirma[ba] por su etimología el aserto de que, antes de venir los escandinavos, los irlandeses del Norte no habían sido visitados aún por ningún extranjero” (193).

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Luego, a modo de prueba material, para acreditar la presencia anticipada de los pueblos del norte de Europa en continente americano, Larsen comparaba las analogías –“que no podían ser casuales”– entre el gaélico y el algonquino (perteneciente a tribus establecidas en el norte de Estados Unidos y Canadá): para significar “isla” ambas lenguas utilizaban el vocablo inis; para “agua” el gaélico tenía uísce y el algonquino isca; en gaélico “todo” era cacuile y en algonquino kakuile; mientras en la primera “barlovento” se decía gai y “flexible” se decía boy, la segunda disponía de las formas ga y boye, respectivamente (177). Finalmente, siguiendo a George Catlin, subrayaba las “patentes analogías de vocablos” entre el galés antiguo y el mandán (perteneciente a una tribu establecida en Dakota del Norte) (184). A lo largo de su argumentación, Larsen esbozaba –como quien identifica un aspecto en el que decide no detenerse– cuáles eran las semejanzas y/o diferencias en cuanto al tamaño del cráneo, el color de la piel, los hábitos alimenticios e, incluso, los rasgos de carácter que conformaban el temperamento de ciertas tribus. Todos estos elementos (de orden antropológico) se conjugaban con los análisis lingüísticos a los que hemos referido. Por lo tanto, el componente biológico (la raza) y el componente filológico (la lengua) eran tratados como pruebas materiales que permitían justificar determinadas filiaciones genético-culturales. En términos metodológicos, ambos aspectos se regían, pues, por la lógica del naturalismo decimonónico. 2

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3.2. Sobre el vínculo entre el griego y el quichua

En “Filología Americana. La lengua quichua y el doctor López” (1870), Larsen se pronunciaba como un “pensador desinteresado que cultiva[ba] la ciencia por la ciencia” sin necesidad de conseguir el “aplauso público” con “detrimento ajeno” (410). Partía de tal predicación porque su contribución aparecía como contrapunto respecto del trabajo del mencionado colega sobre Las razas arias del Perú. Según Larsen, los razonamientos de López eran “claros y concluyentes” desde el punto de vista “lógico"; sin embargo, destacaba: “no valen nada como prueba” al fundarse en “hechos que no existen tales como se suponen” (411).

Así como Larsen concedía ciertos “asertos” a López –una “reconocida capacidad” discursiva–, también resaltaba la carencia de “una buena base para su teoría” y la existencia de “algunas ideas contradictorias por la forma” (411). En concreto, Larsen se refería al desliz en el que incurría su colega al tratar como “sinónimos” elementos que no lo eran: “A veces dice que el keshua es el griego, otras veces que el keshua es el pelasgo, otras veces que es sánscrito, otras que es etrusco, y otras que es ariano” (411, sic).

¿Cuál era, pues, el problema de base que Larsen relevaba en la argumentación de López? Se equiparaba el dialecto ático del siglo V a.C. con la lengua de los predecesores de los helenos. Incurrir en semejante error equivalía a confundir una lengua con aquella de la que derivaba: esto es, por ejemplo, el italiano con el latín. El autor lo explicaba, puntualmente, de la siguiente manera: “la lengua de Homero y la lengua de los Pelasgos de Grecia están en la misma relación que la lengua de Goethe con la de Carlo Magno, o la de Dante con la de Virgilio” (412).

Luego, Larsen daba un paso más e indicaba que el sánscrito era “la principal pero no la única fuente de los idiomas Pelásgicos” (412), de modo que, en caso de que pretendiera sostenerse la postulada filiación entre la lengua de los predecesores de los helenos y el quichua, deberían relevarse también fuertes vínculos con otras lenguas asiáticas. En virtud de esta característica –la multiplicidad de fuentes para la configuración del pelasgo–, “la gramática quichua se acerca[ba] más a los idiomas Tártaros del Turán que a los

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indogermánicos del Irán, o sea lenguas arianas” (412, sic). De este modo, explicaba Larsen sin el verdadero sustento científico requerido por semejante afirmación, las raíces quichua-helénicas se remontaban a “una época anterior a la constitución definitiva de la lengua griega” y “pertenecían a varios idiomas” (412).

Según Larsen, López caía en el descuido de considerar “la lengua griega del tiempo de Homero como un dialecto pelasgo puro, sin atender a que eso [era] imposible” (413). ¿El motivo? Los pelasgos que invadieron Grecia procedían de distintas etnias; eran “indios, tártaros, fenicios y egipcios”, de modo que el griego homérico llegó a contener “elementos de esas tribus diversas” (413). Por esta razón, la comunión de radicales entre el quichua y el griego se explicaba, para el autor, por derivación de otra lengua más antigua, y no necesariamente del sánscrito (413).

A continuación, Larsen se detenía en el análisis de un fenómeno lingüístico concreto presentado por López, quien sostenía que el formante quichua o keshua derivaba de tres raíces griegas: (“tierra”), eis (forma dórica del indicativo de Eími) y yios (“hijo”, “raza”), lo que daba como resultado Guesyios (“hijo de la tierra” o “indígena”) (413). Larsen celebraba la “ingeniosidad de procedimiento” de su colega, pero no la compartía, y para replicarla acudía al formante Attahualpa, en el que relevaba vocablos de origen sánscrito, tales como atta (“hijos de Buda”), hay (“sacrificio”) y pa (“jefe”), de los que resultaba Attahyalpa (“jefe del sacrificio de los hijos de Buda”, es decir, “Rey Pontífice”) (414). Misma procedencia registraba en el formante ynca, claramente emparentado, a su criterio, con las raíces sánscritas de ína o ínaca (“jefe” o “príncipe”, respectivamente) (414). Lo mismo ocurría con Andes, que no era más que “un vocablo sánscrito puro que quiere decir montañas” (414).

Llegado a este punto, Larsen procuraba arrojar luz sobre el interrogante al que era necesario contestar de la manera más precisa posible para desandar las imprecisiones del trabajo de López y poder entonces trazar las auténticas filiaciones entre las lenguas indígenas americanas y las lenguas asiáticas y/o europeas. Se preguntaba, pues, ¿quiénes fueron los pelasgos? El autor reconocía la complejidad de la respuesta:

Nada hay quizás más misterioso en la anchurosa esfera de la antigüedad como el carácter, las migraciones y el primitivo asiento de los Pelasgos, un pueblo cuya historia ha confundido y ha

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burlado efectivamente las pesquisas de los Griegos más instruidos de la antigüedad clásica y la sagacidad de la investigación moderna (1870: 420, sic).

El problema consistía en que aquello que Larsen identificaba como “raza pelásgica” no solamente fue fruto de la combinación de distintos pueblos que los precedieron, sino que, a su vez, fue el resultado de un movimiento migratorio en sí mismo, tal como el que estaban estudiando estos intelectuales en su afán de reconstruir la historia de las civilizaciones americanas. Según el autor, los pelasgos pertenecieron a “una población que cambió el ardiente clima de la India por las más templadas latitudes de Persia, Asia Menor y Hélada”, razón por la cual “la primitiva historia de Grecia [era] la primitiva historia de India” (422-423). En tanto acuñaba la denominación raza pelásgica como “un sinónimo para nombrar la población general de la India trasplantada a Europa y Asia”, Larsen consideraba que el análisis cartográfico podía constituir un valioso aporte para el estudio del decurso de esos desplazamientos; específicamente, entendía que “los sucesivos mapas de España, Italia, Grecia, Asia Menor, Persia y la India se [podían] leer como el itinerario de un emigrante” (424).

Luego, más allá de las líneas de investigación que apuntaba para otras áreas, Larsen buscaba afianzar sus afirmaciones en el análisis lingüístico. No obstante, lejos de dejarse llevar por ligerezas y liviandades en el manejo de los datos –tal como ocurría cuando “se sustituía la puerilidad y el juguete etimológico a la verdad histórica” (427)– recurría a la filología como respaldo metodológico (y, por ende, científico) para el hallazgo de (esas) verdades históricas. Así, para el estudio de los predecesores de los helenos, Larsen pasaba revista a diferentes interpretaciones acerca de la naturaleza de los cíclopes; algunos los creían constructores, otros arqueros y otros mineros. Para Homero, explicaba, fueron “una raza de pastores sin ley, crueles, gigantes”, y para Platón, “los tipos de la condición original de los hombres aún no civilizados” (429-430). Larsen buscaba desandar las interpretaciones por el camino de las hipótesis. ¿Cuál era la suya?

Los muros Ciclópeos fueron probablemente construidos por una antigua raza de hombres, tal vez los Pelasgos, que ocuparon las regiones en que ellos existen antes de las naciones de quienes tenemos datos históricos, y las generaciones más modernas admirando su magnitud tanto como la admiramos nosotros, atribuyeron su construcción a una raza fabulosa de Cíclopes (1870: 430).

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Luego, Larsen se detenía en el análisis de los formantes:

[…] el vocablo “Cuclopes” es una forma alterada de “Goclopes” (de “Gócula” y “Pa” príncipe o jefe) los jefes de Gocla, esto es los jefes que vivían en la región de Gocla, distrito que se extiende a orillas del Jumma, siendo así llamados los Goclapes de sus costumbres pastorales de cuidar sus Goclas o rebaños (1870: 430, sic).

Y, finalmente, la conclusión que formulaba para dar cuenta del origen de la raza pelásgica en la línea de las interpretaciones homéricas:

Aquella parte de Grecia que fue colonizada por estos Guclapes del Jumma fueron las Cuclades, que los Griegos escribieron Cyclades, esto es, el país de los Guclas; en sanscrito “des” significa tierra o país. Así con el simple testimonio geográfico y Pelásgico, refiriéndonos con independencia al lenguaje y al país originario de esos primitivos pobladores Helénicos, de un solo golpe los primeros lineamentos de su historia quedan restablecidos y separados de la categoría mitológica, en cuya categoría queda ahora la derivación griega tomada de Cyclos, el círculo. Aquí pues la descripción Homérica del Ciclope salvaje de la cueva y la memoria ele la colonización de los Ciclopes en Grecia están en exacta concordancia con el significado real de aquel vocablo Pelásgico que bajó hasta los tiempos de Homero, y así se produce el lenguaje Pelásgico en conexión con aquel pueblo por quien se dice que fueron construidos aquellos muros (1870: 431, sic).

En definitiva, para dar cuenta de las filiaciones de indígenas americanos con pueblos asiáticos y con pueblos europeos, Larsen recurría, al igual que en el caso anterior, al comparatismo lingüístico. Aunque en ocasiones se complementara con asociaciones históricas fantasiosas, la ciencia del lenguaje, una vez más, se ponía al servicio de sus interpretaciones de desplazamiento.

3.3. Sobre el vínculo entre el araucano y el pampa

Al presentar el Diccionario araucano-español de Febrés, Larsen ofreció un “Apéndice” (1882) organizado en cuatro partes: una dedicada al quichua (en la que retomaba muchos de los argumentos ya tratados), otra dedicada al aimara (lengua correspondiente a los habitantes de la meseta andina del lago Titicaca), otra dedicada al pampa (lengua de los pueblos indígenas que habitaban el centro del territorio argentino), y la última dedicada a los idiomas fueguinos (hablados por las tribus que poblaban la isla de Tierra del Fuego). Aquí nos detenemos sobre la tercera parte, pues consideramos que reviste un interés particular para el tipo de argumentación utilizada por el autor para dar tratamiento a la historia americana.

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Larsen tomaba como punto de partida la siguiente pregunta: “¿Existe o no existe la lengua pampa?” (51). Y de inmediato contestaba negativamente; en el debate acerca de la cuestión idiomática (tan vigente en la época), su respuesta tenía resonancias políticas aunque su criterio pretendiera ser estrictamente lingüístico: “En el Catálogo general que la Lingüística ha de hacer de las Lenguas habladas por el género humano, no entrará el pampa, por la misma razón que no entrará la Lengua argentina” (51, sic). El autor reconocía, junto a la dimensión lingüística, otra (dimensión) absolutamente “política”, que trascendía la noción de “corrección” idiomática vinculada al “castellano” y se afianzaba sobre la idea de “nación”:

“la Lengua del Gobierno y de la Administración, del intercurso común de los ciudadanos” (51, sic) 3.

Una vez aclarado el punto, Larsen ofrecía su hipótesis: del mismo modo que la lengua hablada por el pueblo argentino es el castellano que vino de España, la lengua hablada por los indios de las Pampas es el araucano que vino de Chile. Consideraba que, “filológicamente”, no había algo así como la lengua pampa, sino “el araucano más o menos adulterado, hablado por los indios pampas” (52).

A continuación, Larsen ponía en práctica la comprobación de sus conjeturas acerca del desplazamiento. Según explicaba, eran los pueblos más civilizados los que ponían los nombres:

Así los griegos llamaron aigyptioi, egipcios, a los chemi, así los romanos llamaron germanos a los deutch; y así Colón llamó indios a los habitantes que primero encontró; y así Magallanes llamó patagones a nuestros tehuelches australes; y así los araucanos llamaron tehuelches a los ahonican o inaken. Si los nombres son bien o mal puestos es inútil preguntarlo (1882: 63, sic).

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Siguiendo a Guillermo Cox, Larsen indicaba que en araucano tehuel significaba “posesión desgraciada” y che significaba “gente”; de modo que los tehuelches eran “los habitantes de la tierra estéril” (65). Luego, siguiendo a Febrés, indicaba que en araucano puel significaba “enfadoso” y que puel-che significaba “nación que está al Oriente de la cordillera”, pero que lo había descrito así, probablemente, para “economizar el papel”, pues, decía, “la cosa está bien clara” (65).

Larsen basaba su teoría en movimientos migratorios. Argüía que, ante la inminente conquista, los araucanos se vieron en la necesidad de emigrar, aunque ir al norte conllevaba “humillarse a los Incas” e ir al sur o al oeste conllevaba “tirarse al agua”, de modo que optaron por refugiarse al oriente de la cordillera (66). Ese era el motivo por el cual, para el autor, diferían tanto el puelche con el patagón, a pesar de que antiguos viajeros hubieran demostrado que se entendían. “Lo que puede el hambre”, sostenía Larsen, y explicaba el fenómeno por analogía con la comprensión que caracterizaba los intercambios entre húngaros (de origen tártaro) y alemanes (de origen ario) (67). Y así entendía que era un “derecho político –“conveniente abreviación” sujeta a “la situación geográfica– llamar lengua pampa a la lengua de los habitantes de las Pampas (68).

4. Conclusión

En el análisis operado por Larsen, según procuramos demostrar, la filología se erigía como una herramienta metodológica que otorgaba estatuto científico a diferentes conjeturas y/o interpretaciones, que de esta manera quedaban convertidas en hipótesis dentro de un riguroso marco disciplinar. No obstante, creemos que el recorrido realizado nos habilita a aventurar –o a concluir con– una caracterización más profunda de la manera de entender y desarrollar la lingüística histórico-comparativa por parte de este intelectual.

Respecto de la filología del siglo XIX, Agamben (1978: 212) afirmaba: “extrae al mito de su rigidez arquetípica y lo vuelve a la historia”. Esto se debía a que las formas indoeuropeas, por ejemplo, resultaban de una labor de reconstrucción llevada a cabo por la ciencia del lenguaje; dichas formas, pues, pertenecían a “un estado de lengua no constatado históricamente”: eran formas “restauradas por la comparación filológica”, es decir, eran formas “equivalentes de los nombres míticos” (1978: 209-211). ¿Cuál era la peculiaridad de

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estos elementos, tratados entonces como vocablos? Las formas reconstruidas, aunque hipotéticas, despojaban al mito de su aislamiento, y no lo concebían ya como mera narración imaginaria, sino que lo ubicaban nuevamente en la dimensión histórica y, gracias a la filología, le brindaban una “relación auténtica y libre” con el conocimiento (1978: 211).

Consideramos que, más allá de lo disparatado que resultaran algunas de sus interpretaciones, este era justamente el sentido en el que Larsen ponía en juego la reconstrucción de vocablos pelásgico-griegos, de vocablos sánscrito-quichuas o de vocablos

araucano-pampas; estos, en lugar de registrar “causas”, registraban “orígenes” y, de esta manera, le permitían “transformar los nombres míticos en palabras” (1978: 211-212). Por lo tanto, creemos poder afirmar que la filología practicada por Larsen era, apropiándonos de la terminología de Agamben (1978: 211), una suerte de “mitología crítica”.

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1 Diferentes autores –Alberini (1966), Soler (1968), Biagini (1985), entre otros– coinciden en considerar que fue recién hacia 1880 –momento en que la Argentina ingresó en un período de auge de progreso material– que el positivismo llegó al país, y lo hizo como un movimiento cultural que para los intelectuales se convirtió en “una caja de herramientas de la que se apropiaron con evidente desprejuicio” (Terán 2008: 20).

2 Estudios de fines del siglo XX retomaron la correlación entre distribución de genes y distribución de lenguas. Cavalli-Sforza (1996), por ejemplo, propuso un árbol filogenético que mostraba que el agrupamiento genético de las poblaciones se solapa (sin rechinar) con el agrupamiento por lenguas; según el mismo autor explicaba, retomaba la línea argumental de Darwin, quien suponía que, en caso de conocerse el árbol de la evolución genealógica, podría predecirse el de la evolución lingüística. De esta forma, consideraba que la historia evolutiva de los seres humanos coincidía con la distribución moderna de los grupos lingüísticos y, por ende, que la filología aportaba a los estudios de genética de las poblaciones. Sin embargo, el enfoque ofrecía severas limitaciones, dado que resulta innegable una marcada disparidad entre relojes moleculares y lingüísticos: mientras la tasa de cambio genético es constante y refleja la evolución de un único sistema de transmisión (ADN), la tasa de cambio lingüístico es variable, impredecible y refleja la evolución de sistemas mixtos que son producto de la cultura (Benítez Burraco y Barceló-Coblijn 2015: 113-114; Ciapuscio [en prensa]). Actualmente, hay varios proyectos de análisis filogenéticos y modelos matemáticos que trabajan en esta línea. Murilo Castro de Oliveira, Sousa y Wichmann (2013), por ejemplo, procuran demostrar que en la evolución de las filogenias lingüísticas existen tasas de división aproximadamente regulares –relativamente constantes– incluso si las lenguas estudiadas son proto-lenguas habladas en puntos muy diferentes de la prehistoria y en lugares muy distantes del mundo; así, proponen una nueva técnica de análisis que consiste en trazar distancias entre taxones de idiomas que, idealmente (ignorando las perturbaciones a partir de un algoritmo filogenético dado), corresponderían a distancias cuando atraviesan una filogenia. Wichmann (2017), finalmente, ofrece una simulación por computadora de la migración del lenguaje: su imput es una filogenia simulada junto a una base de datos de lugares poblados y su resultado es un paso aleatorio definido por una combinación del parámetro ch –un cuadrilátero geográfico restringido por el número mínimo de opciones de lugares poblados dentro del cuadrilátero– y el paisaje, que limita el desplazamiento hacia lugares poblados.

3 Desde los tiempos de la Independencia (1810-1816) y durante todo el siglo XIX, el debate acerca de la lengua nacional en la Argentina fue parte de la agenda política y resultó convocante para intelectuales procedentes de diferentes áreas: Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Domingo Faustino Sarmiento, etcétera. En 1900, la disputa se materializó en la publicación de dos obras que, con visiones antagónicas, pusieron de manifiesto la polémica sobre si la nueva república debía permanecer fiel a la lengua castellana –Quesada (1900)– o si, por el contrario, era legítimo postular el surgimiento de un idioma propio que representara la idiosincrasia de la nueva nación –Abeille (1900)– (Di Tullio 2010). Según la crítica, ambos trabajos fueron fundamentales para la historia argentina al punto de considerarlos punto de inflexión de diferentes periodizaciones (Ennis 2008, Battista 2019a, 2021). Durante el primer cuarto del siglo XX, ante el creciente cosmopolitismo generado por la continuidad de la inmigración masiva, el debate permaneció anclado en el imaginario socio-cultural rioplatense. Hacia fines de la década de 1920, Alfón (2011) identificó los años más activos de la querella en intervenciones (de Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Arturo Costa Álvarez y Amado Alonso, entre otros) que resultaron representativas de los diferentes modos de abordaje de la cuestión idiomática. Por esta razón, el breve pronunciamiento de Larsen al respecto deviene sumamente interesante no solo si se lo ubica en esta cronología, sino también si se evalúa su relevancia en función de discusiones actuales.